Internacional

¿Qué está pasando en Bielorrusia?

Desde agosto, y cada semana, miles de manifestantes salen a las calles en Bielorrusia. La sociedad civil reclama una vida en democracia tras más de un cuarto de siglo bajo el gobierno de Lukashenko, considerado el último gran dictador de Europa.

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30
noviembre
2020

Con pancartas escritas en inglés, la fotografía muestra cómo los opositores avanzan por las calles de Minsk enfurecidos y, a la vez, henchidos de una tensa calma. «Es un asesino, no un presidente», rezaba uno de los mensajes de los manifestantes. A su alrededor se alzan edificios de apartamentos y dibujos del propio Lukashenko. Uno en particular le retrata con una corona que, poco a poco, parece despegarse de su cabeza. «¡Déjala ir, Lukashenko!», pide el sencillo cartel. Tras 26 años de mandato, creen que ya es hora de que se retire el que, al fin y al cabo, es considerado como el último dictador de Europa. Es así como, semana tras semana, la extensa amalgama que compone la oposición en Bielorrusia se echa a la calle para pedir el fin de un régimen de marcado cuño autoritario.

El último factor que ha posibilitado esta explosión social ha sido el amaño de unas elecciones que ya no son sino una suerte de paupérrimo espectáculo. Así lo afirma, al menos, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que señala el hecho de que ni siquiera llegaron a alcanzarse los requisitos básicos de monitorización electoral. «Los alegatos de que las elecciones presidenciales del 9 de agosto no fueron transparentes, libres o justas son confirmadas», sostienen. Son estas elecciones amañadas las que, en última instancia, han logrado pinchar la burbuja en que se hallaba inmerso el país. Lo mismo ocurre, además, con las múltiples violaciones de derechos humanos, que han sido halladas «de forma masiva y sistemática». A esto se suman no solo las torturas y la ausencia de cualquier juicio justo, sino también las muertes de algunos de los opositores. Además, la pandemia del coronavirus, cuya gestión está marcada por una transparencia nula, también continúa marcando la vida diaria del país: Bielorrusia se halla, ahora, completamente asediada.

«El proceso que está teniendo lugar en Bielorrusia no será rápido, sino que será algo que se solucione a largo plazo. En primer lugar, porque Occidente no les apoya como sí hizo con Ucrania y Georgia. Esto es así porque, para empezar, los bielorrusos no han pedido una ayuda de forma explícita. Con esto quiero decir que lo que ellos buscan no es alinearse con la Unión Europea o la OTAN: no quieren un cambio geopolítico, sino un cambio de régimen. Es cierto que las sanciones promovidas por la Unión Europea son escasas, simbólicas, pero lo cierto es que tampoco puede hacer mucho más», señala Mira Milosevich-Juaristi, una de las principales investigadoras del Real Instituto Elcano. «En parte, la oposición bielorrusa me recuerda al caso del sindicato polaco Solidaridad, porque apenas sabemos qué programa tienen. Es un despertar cívico, una clara demanda de cambio político… pero no podemos saber cómo lo van a conseguir», recalca.

Es también este deseo de cambio político lo que la principal opositora, Svetlana Tikhanovskaya, ha señalado en múltiples ocasiones desde su exilio en Lituania, donde tuvo que huir tras la agresiva resistencia por parte del poder bielorruso. Según relata la investigadora, Lukashenko no es tan solo el último dictador de Europa, sino que también es el último líder de estilo comunista, soviético, «una figura brezhneviana que aún piensa en términos antiguos». No en vano, es el único país ex-soviético que aún conserva el nombre original de la agencia de inteligencia nacional, el KGB y gran parte de la agricultura bielorrusa, de hecho, también mantiene sus formas colectivas de entonces. Esta «parálisis» se refleja, asimismo, en el uso de las banderas: mientras la actual bandera oficial fue creada durante la etapa de la Unión Soviética, la bandera que se suele mostrar en las manifestaciones actuales es la enseña original, blanca y roja, de principios del siglo XX. Es como si, en parte, Bielorrusia aún tuviese que construir su propio país, su propia independencia, a través de un nacionalismo ligeramente primitivo –antes de 1991, y salvo dos años tras la Primera Guerra Mundial, Bielorrusia nunca había logrado constituirse como un Estado-nación independiente–.

