Opinión

La posverdad somos nosotros

«La gran diferencia de la posverdad con respecto a la mentira radica en la disponibilidad del individuo a aceptar el engaño», escribe Joaquín Müller-Thyssen, exdirector de la Fundéu BBVA, en esta tribuna para Ethic.

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25
mayo
2018

Cuando, a finales del 2016, el diccionario Oxford eligió post-truth como palabra del año, su alternativa en español, posverdad, se incorporó rápidamente a nuestra lengua para nombrar a un fenómeno que muchos contemplábamos perplejos. La lengua suele ser muy precisa y aquí el prefijo post- no encierra su sentido habitual de posterioridad, como sí ocurre en posguerra, sino que da el sentido de superación del concepto designado, la verdad, que pasa a considerarse irrelevante o carente de importancia. Es lo mismo que sucede, por ejemplo, con la voz posindustrial, que define el periodo en el que la gran industria continúa, pero ha sido desplazada o ha perdido relevancia frente a otro sector, el de las tecnologías. Y es aquí donde uno debe comenzar a preguntarse qué es lo que ha desplazado a la verdad. Los expertos lo achacan a la fuerza que han tomado en nuestro mundo las emociones frente a la objetividad de los hechos, pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Conviene señalar que la posverdad es algo distinto de la mentira. La mentira, como dice el filósofo americano David Livingstone Smith, es una habilidad que crece en lo más profundo de uno mismo. Es un factor evolutivo ventajoso, que siempre ha estado entre nosotros. La posverdad, sin embargo, no es tanto una presentación falseada de una manera simplista de los hechos como un aprovechamiento descarnado de la actitud acrítica que tiene el sujeto receptor del mensaje, al que no le importa que le distorsionen la realidad porque ya hace tiempo que no espera la verdad del emisor. El sujeto receptor es un descreído que se ha rendido ante la manipulación de la realidad.

«La gran diferencia de la posverdad con respecto a la mentira radica en la disponibilidad del individuo a aceptar el engaño»

En este mundo del disparate, se apela directamente y sin cortapisas a las filias y las fobias del destinatario del mensaje, al que los datos le aburren, las estadísticas le confunden y hasta agradece un relato de la realidad que convierta la verdad de los hechos en una manipulada verdad de las pasiones. Nunca antes ha sido tan fácil ser engañado, pues, como indica el periodista mexicano Esteban Illades en su último libro, a la censura y el espionaje se han sumado la sobreinformación y las fake news. En este escenario que parece sacado de una distopía orwelliana, la ética periodística, la contrastación de los hechos y el rigor yacen como reliquias olvidadas.

El fenómeno tiene importantes consecuencias en la definición del mundo. La difusión de noticias falsas contribuyó a que Donald Trump ganara la Presidencia de los Estados Unidos y el brexit se sirvió de los llamamientos a las emociones para triunfar en el Reino Unido. Es sorprendente ver cómo creemos en datos imposibles y negamos evidencias irrefutables. La gran diferencia de la posverdad con respecto a la mentira radica, por tanto, en la disponibilidad del individuo a aceptar el engaño, quizás porque hoy la realidad es tan compleja que nos cuesta entenderla y somos más proclives a dejarnos convencer.

«La posverdad es un aprovechamiento descarnado de la actitud acrítica que tiene el sujeto receptor del mensaje»

Al parecer, fue el cineasta Steve Tesich quien utilizó por primera vez el término posverdad en un artículo publicado en 1992 en la revista The Nation, en el que hablaba de la primera guerra del Golfo y en el que decía: «Nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posverdad». Tesich habla del desplazamiento de la verdad como fruto de una elección libre de un pueblo libre cuando parece más una claudicación de la ciudadanía, una renuncia resignada al engaño, un acto de sumisión consciente o una rendición ante el poder de las grandes corporaciones.

Diría que todo en este mundo tiene una vis comercial que ha convertido en armas muy válidas las argucias que la publicidad y la mercadotecnia han ido desarrollando a lo largo de las últimas décadas. Emblemática es, en este sentido, la campaña de Apple de 1997 «Think different», en la que Steve Jobs renuncia a contar las características del producto y acude a otras cuestiones, aparentemente muy valoradas, para venderlo; o mucho antes, en 1988, en Chile, en la campaña del referéndum para la permanencia de Pinochet, la izquierda sucumbe ante un publicista (hijo del exilio y del partido comunista) que no les permite referirse al pasado y al dolor causado por el dictador y les fuerza a una campaña de ilusión, de escenas de caballos galopando por el campo y de gente guapa y joven merendando alegremente. La izquierda renuncia a la verdad para asegurarse la victoria, en este caso, necesaria. La campaña deja de dirigirla la política para asumirla la publicidad. La gente no quiere negatividad ni problemas ni dolor. Quiere la Coca-Cola en el mundo feliz, hippie y natural que inventa Don Draper al final de la magnífica serie Mad Men. Hemos forjado una sociedad, la nuestra, con un modelo de moral derivado de la consecución del éxito y de la felicidad a través del consumo, relegando otros valores, como el de la verdad, a la intrascendencia.

(*) Este artículo es una adaptación del discurso que Müller-Thyssen pronunció en el foro sobre posverdad organizado por Marcas con Valores y Ethic.

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