Cultura

«Sobreprotegemos a los niños creyendo que los salvamos, pero les dejamos indefensos»

Fotografía

Patricia J. Garcinuño
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29
julio
2020

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Patricia J. Garcinuño

Hay una canción de Nacho Vegas donde una niña le pregunta a su madre qué es lo que comen las brujas. «Leche, galletas y a ti, corazón mío, a ti», le responde. Sergio de Molino (Madrid, 1979) describe con ‘La piel’ (Alfaguara) una historia que bien podría ser un ensayo, una novela o una sucesión de relatos en los que los monstruos y las brujas son los padres –que esto tampoco lo sepan los niños–, narrando en primera persona su relación con la enfermedad –psoriasis– y el momento en que empieza a ser consciente de su propia muerte, siendo todavía un infante de ocho abriles que se había clavado algo en el pie caminando por la playa.


Dices en el libro que «no hay manera de que los muros de la ficción se desmoronen». ¿Por qué desmoronarlos? 

Estoy a favor de que los niños vivan en sus historias y no crean en el mundo de adultos, sino en su realidad y sus fantasías. Esto también viene de la experiencia de mi propio hijo, que es un niño muy descreído al que hay que meterle la ficción. Nos iría mucho mejor si aguantásemos muchos años viviendo dentro de las ficciones, sobre todo de los cuentos infantiles, de los mitos y de las leyendas. Si mantuviéramos la credulidad mucho más tiempo, nuestra vida sería mejor en muchísimos aspectos. Lo que pasa es que, así como hay una obsesión en el mundo moderno por destetar a los niños pronto y por que crezcan muy rápido, también hay una voluntad por sacarlos enseguida de las ficciones y que se sumerjan en la realidad del mundo. Sacamos demasiado pronto a los niños de su infancia, y deberíamos hacer lo contrario: esforzarnos por prolongarla todo lo posible, porque es muy breve y muy fugaz.

No queremos que los niños crean en los monstruos, pero sí en los Reyes Magos.

Tenemos una sobreprotección con lo monstruoso, con el mal, con la cosa satánica… Sobreprotegemos en exceso a los niños creyendo que así los salvamos de algo, pero en realidad les estamos dejando completamente indefensos, porque no les estamos dando las armas para imaginar un mundo verdaderamente siniestro y peligroso. Una de las funciones elementales y clásicas que tienen los cuentos de terror y la tradición de los monstruos es tenerle un poco de miedo al mundo. Pero esta sobreprotección tiene un efecto paradójico, porque al final hacemos más vulnerables a los niños intentando protegerlos: no entendemos que la función de estos cuentos es precisamente forjar y crear esa desconfianza.

«Quien no se desencanta por algo que consigue es porque es profundamente idiota»

En el libro mencionas a Roal Dahl, pero yo me acuerdo de Edgar Allan Poe, que decía que el niño es quien conoce el corazón del hombre…

Los niños tienen esa capacidad, pero porque no tienen rodeos ni hipocresía social, ni entienden nada de la liturgia de las relaciones humanas. Pueden penetrar –de una forma a menudo muy incómoda y a veces desasosegante– en cuestiones y enunciar miedos y sentimientos que a los adultos nos han enseñado a reprimir y a presentar de una forma mucho más edulcorada. Los niños entienden a la primera cosas que a los adultos nos cuesta mucho, porque nos han enseñado a no decirlas, a no mirarlas, a no pronunciarlas… Es un tópico, pero hacerse mayor, en buena medida, es un desaprendizaje, una forma de ir perdiendo ese acceso a la verdad intuitiva que teníamos de niños.

¿Cuándo empezaste a ser consciente de que te estabas haciendo mayor?

