Educación

La sociedad del aprendizaje

¿Debemos educar para lo que hay, para lo que es probable que haya o para lo que sería deseable que hubiera? A sus ochenta años, José Antonio Marina resume sus investigaciones y experiencias en ‘Proyecto Centauro. La nueva frontera educativa’, un nuevo libro en el que busca mejorar el porvenir de nuestros alumnos, hijos, nietos y, a través de ellos, de nuestros bisnietos.

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23
septiembre
2020

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Nuestro entorno cambia aceleradamente y el sistema educativo tiene que decidir qué se debe enseñar para que nuestros alumnos e hijos no se queden marginados socialmente, ni subdesarrollados personalmente. Los cambios van a estar basados, sobre todo, en la tecnología, y la educación tendrá que acomodarse a ellos y aprovecharlos. La nanotecnología, la ingeniería genética, las ciencias de la computación, la inteligencia artificial… van a cambiar nuestro modo de vivir y de pensar. Aceptarlo sumisamente supone ir a remolque de la tecnología, dejar que sea ella la que nos indique el camino. Pero rebelarse parece absurdo dadas las posibilidades que nos ofrece. Entiendo la palabra «tecnología» como contracción de otras dos: «técnica» e «ideología». No es la técnica, sino un modo de interpretar el mundo a través de la técnica. La naturaleza va quedando cada vez más lejana. Incluso los maíces que cultivo son ya híbridos de naturaleza y técnica. La minúscula mazorca original está muy lejos. De lo que ya se está hablando es de que los próximos humanos también van a estar muy lejos de la naturaleza humana original.

Si educamos en esa ideología, seremos incapaces de fomentar un pensamiento crítico capaz de evaluarla. Pero si no educamos en esa ideología estaremos haciéndolo para un mundo inexistente. Desde Silicon Valley, Vinod Khosla, cofundador de Sun Microsystems, defiende que el estudio de las tecnologías digitales es más importante que el de las humanidades. La razón que da parece contundente. «¿Debe un francés estudiar francés? Sí, porque vive en Francia. Pues si vivimos en un mundo computarizado, tendremos que estudiar computación». Lo explica con más detalle: «Aunque Jane Austen y Shakespeare puedan ser importantes, hay muchas otras cosas que son con mucho más relevantes para formar un ciudadano inteligente, que aprenda continuamente, y un ser humano más adaptable a un mundo cada vez más complejo, diverso y dinámico. Cuando la tasa de cambio es alta, necesitamos altas tasas de cambio en educación» (V. Khosla, Is majoring in liberal arts a mistake for students?). ¿Tenemos alguna respuesta que no sea puramente retórica a esa postergación de las humanidades? En la permanente carrera entre educación y tecnología, la tecnología está venciendo con claridad (C. Goldin y L. F. Katz, The Race between Education and Technology, Harvard University Press, Cambridge, 2009). Como expondré en los capítulos finales, no creo que este sea un destino inevitable. Sucederá si enfrentamos humanismo a tecnología, pero lo evitaremos si tenemos el suficiente talento para integrar la técnica en un humanismo más poderoso. Recuerden esta expresión: «humanismo de tercera generación», para reconocerla cuando vuelva a aparecer a lo largo de mi argumento. Entre tecnificar la humanidad o humanizar la tecnología, prefiero lo segundo, pero, como dice un refrán castellano, fruto de una experimentada inteligencia práctica, «una cosa es predicar y otra dar trigo». ¿Cómo podemos realizar esa utópica humanización de la técnica, sin perder su prodigiosa eficacia, ni abandonarnos a ella?