A pesar de todo, Lukashenko, que lleva gobernando el país desde 1994, no ha mantenido su poder tan solo a base del uso de múltiples coerciones. Su figura es incomprensible sin atender al trayecto político bielorruso y a su peculiar contexto geográfico y económico. «La desintegración de un país lleva muchísimo tiempo, algo que se ve con claridad en los casos de algunos países ex-soviéticos. Cabe fijarse en Checoslovaquia: no solo se desintegra el comunismo, sino también el propio Estado, que se divide en Chequia y en Eslovaquia. Esta clase de transiciones son larguísimas, y es esto, en parte, lo que le ha ayudado a gobernar durante tantos años. Esto no dura tres días, ni tan siquiera dura 30 años», señala Milosevich. A esto ha de sumarse también su situación de puerta entre Europa y Rusia. Lukashenko, si bien siempre ha sido más cercano a Rusia –lo que le ha permitido mantener su poder personal–, ha logrado sacar provecho durante dos décadas de jugar entre los distintos actores políticos de la zona. Ahora, sin embargo, es posible que le toque unirse a la lista de países que se suman, en esa zona, al involuntario teatro de la geopolítica.

¿Dos piezas del mismo puzzle?

No es posible comprender la historia, la cultura y la política de Bielorrusia sin acercarse mínimamente a Rusia, su socio principal. La cercanía de ambos países se ve reflejada en la firma, en 1999, del Tratado para la Formación de una Unión de Estados –también conocido como Estado de la Unión–, cuyo objetivo original era el de formar un único Estado confederado. El tratado, sin embargo, nunca se ha llegado a cumplir de forma absoluta, y si bien se han producido armonizaciones bilaterales en los campos legislativos y las organizaciones de seguridad y defensa, muchos de los supuestos a alcanzar nunca se han llegado a efectuar, como la «fusión» de ambos países o la de su moneda y su economía. Esto ha llevado a la impresión generalizada de que la unión política actual es, en realidad, débil. De hecho, durante el año 2002, dos años después de la llegada de Vladimir Putin al Kremlin, este se refirió en términos perfectamente nítidos a ello cuando afirmó que la única forma de que la unión se integrase de forma más eficaz sería introducirse dentro de la Federación Rusa, siguiendo el modelo de la unificación de Alemania. Desde entonces, Lukashenko ha intentado obstruir y retrasar el proceso todo lo que ha podido con relativo éxito. Al menos, hasta ahora.

«Lukashenko está ‘muerto’, eso lo sabe él, lo sabe Putin y lo saben los propios manifestantes, por eso son tan persistentes», explica Milosevich. «A Rusia no le importa Lukashenko, sino que lo que le importa es controlar el país. En términos geopolíticos, Bielorrusia es una buffer zone [área de seguridad] entre los países de la OTAN y la propia Rusia. Es lo que llaman profundidad estratégica, algo crucial en la estrategia rusa de defensa, y es que para ellos la OTAN es la mayor amenaza posible a su seguridad nacional. Sin embargo, tampoco quieren intervenir como lo hicieron en Ucrania, ya que eso significaría perder, una vez más, una sociedad cultural hermana. Con el apoyo a Lukashenko lo que intenta principalmente es controlar esta transición y, así, asegurarse de que el nuevo presidente sea afín a Rusia. Es más, si bien Bielorrusia rechazó hace un año y medio la instalación de bases militares rusas, esto es algo que Putin podría exigir de nuevo, perfectamente, a cambio de su apoyo», explica. Es este el contexto en el que despiertan, a su vez, las narrativas anti-occidentales, lo que ha llevado a Lukashenko a afirmar que esta no es más que otra «revolución de color» –esto es, las revoluciones llevadas a cabo en antiguas repúblicas comunistas contra sistemas y líderes autoritarios– orquestada por Occidente. Para el país ruso es también vital, además, ayudar a controlar y sofocar unas revueltas que podrían llegar a contagiar la fiebre civil en el ámbito doméstico.

Mientras tanto, en Bielorrusia, el rechazo a cualquier tipo de pérdida de soberanía parece contundente tras treinta años de independencia. Según The Belarusian Analytical Association, los simpatizantes de una unión con Rusia decayeron del 60,4% al 40,4% en 2019, mientras que crecieron en diez puntos las simpatías pro-europeas. Asimismo, según la cadena BelsatTV, co-financiada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Polonia, un 74,6% cree que Bielorrusia y Rusia deben permanecer como Estados completamente independientes. Tan solo un 3,7% estaría a favor de una hipotética integración dentro de Rusia.

