Opinión
Perdona, ¿tienes fuego?: sobre las morales caducas
Si hace tres siglos nadie habría creído que la esclavitud sería abolida, mañana nos parecerá increíble que hoy aún existan personas condenadas a la pobreza y la discriminación por nacer en un determinado lugar.
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COLABORA2020
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En el instituto era habitual fumar durante la pausa entre asignaturas. Los profesores pasaban por delante y no nos decían nada. No sé si iba contra las normas del centro, pero lo cierto es que el ambiente era bastante permisivo. En la facultad fue todavía más hiperbólico: fumábamos durante las clases, en los exámenes, en los talleres, en los pasillos… No hace tanto de aquello –este siglo ya sumaba años– pero, cuando lo recuerdo, ahora me parece casi imposible. ¿Cómo podíamos ser tan incívicos, tan salvajes, tan inhumanos?
Mi mujer y yo lo recordamos a menudo. Aunque ahora somos dos exfumadores arrepentidos, nos conocimos gracias al tabaco. Yo me olvidaba el mechero para poder pedirle fuego y hablar con ella. En aquella época, el tabaco era todavía una realidad social normalizada y tolerada por quienes no fumaban. ¡Pero si yo he fumado hasta en un avión! Hoy no solo está prohibido, sino que no duraría ni dos segundos sin que todo el avión se me echase encima llamándome la atención de muy malas maneras, y con razón.
Hay innumerables evidencias de que el tabaco produce enfermedades a los fumadores pasivos, y el derecho a la salud y la vida de los demás pasajeros debe estar por encima de mi libertad o de mis costumbres. Eso lo sabemos ahora y hace veinte años. ¿Qué es, entonces, lo que ha cambiado? Nuestra mirada. El universo moral está cambiando continuamente, mucho más rápido de lo que gira la tierra alrededor del Sol. Tendemos, sin embargo, a percibir el clima moral como un fotograma congelado. No notamos sus rápidas transformaciones, igual que no percibimos el movimiento de traslación, aunque sí sufrimos sus efectos. Cuando estamos en verano parecería que el calor fuera a durar eternamente, hasta que un día, de repente, llega el frío.
Si vemos una película de principios de los 2000, observaremos que responden al móvil mientras van al volante y, si es de los 80, advertiremos que conducen a pesar de haber bebido alcohol. Cuando yo era joven, la tasa máxima de alcohol era el equivalente a tres copas de vino. Quien las hubiera bebido hoy pasaría la noche en el calabozo y sería citado a un juicio rápido. Se me ocurre otro ejemplo: en su foto más icónica, Albert Camus sostiene un cigarrillo en la boca, detalle que hoy percibimos con cierto aire de rebeldía, aunque en su día era más bien un signo de intelectualidad. O incluso aquel «¿me das fuego?» tan cómplice y entrañable entre mi mujer y yo, nos parece ahora de otra época, añejo como un fotograma congelado de Humphrey Bogart y Lauren Bacall.
«Las percepciones éticas cambian a medida que lo hacen las evidencias científicas»
Las percepciones éticas cambian a medida que lo hacen las evidencias científicas. Cuando Robert Koch descubrió que las enfermedades eran causadas por microorganismos, la ética de la higiene se transformó completamente. De eso hace poco más de cien años, pero si nos vamos dos siglos atrás, encontramos que la esclavitud era una práctica establecida y aceptada, incluso por algunos filósofos, quienes no dudaban en recurrir a Aristóteles para defenderla –«quien por una ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo», defendía–.
Leer hoy estas palabras, con la mirada predispuesta por el acuerdo social de nuestras constituciones, por la aspiración de los derechos humanos y por la creencia en principios éticos universales, nos produce en los ojos el mismo efecto que la cuchilla de Un perro andaluz. Sin embargo, no hace tanto que se abolió la esclavitud en España, concretamente en 1837 –tan solo tres décadas antes que en los Estados Unidos– y no sucedió de la noche a la mañana. Fue necesario un esfuerzo enorme y sostenido en el tiempo del movimiento abolicionista, a pesar de que el pensamiento ilustrado reconocía ya una dignidad universal a todas las personas, y no fue hasta que esos diseños y proyecciones éticas se transformaron en construcciones jurídicas –leyes– cuando la moral común cambió completamente.
Gracias a todos esos sudores, a toda esa energía transformadora que impulsa la historia hacia la razón y la justicia, algunas personas vivimos en paraísos éticos y jurídicos. Pero no todas: algunas nacen condenadas a la pobreza y la discriminación, con menos derechos y libertades de origen. Asumimos que esto es así –y que debe ser así– tan solo porque han nacido en Estados distintos, pero, ¿qué diferencia hay entre esto y justificar que algunos son esclavos por haber nacido naturalmente así?
Hay que ponerle fecha de caducidad a esta moral obsoleta. Parece una tarea irrealizable, lo sé, pero no encuentro más que razones para la esperanza. La perspectiva ética está cambiando a toda velocidad, aunque nos pase tan desapercibido como el cambio de la primavera al verano. Nadie en su sano juicio hubiera dicho hace tan solo tres siglos que una institución tan antigua como la esclavitud sería abolida. Nadie hubiera creído hace treinta años que algún día las clases, lo hospitales, y los restaurantes quedarían libres del molesto humo. Pero hoy es nuestra realidad. Cada vez somos más las personas dispuestas a dar la vida por ese otro sueño y, cuando lo hayamos conseguido –que lo haremos– miraremos con asombro a este fotograma congelado de la historia y nos preguntaremos, incrédulos, cómo pudimos ser tan incívicos, tan salvajes, tan inhumanos.
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