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Una enfermera frente al COVID-19: El otro lado del bordado

«Las ganas de enfrentarse a tu trabajo van en descenso cuando, todos los días, ir al hospital, supone una lucha constante para disponer de un EPI que cumpla con la normativa, que proteja del contagio, que permita realizar mi trabajo con la máxima seguridad para todos», cuenta una enfermera del sistema de salud madrileño.

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28
mayo
2020

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Era pequeña cuando tomé una decisión cargada de ilusión, humanidad y bondad, sin saber muy bien todavía lo que era el mundo real. Quería curar a la gente. Tenía una idea firme que me acompañó toda la adolescencia. Pasó el tiempo, me convertí en enfermera y he recorrido muchos de los hospitales, residencias y clínicas de la Comunidad de Madrid, luchando por eso que siempre había soñado ser. No me importaba que me ofreciesen contratos basura, suplencias de días y sueldos de risa, yo buscaba mi sueño.

Llegó el día en el que metí la cabeza en la sanidad pública. Me ofrecieron un buen contrato en uno de los hospitales grandes y en un servicio que me apasionaba. Tras seis años trabajando allí, la ilusión se fue.

«Tras seis años trabajando en un hospital público de Madrid, la ilusión se fue»

La hora de entrar a trabajar llega con un nudo en la garganta, muchas emociones y preguntas en mi cabeza. ¿Tendré mascarilla buena? ¿Gafas? ¿Bata? ¿Me infectaré hoy? ¿Cuántos pacientes llevaré? En momentos de crisis te das cuenta de lo que eres en el hospital: peones de una partida de ajedrez. Da igual si caes, nadie se preocupa; lo único que importa es el trabajo y que salgan los números que se esperan.

No quiero que me digan que tengo mucho valor, que soy una heroína, que me suban el sueldo, que me regalen los oídos por lo bien que trabajamos. Solo pido que me den el material imprescindible para no contagiarme y que, cuando lo pida, no me llamen histérica y ansiosa. ¿Cómo pueden decirme eso cuando estoy viendo a demasiada gente morir y cuando muchas compañeras han tenido que dejar de trabajar tras dar positivo en sus PCR?

Las ganas de enfrentarse a tu trabajo van en descenso cuando, todos los días, ir al hospital, supone una lucha constante para disponer de un EPI que cumpla con la normativa, que proteja del contagio, que permita realizar mi trabajo con la máxima seguridad para todos. Las fuerzas son las justas, y la rabia y la desilusión van en ascenso al ver que, de quienes esperas que te protejan y velen por el personal a su mando, se ponen de lado de los de arriba y admiten la situación como correcta.

«No quiero que me digan que soy una heroína»

Tampoco anima ver cómo el esfuerzo de las compañeras que se incorporaron en los momentos más difíciles, para ayudar y sacar adelante el ingente, duro y difícil trabajo que supone esta pandemia, ahora que se ha logrado contener la hemorragia de pacientes, no es reconocido, se les rescinden los contratos y se les envía al paro. «Ya no son necesarias», dicen algunos a pesar de que se haya visto la precariedad de personal que tiene la sanidad madrileña. No nos olvidemos: todavía no se sabe cómo va a evolucionar esta pandemia en un futuro no muy lejano.

Gracias, pandemia, por haberme forzado a darle la vuelta al bordado para ver toda esa maraña de hilos caóticos que es en realidad la vida. Hilos como intereses, ideologías, miserias, la deshumanización de las instituciones… Gracias por quitarme las ganas de seguir siendo enfermera. Mi escala de valores morales y profesionales está muy lejos de lo que he vivido estos meses.


Duna Martínez es el nombre ficticio de una enfermera del sistema de salud madrileño que ha querido compartir su experiencia desde las trincheras del COVID-19.

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