Opinión

Los límites de la empatía

Nuestra capacidad emocional tiene límites, por lo que la empatía, por sí sola, no es suficiente para eliminar las convenciones y normas injustas: necesitamos algo mucho más robusto como la solidaridad.

Ilustración

Mauricio Perugachi
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15
julio
2020

Ilustración

Mauricio Perugachi

Cuando nos hablan de empatía solemos interpretar que es el resultado de un esfuerzo personal por identificarnos con las emociones de otra persona. Sin embargo, hay veces que no solo no nos cuesta trabajo, sino que no podemos evitar empatizar. Si desaparece un niño en nuestro país y vemos en televisión a una pareja de padres que se nos parecen, con una situación que podría ser la nuestra, es casi imposible no sentir una ráfaga de temor e indignación. En cambio, en la otra punta del globo, una guerra ha enterrado ya un millar de niños en lo que va de año, pero nos resulta tan distante en tantos aspectos que la compasión no puede ser sino forzada. Cuantas más fronteras tenga que cruzar la empatía transversal, ya sean de clase, raciales, de género, o incluso de especie, menos efectiva parece ser. Es más fácil ponerse en la piel de un humano que de un mono, de un mono que de una vaca y de una vaca que de una pulga. Primo Levy decía que los campos de concentración alemanes estaban creados para cosificar a los reclusos: los marcaban como ganado, los uniformaban, los alimentaban mal y los anulaban de tal forma que parecía imposible pensar que aquellas personas fueran un uomo (un ser humano). Así era mucho más fácil ejercer aquel nivel de violencia contra ellas.

Ahora parece que lo apostamos todo a la empatía, como en otros tiempos a la razón, aunque desde la Ilustración hemos tenido muchas oportunidades de descubrir sus límites. De hecho, todo el siglo XX es una muestra de la insuficiencia de la razón. Uno de sus fallos es que no podemos estar razonando continuamente todo, por varios motivos: por una parte, no tenemos todos los datos necesarios y, por otra, los seres humanos somos ahorradores cognitivos. Además de ser un enorme desperdicio de energía, sería imposible tener una vida normal si tuviéramos que sopesar los fundamentos éticos de cada acción. Con la empatía pasa algo parecido, nuestra capacidad emocional tiene límites, entre otros, los mismos que la razón: desconocimiento y economía. Sería imposible vivir con normalidad si tuviéramos que acompañar emocionalmente todos los sufrimientos del mundo. Por su puesto que la empatía es importante, es lo que nos convierte en una especie social y permite que vivamos en comunidad. Pero creo que, por sí sola, no es suficiente para eliminar la convenciones y normas injustas. La esclavitud no se abolió en Europa y América porque las personas se volvieron más empáticas de repente, sino porque el diálogo ético y político entre lo universal y lo particular -o entre lo pragmático y lo ideal- condujeron a un cambio en los acuerdos de la comunidad. De hecho, cuando 100 años después los totalitarismos resquebrajaron todos estos contratos, la empatía no evitó que entre 1937 y 1945 se cometieran en Asia y Europa simultáneamente algunos de los crímenes más despiadados y masivos de los que tenemos constancia en la historia de la humanidad. El impacto emocional generado por todo aquello nos llevó a alcanzar un gran acuerdo: La Declaración Universal de Derechos Humanos.

«Cuantas más fronteras tenga que cruzar la empatía, menos efectiva parece ser»

El problema es que estos derechos ni son universales, ni están garantizados jurídicamente para todos los seres humanos. 72 años después aún estamos pendientes de consolidar esta aspiración de justicia, pero no creo que podamos hacerlo apelando a la empatía y la compasión, ya que son estados emocionales y, como tal, volátiles y susceptibles de desaparecer rápidamente. Pueden ser la energía que nos mueva a construirlo, pero no sirven como material de construcción. Para eso necesitamos algo mucho más robusto como, por ejemplo, la solidaridad. Mientras que la empatía está limitada por la voluntad y las circunstancias personales, los únicos límites de la solidaridad son los de aquello que consideramos nuestra comunidad, que puede ser nuestra familia, nuestros allegados, nuestro pueblo, nuestro país o nuestra cultura. Pero también podemos extenderlo a toda la humanidad, o más aún, a toda la vida en el planeta.

Por otra parte, sentir empatía es voluntario, mientras que ser solidario no. Vivimos en comunidad para colaborar, ayudarnos mutuamente y crecer juntos. Si una persona se niega a contribuir, también niega su pertenencia a la comunidad. Por eso, la única alternativa a la solidaridad es no pertenecer a la comunidad. Los seres humanos formamos parte de diferentes comunidades, que son como esferas concéntricas cada vez mayores con las que acordamos relaciones de solidaridad. En las más cercanas, como la familia, el círculo social o el vecindario, estos acuerdos son tácitos y sobreentendidos, más dependientes del afecto que de las normas. Pero cuanto más amplia y diversa es la comunidad más explícitos son los pactos. En el caso del Estado, el acuerdo fundacional es la Constitución, que establece nuestras obligaciones legales y contributivas, así como nuestros derechos como parte de la misma. Las dos siguientes esferas a las que pertenecemos serían, en orden de tamaño, la Comunidad Humana y la Comunidad de la Vida que, curiosamente, no tienen ningún tipo de forma jurídica. Es decir que, a pesar de ser esenciales para nuestra existencia, aún no hemos contraído ninguna clase de obligación con ellas: ni con la totalidad de los seres humanos, ni con la vida en este planeta.

Parecería que el siguiente paso lógico es lograr un Acuerdo de la Comunidad Humana que nos vincule jurídicamente y garantice que todos los seres humanos del planeta nazcan con los mismos derechos, las mismas libertades y aspiren a tener las mismas oportunidades. Pero al hacerlo, deberíamos considerar también nuestra posición como parte de la Congregación de la Vida que es este planeta y establecer cuáles son nuestras obligaciones solidarias con las otras especies y formas biológicas, para que así, esta comunidad sea cada vez más fuerte… y nosotros con ella.

Para lograrlo, me temo que de poco nos servirá la empatía: una pulga, por ejemplo, está tan alejada de mí que comprender sus emociones me resulta casi imposible. Sin embargo, sí puedo ser solidario con ella. Puedo entender que ella y yo estamos unidos por un pacto ancestral más antiguo que cualquier acuerdo social y político, y que, por lo tanto, tengo ciertos compromisos con ella. Comprendo, además, que si falto a mis obligaciones solidarias no me arriesgo ya a ser expulsado de la comunidad, o a ser castigado, como pasa en las comunidades sociales, sino que estoy traicionando la vida, este tesoro de valor infinito, esta singularidad improbable que surgió hace cuatro mil millones de años en una remota esquina de la galaxia.

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