En el momento de la escena que describo en el libro, cuando me pincho con una espinita que había playa y que yo confundo con una aguja hipodérmica impregnada de SIDA, en los años ochenta. Creo que es un momento que ha pasado inadvertido en muchos lectores y en las reseñas que voy leyendo. Apenas se menciona o se considera que es algo marginal, y a mí me parece que es un momento revelador del libro, porque lo es también en mi vida: es el momento en el que adquiero la conciencia de la muerte. Creo que todo niño despierta y abandona su infancia cuando es consciente de su propia mortalidad. Los niños no son capaces de concebirlo, incluso aunque vean morir a otro, pero la propia conciencia de la mortalidad es un momento epifánico de revelación que nos sucede a todos en algún momento y que marca una barrera enorme entre la infancia y, poco a poco, su abandono. En mi caso, es ese instante en el que sin explicármelo y sin ningún tipo de justificación o de razón –porque no la había– asumí que me iba a morir, y lo hice con naturalidad, como lo asumen los niños. Igual también protejo mucho la infancia de mi hijo porque tengo la sensación de que yo no fui muy niño. Viví con la idea de hacerme mayor muy pronto y realmente fue así. Creo que hice mal, me pesa mucho y no quiero que mi hijo pase por lo mismo.

El momento del pinchazo sucede cuando tienes ocho años. Pero resulta interesante que te lo callaras, que no se lo dijeras a tus padres. ¿Por qué?

Porque si lo revelas te van a quitar la idea de la cabeza. Las convicciones más íntimas nos las guardamos, no las compartimos por miedo a que nos las echen para atrás. Hay varias formas de religiosidad: muy banales, muy populares… Pero la religiosidad más intensa y más auténtica es la que no se revela, la que se vive en la intimidad del silencio, en el interior.

¿El entorno en el que te criaste era más hostil que el que vive ahora tu hijo?

No, pero creo que es distinto. Todos los padres, desde que somos homo sapiens –y también los mamíferos–, nos desvivimos por instinto por nuestras crías. No creo que haya habido una evolución ni que haya generaciones de padres más despreocupados. Sí hay condicionantes culturales y cosas que van variando, y que unas generaciones dan más importancia a unas cosas, pero no quiere decir en absoluto que haya unos padres más atentos que otros. Todos ellos están programados biológicamente para dar la vida por sus crías en cualquier momento. Mis padres también la daban, como la doy yo con el mío, lo que pasa es que la sociedad en ese momento todavía no estaba tan atomizada como ahora. Pervivían todavía unas formas de socialización muy del antiguo régimen, casi propias de la vida anterior e industrial, con unas familias más extensas, con más hermanos… Y eran unos niños a los que no se les hacía tanto caso no porque se les quisiera menos, sino porque las circunstancias eran otras: un niño tenía que correr y jugar y ocuparse de él mismo. Ahora vivimos en unas ciudades que los han desterrado. Yo jugaba mucho en la calle y sin supervisión paterna, pero hoy eso se ha acabado. Es un caso cultural que tendrá consecuencias sobre los niños y sobre sus personalidades, pero no creo tampoco que seamos peores. Mi infancia tuvo cosas buenas que mi hijo no va a disfrutar, como es esa libertad de explorar el mundo, de apropiarte de tu barrio sin que esté tu padre detrás, pero hay que mirar la balanza: aunque hemos perdido cosas, hemos ganado otras. En ningún caso habría que poner en cuestión la dedicación y la entrega de los padres por sus hijos. Cada uno lo hace lo mejor que puede.

«Cuando no sabemos qué hay más allá, siempre imaginamos que está lleno de monstruos»

Si las ciudades han desterrado a los niños, ¿qué sentido tiene traer un hijo a este mundo?

Tener un niño no es una decisión racional, como no lo son casi ninguna de las cosas que hacemos. Es algo que surge. Yo no me planteé ser padre o no, simplemente lo fui. Llegó un momento en la vida en que eso se impuso. Lo puedes racionalizar, más o menos, pero es una posibilidad biológica que tenemos, aunque cada vez lo hacemos menos. En occidente la natalidad está a la baja, y cuanto más podemos elegir –porque es durante la mayor parte de la historia de la humanidad la gente no ha podido–, cada vez es mayor el porcentaje de la población que decide no tenerlos. Es lógico y normal, pero la decisión de tenerlo no se debe a un cálculo. No lo piensas. La mayoría de las cosas que hacemos en la vida, si las pensamos haciendo un estudio de pros y contras, valorándolo todo bien, no las haríamos nunca, porque todo sale mal y todas las previsiones de futuro siempre son catastróficas y desastrosas. La gente ahora no quiere tener hijos porque prefiere dedicar su vida a otras cosas y es perfectamente legítimo. Los que los hemos tenido no sabemos por qué, no nos arrepentimos. Al menos yo no me arrepiento.