«Entre tecnificar la humanidad o humanizar la tecnología, prefiero lo segundo»

El momento histórico en que vivimos confiere a la educación un protagonismo nuevo y exigente. Hemos entrado en la sociedad del aprendizaje, regida por una ley implacable. «Toda persona, toda organización y toda sociedad, para sobrevivir, tiene que aprender al menos a la misma velocidad con la que cambia el entorno. Y si quiere progresar, tendrá que hacerlo a más velocidad». Nosotros, docentes, padres o abuelos, también. Se impone la educación a lo largo de toda la vida. Pero no sabemos cómo hacerlo, ni quién lo va a hacer. Lo más probable es que sean las grandes empresas de informática, mucho más ágiles que los sistemas públicos de educación. Mientras estos discuten, como en el caso español, si son galgos o podencos, la liebre se escapa.

Es preciso ser conscientes de que las cosas han cambiado. Hasta ahora, los sistemas educativos habían sido meras correas de transmisión de la sociedad, que indicaba lo que había que trasferir de una generación a otra. Sin embargo, en este momento, la complejidad de la situación, la velocidad del cambio, la diversidad de mensajes, la incertidumbre generalizada, hacen que la sociedad no sepa con claridad lo que debe transmitir. ¿Debemos educar para lo que hay, para lo que es probable que haya o para lo que sería deseable que hubiera? Si todo el mundo está de acuerdo en que la mayor parte de los puestos de trabajo en que van a trabajar nuestros alumnos no están inventados todavía, ¿para qué futuro vamos a prepararlos? Después de muchos años afirmando que las democracias liberales eran la forma de gobierno más perfecta, comienzan a tomar fuerza las «democracias iliberales», autoritarias. ¿Debemos tomar partido en la escuela? Si se nos anuncia la aparición de un mundo transhumano o posthumano, ¿quién va a diseñar la educación necesaria? Miro a mi alrededor y no veo a quién preguntar. Ni políticos, ni padres, ni sacerdotes, ni empresarios, ni científicos, ni técnicos están capacitados para hacerlo, porque cada profesión tratará el asunto desde su punto de vista.

¿Y la psicología? En El bosque pedagógico fui muy crítico con la psicología y la pedagogía actuales. Las acusé de no proporcionar a la escuela modelos claros para orientar su actividad. Afirmé que no tienen una teoría potente sobre el aprendizaje y sobre la memoria, y que sin ella no podemos ni siquiera entender el fenómeno educativo. Más aún, carecen de una comprensión de la acción humana. Además, la imparable fragmentación de las teorías psicológicas impide la elaboración de un modelo de sujeto humano, con lo que a lo más que podemos aspirar es a educar competencias, habilidades, skills, inteligencias múltiples, perdiendo de vista que el objetivo de la educación es facilitar la formación de personalidades capaces de comportarse de una manera que consideramos individual y socialmente valiosa. Sin tener un modelo claro de la «arquitectura del sujeto» estamos favoreciendo una «pedagogía de la hamburguesa». Hemos troceado las facultades humanas y luego no sabemos cómo recomponerlas. Y, sin embargo, nuestra meta no es educar «inteligencias múltiples», sino una persona con competencias múltiples. Para nada sirve reclamar una «educación integral de la personalidad» —como hace incluso nuestra Constitución— si no sabemos en qué consiste, cómo se hace, cuáles son sus posibilidades y sus límites, y cómo debemos evaluarla. Los pensadores antiguos veían la necesidad de visiones integradoras. Hablaban, por ejemplo, de «sabiduría» como gran ciencia para dirigir la vida. Parece sensato aprender de tan sensatas propuestas. Es innegable que nuestros alumnos deben asimilar la cultura existente, pero también lo es que debemos educar personas capaces de prolongarla y mejorarla. No podemos darles un recetario de soluciones porque no las tenemos. Solo podemos fomentar en ellos el talento para que las encuentren. En la Biblia aparece un nombre que siempre me ha resultado sugerente: Benjamín. Significa: «el que pelea sus propias batallas». Un buen consejo educativo. No podemos pelear las batallas de nuestros hijos o alumnos. Tienen que hacerlo ellos.


Este es un fragmento de Proyecto Centauro. La nueva frontera educativa, de José Antonio Marina (Edelvives)

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