Una historia de dependencia

Parte de la explicación relativa al lento y largo abandono de las formas y contenidos soviéticos –una suerte de transición aún no finalizada– recae en la propia economía bielorrusa, cuya estructura es ampliamente reveladora. «Bielorrusia optó por una integración económica mucho más cerrada con Rusia. Al firmar el Estado de la Unión en 1999 consiguió un número de beneficios económicos y privilegios como, por ejemplo, descuentos energéticos, acceso privilegiado al mercado ruso y un crédito intergubernamental en términos preferentes. Esto es lo que llamamos rentas de lealtad, ya que a cambio de estos privilegios económicos, Bielorrusia tiene que hacer múltiples concesiones políticas, convirtiéndose así en su aliado más cercano», explica Rumen Dobrinsky, investigador sénior de The Vienna Institute for International Economic Studies. Más allá de ser algo anecdótico, estas rentas son uno de los pilares principales sobre los que Bielorrusia ha podido realizar su peculiar transición a un país modernizado. Estas han llegado a sumar hasta 12 puntos del PIB, lo que lleva a gran parte de los economistas a pensar que han sido una de las principales herramientas de constante presión política utilizadas por Moscú. A ello ha de sumarse también que Rusia no es solo el principal socio comercial, donde van a parar casi la mitad de las exportaciones bielorrusas, sino que también es el principal acreedor, poseyendo alrededor del 38% de su deuda.

Además de ser su principal socio comercial, Rusia posee alrededor del 38% de la deuda bielorrusa

«Esta clase de rentas otorgaron a Bielorrusia un colchón financiero inesperado, así como la oportunidad de poder realizar una transición –por ejemplo, respecto a la liberalización económica– muy gradual. Incluso le brindó la oportunidad de poder rechazar ciertas reformas de carácter transformador», señala Dobrinsky. Es decir, que las llamadas rentas de lealtad son y han sido, sobre todo, una compra de tiempo por parte del gobierno bielorruso, cuya reticencia a las reformas es enorme, algo evidente cuando su modelo, calificado a menudo como «capitalismo de Estado», mantiene fuertes ecos soviéticos. Aun sin ser un modelo de planificación central, gran cantidad de la economía radica en las propiedades del Estado, que tiene un altísimo grado de interferencia en la vida económica. Así, la columna vertebral del sistema económico y político bielorruso coinciden casi a la perfección. «La clave es la toma de decisiones piramidal altamente centralizada que tiene el sistema, ya que tiene un gran poder en la cima. Bielorrusia, además, está formada por un sistema presidencial claramente desequilibrado en el que el presidente tiene, de facto, mucho más poder que la rama legislativa. Los miembros del Consejo de Ministros, por ejemplo, sirven tan solo para llevar a cabo los mandatos del presidente», apunta Dobrinsky. Por su parte, según afirma Milosevich, este sistema se constituye, además, por un fuerte grado de clientelismo, ya que «cuenta con la corrupción de unos oligarcas que, en última instancia, dependen directamente del poder de Lukashenko».

protestas bielorrusia

Durante los primeros años del siglo XXI, gracias a su peculiar sistema de transición –que impedía el golpe de un shock económico como el habido en otros lugares–, el país parecía funcionar con relativa solidez y progreso material. Implícitamente, el particular contrato social bielorruso prometía que las autoridades proveerían estabilidad, orden, prosperidad y bajos niveles de desigualdad de renta a la población mientras esta, a cambio, sacrificaba ciertos derechos y libertades. Estas promesas, sin embargo, han demostrado ser falsas, radicando aquí parte de un conflicto que, aunque es principalmente político, no puede sustraerse a una realidad económica que lo impregna absolutamente todo. Es posible observar, por ejemplo, cómo el PIB per cápita, utilizado comúnmente para medir la riqueza nacional, lleva estancado varios años como uno de los más bajos entre los países fronterizos. El sueldo medio del país, según datos oficiales del Comité Estadístico Nacional de la República de Bielorrusia, es de unos 400 euros, mientras que el precio del alquiler de un apartamento de una habitación puede llegar, fuera del centro de las ciudades, a casi la mitad del sueldo medio. A esto se suma el supuesto fracaso que, algunos, otorgan a la política contra la pobreza. Así, mientras las cifras oficiales de 2016 fijan la media de pobreza nacional en un 5,7%, el Centro Bielorruso de Investigación y Divulgación Económica (BEROC) sostiene que dicha cifra no es legítima, y que el verdadero número relativo a la pobreza se sitúa, para el mismo año, alrededor de un 30%. Incluso los frecuentes incrementos de salarios en el sector público han sido contraproducentes, pues en lugar de cumplir sus objetivos, lo que han causado ha sido un fuerte aumento de la inflación y una potente depreciación de la moneda nacional. Cabe añadir, además, la sujeción al propio mercado ruso: si bien entre 1996 y 2008 el país disfrutó de un alto crecimiento, a partir de dicho año la economía comenzó a renquear, entre otras cosas, debido al gran aumento de los precios de las exportaciones de gas para Bielorrusia.

Mientras tanto, las manifestaciones continúan y los opositores, a pesar del alto número de detenciones, parecen dispuestos a permanecer completamente impasibles en sus reclamaciones. Bielorrusia parece hallarse, ahora, bajo dos peligrosos factores que pueden apretar con demasiada fuerza la soga: el último dictador de Europa y el que fuera, hasta hace apenas unas décadas, el último imperio de Europa.

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