¿Las ciudades y las sociedades también han desterrado a los ancianos?

Completamente. Vivimos en una sociedad que hace dos días vivía un síndrome de Peter Pan en la que, para empezar, nadie quiere ser anciano. Venimos además de la cultura juvenil, y esto sí que es una cosa coyuntural: venimos del mayo del 68, de la exaltación de la juventud y de unos jóvenes que se hicieron muy viejos sin asumir que iban a serlo. Para ellos, la vejez era la mayor putada que les podía pasar en la vida, entonces se dedicaron a negarla. Son los que nos gobiernan todavía, la generación dominante que está ahí y que no acepta su propia vejez ni su propia muerte. A partir de mayo del 68, empezamos a negar que hubiera viejos y una forma de hacerlo fue retirarlos. Lo que hemos vivido en los últimos meses con la pandemia es el resultado de esa negación durante décadas: de repente descubrimos que teníamos a todos los viejos en pudrideros porque no queríamos verlos, porque no sabíamos qué hacer con ellos. Envejecer es condenarte a la soledad, y somos una sociedad que excluye a los niños y a los viejos y los esconde debajo de la alfombra. Y en cuanto llega una crisis como esta, de repente tenemos a los niños en casa y a los viejos que se nos mueren. Esa es la virtud que tienen las grandes crisis, que ponen en evidencia toda la mierda que veníamos arrastrando y que la bonanza nos impedía ver.

A Stalin, según cuentas, no le gustaba que le hablaran en georgiano porque le recordaba a la anciana madre que nunca visitaba en Tiflis…

Eso me llamó muchísimo la atención. No le gustaba nada. Lo dicen muchos testimonios históricos. Yo creo que tenía ese sentimiento de culpa por cómo había abandonado y dejado morir a su madre, que debía ser una pieza –de tal palo, tal astilla– que le había hecho la vida imposible en muchos aspectos.

«Desde una perspectiva urbanita y prejuiciosa, la España vacía ya está poblada por monstruos»

Hablas de la gente mayor que se baña por la mañana en la Playa de la Concha, porque en el agua está su fuente de la eterna juventud. Esto es algo que me ha recordado a la escena de la piscina en Cocoon. No obstante, me pregunto si estos abuelos se desencantarían después de recuperar su ansiada juventud.

Siempre. Y, si no, es que son idiotas. Quien no se desencanta por algo que consigue, en el momento que lo consigue, es que es profundamente idiota. Solo los imbéciles están satisfechos cuando consiguen algo, y dicen: «¡Qué bien! Ya soy lo que yo quiero ser». ¡Nadie es lo que quiere ser! Entonces, en el momento que tengan la sensibilidad suficiente, descubrirán que esa aspiración a la juventud es también absolutamente banal y estúpida. A mí me gustan los viejos prematuros, me caen muy bien, porque no intentan ser jóvenes. Me gusta la gente a la que llaman «señor» en el parque –cuando a unos niños se les sale la pelota y te dicen: «¡Señor! ¿Nos echa la pelota?»– y no se enfada. Desde la perspectiva de un niño todos somos viejos y eso es maravilloso. La gente que en general asume con alegría lo que la vida le ha llevado a ser, trasmite una sabiduría casi druídica en muchos aspectos. Los que no son capaces, siempre están intentado buscar algo. Es una figura que nos gusta mucho, porque como no soportamos la vejez, nos gustan mucho los viejos que se niegan a ser viejos, y enseguida sacamos el reportaje de alguien de noventa años que ha subido el Everest. Esa negación profunda, esa gente que no asume que la insatisfacción es el estado natural, me acaba dando mucha tristeza: se van a morir sin haber asumido nunca el estado de insatisfacción y sin haber disfrutado un solo segundo en su propio cuerpo. Es paradójico, pero uno disfruta cuando sabe que somos unas máquinas cansadas y que eso es lo que hay.

