Opinión

Volver a los clásicos para escribir de nuevo la historia

En unos tiempos difíciles para todos, con dirigentes que sepan orientarse en la navegación, hay que trabajar al estilo olivar, es decir, dando frutos sin hacer ostentación de flores.

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13
abril
2020

Nueve de la mañana del 8 de abril. A esa hora, el gran supermercado abre sus puertas con setenta y cuatro personas haciendo cola en el aparcamiento al aire libre. Llegué hace veintitrés minutos y he tenido fortuna, seré el quinto en entrar. Los clientes, casi todos con guantes y mascarilla, guardan una prudencial distancia. No hay tráfico y se oye el silencio porque nadie habla, extrañamente tampoco por el móvil. Todos nos conformamos con la espera a la que, mal que bien, nos ha acostumbrado el confinamiento y sus circunstancias. Más que resignación, que también, impera una tranquilidad que asusta porque todos sabemos, o no, que son tiempos «inexperimentados» –como dice Lledó–, preludio de otros que no podemos o queremos imaginar y que, sin duda deberán ser de mucho esfuerzo y trabajo. Por eso, por lo que se avecina, en esta cola del supermercado se respira calma chicha, una quietud como la que hacia desesperar a los marineros ante la ausencia de viento.

A los ciudadanos –muchos ya desesperados– les preocupa saber cómo vamos a salir de esta y qué serán capaces de hacer nuestros dirigentes cuando hayamos vencido a la pandemia y, además de recuperarnos, necesitemos reconstruir nuestra economía y nuestras vidas. En ese proyecto común, además de vientos favorables y ayudas europeas solidarias y sin condiciones, necesitaríamos participar y empujar todos, sin exclusiones ni cortapisas, hombro con hombro. Al fin y al cabo estamos diseñando la sociedad que queremos, distinta y mejor. Precisamente por eso, convendría no ignorar saberes previos, y lejos de la soberbia que atesoran muchos de los que ahora se llaman líderes –políticos, dirigentes empresariales, todólogos, adivinos del ayer y profetas de la nada, incluso influencers–, deberíamos volver los ojos hacia Stuart Mill y hacia su obra, su gran legado. En tiempos difíciles, nuestra obligación es profundizar en los clásicos: si no se avanza recordando, se tropieza. Ningún proyecto se puede construir desde el olvido o el desdén.

«Los dirigentes deberían darse cuenta de que algunas opiniones, aunque las reduzcamos al silencio, pueden ser verdaderas»

«Negarse a oír una opinión porque se está seguro de que es falsa equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta. Toda negativa a una discusión implica una presunción de infalibilidad», escribió Mill en Sobre la libertad, publicado hace siglo y medio. Es cierto que, al final, alguien tiene que tomar la ultima decisión y, en democracia, someterla a las instituciones que sean pertinentes y, una vez aprobada por el Parlamento, aplicarla y responder de su aplicación. Todos tenemos el derecho y el deber de ser responsables, y la necesidad de serlo si queremos permanecer libres, porque quien tiene el poder siempre es tributario de responsabilidad. Por eso, precisamente, conviene escuchar otras opiniones, aunque sean opuestas y divergentes. «Los hombres no son infalibles; que sus verdades, en la mayor parte, no son más que verdades a medias; que la unanimidad de opinión no es deseable, a menos que resulte de la más completa y libre comparación de opiniones opuestas, y que la diversidad no es un mal, sino un bien», aconsejó Stuart Mill. Los dirigentes deberían darse cuenta de que algunas opiniones, aunque las reduzcamos al silencio, pueden ser verdaderas y de que, con frecuencia, cualquier opinión guarda siempre una porción de verdad. Por eso hay que buscar la contradicción y el diálogo. Los políticos, todos ellos, tendrían que saber que no son dueños de nada, tan solo son depositarios de una historia y gestores de un patrimonio común y, en primer lugar, sus responsables: su obligación es velar por el bienestar de todos los ciudadanos, luchando contra la desigualdad, un virus que corrompe a las sociedades desde dentro.

Tenemos la oportunidad de aprender a pensar de nuevo el Estado, como nos aconsejó Tony Judt, porque «con el tiempo, el mercado se convierte en su peor enemigo». La pandemia –con sus carencias, engaños y subastas del necesario material sanitario que se han vendido al mejor postor– ha demostrado que «el mercado y el libre juego de los intereses privados no redundan en el beneficio colectivo». Por eso crece la desigualdad y la convicción de que los bienes y servicios públicos, para seguir siéndolo, deben financiarse con fondos públicos.

En este cambio de época no debemos tener miedo pues, como decía Séneca, «temor es servidumbre», y no puede ser honesto lo que no es libre. Tampoco deberíamos engañarnos ni limitarnos a debates maniqueos, porque buscar culpables o inocentes no es la tarea que nos toca. Tendremos que hablar de responsabilidad reconociendo nuestros errores y defectos y poniendo las bases para corregirlos y evitar su repetición. Hay que ser honestos porque «ningún viento es favorable a quien ignora a qué puerto se dirige», como también mantenía Séneca. Con dirigentes que destaquen ejemplarmente y sepan orientarse en la navegación, hay que trabajar al estilo olivar, dando frutos sin hacer ostentación de flores, porque la tarea que nos aguarda es común, de todos y cada uno, y una historia inconclusa. O, como escribió Vargas Llosa, «tenemos que seguir soñando la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible».

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