Somos células que venimos del agua, y en ella buscamos nuestra juventud. Sin embargo, terminamos nuestros días bajo tierra o incinerados, aunque luego tiren nuestras cenizas al mar…

Sería bonito morir en un barco y que te arrojen por la borda con unas gaitas escocesas sonando. Es curioso, porque es verdad que nuestra relación con el agua es muy intensa y muy estrecha, porque seguimos siendo animales acuáticos. Los mamíferos salimos del agua en algún momento y dejamos de ser peces para ser animales terrestres, pero no nos hemos adaptado todavía. Por eso nos llevamos el agua con nosotros mismos, porque por dentro estamos llenos de agua. Realmente en ella parece que nos reencontramos con algo, siempre. Esto tiene que ver casi de una forma mística con reencontrarse con la memoria de la especie. En el agua parece que todo se simplifica, y por eso ahí buscamos la juventud y la anulación del pensamiento: buscamos unas emociones muy primigenias, muy sensoriales, muy básicas que nos reconcilian con una animalidad anterior que también tiene que ver simbólicamente con el líquido amniótico de la madre. Somos tan acuáticos que nos gestamos en un entorno acuático. Ese simbolismo eterno, esa búsqueda del baño, para mí era muy importante expresarla en el libro y que estuviera pendiente, no sólo a través de la piel, sino en esa reversión de toda la cultura y sofisticación que nos hemos ido añadiendo en la tierra y que en el baño desaparece por completo.

¿Y el «monstruo con psoriasis» que se disuelve en el agua como una aspirina, desaparece?

Todo monstruo quiere desaparecer. Y la inmersión en el agua, aunque no te deshagas, ya es un intento de camuflaje. Todo monstruo desea anularse y que desaparezca, primero, la causa de su monstruosidad. Y si no puede hacer que desaparezca esa causa, lo hará él mismo. El agua te lleva a eso, a disolverte, a esos peces que vienen a morderte… Y esos cachitos que se van desprendiendo dentro del agua tienen esa parte simbólica del monstruo que intenta conseguir deshacer su monstruosidad.

«Nos iría mejor si aguantásemos muchos años viviendo dentro de los cuentos infantiles»

Afirmas en La piel que los monstruos son misántropos, que tienden a huir, pero como ahora somos más civilizados, contamos sus historias y los convertimos en héroes, no en apestados.

¿Qué van a hacer, si los persiguen y los quieren matar todo el rato? Con lo que juego es con esa idea antropológica y con el mito cultural que intenta relacionar la monstruosidad física con la monstruosidad moral. Ese juego dialéctico, muchas veces, es también el reflejo de cómo ha ido cambiando la sensibilidad cultural y nuestra visión de lo extraño y de la amenaza que no es humana, de cómo hemos ido disociando cada vez más claramente una monstruosidad de otra y cómo podemos todavía jugar a hilar ambas. ¿Hasta qué punto un monstruo que lo es por fuera lo es también por dentro? Es lo que todos los monstruos nos preguntamos en algún momento: hasta qué punto todas estas escamas y todas estas heridas nos deforman y nos escaman también nuestra manera de ser y de relacionarnos con el mundo.

Entonces, si los monstruos quieren apartarse del mundo, ¿significa esto que serán ellos quienes repueblen la «España vacía»?

[Risas] Hombre, los mapas medievales ya sabes que estaban poblados por monstruos y dragones. Cuando no sabemos qué hay más allá, siempre imaginamos que está lleno de monstruos. En La España vacía, precisamente, hablo también de monstruos. En el capítulo de Las Hurdes (Tribus no contactadas), digo que los hurdanos eran percibidos como monstruos, y hago una analogía –los buñuelistas no me la han afeado todavía lo suficiente– en la cual digo que Las Hurdes (Tierra sin pan) no es un falso documental, sino una película de monstruos como King Kong y como las que se hacían entonces, que además sabemos que le gustaban mucho a Buñuel. O como Freaks (La parada de los monstruos), que es casi del mismo año que Las Hurdes (Tierra sin pan). El imaginario de los monstruos está muy ligado a la imagen de los paletos y al imaginario del mundo rural. Con lo cual, no es que los monstruos repoblarán la España vacía, es que desde una perspectiva urbanita, prejuiciosa y ligada a la tradición, la España vacía ya está poblada por monstruos, porque siempre han estado en el campo. Hay una relación entre la monstruosidad de los lobos y el bosque, por ejemplo. Y está también en Drácula, que es un monstruo que viene del campo –de su castillo– para destruir la sofisticación de la ciudad con sus modales bestiales y sus ritos medievales totalmente salvajes.

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