Medio Ambiente

El subsuelo: una historia natural de la vida subterránea

Hemos dedicado más recursos y esfuerzo a examinar pequeñas parcelas de la superficie lunar o de la de Marte que a explorar el hábitat subterráneo de nuestro planeta, pese a su desbordante riqueza natural. David W. Wolfe bucea en las profundidades de la tierra en ‘El subsuelo: una historia natural de la vida subterránea’ (Seix Barral).

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29
octubre
2019

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No hace falta aventurarse mucho en el subsuelo para llevar a cabo nuevos descubrimientos. Sales al jardín, por ejemplo, hundes el índice y el pulgar en la zona de las raíces de una mata de hierbas y sacas un pellizco de tierra. Lo más seguro es que tengas en la mano alrededor de mil millones de organismos vivos, unas diez mil especies diferentes de microorganismos, la mayoría todavía sin nombrar, catalogar ni entender. Entretejidas con los miles de raicillas de la hierba que podemos observar a simple vista existen madejas de unos filamentos microscópicos y parecidas a tela de araña llamados hifas micóticas, cuya longitud total no se mide en centímetros sino en kilómetros. Y todo esto en un simple pellizco de tierra. En un puñado de suelo normal y corriente hay más criaturas que humanos en el planeta entero, y quizá cientos de kilómetros de microscópicas hifas de hongos asociados.

Muchos científicos entusiasmados con el estudio de la ecología del suelo han reclutado a pequeños ejércitos de estudiantes de posgrado y lo han hecho patearse bosques y praderas con la misión de compilar un inventario completo de la vida subterránea. En una extensión de un metro cuadrado, sus estudios habitualmente desvelan la presencia de miles de millones de unos gusanos cilíndricos microscópicos llamados nematodos; entre una docena y varios centenares de lombrices de tierra, mucho más grandes; y entre cien mil y medio millón de insectos y otros artrópodos (especies con exoesqueleto duro). Y esto sin contar las cifras astronómicas de especias de hongos, organismos unicelulares como bacterias y protozoos y otras criaturas que no encajan en estos grandes grupos. La mayor parte de estos organismos son minúsculos y solo se pueden ver con lentes de aumento. Otras muchas especies desafían toda clasificación; simplemente no se las ha descrito nunca. Incluso en áreas bien estudiadas, seguimos encontrando de forma rutinaria artrópodos nuevos y otras especies multicelulares de función desconocida.

«Con cada nuevo descubrimiento se hace más evidente que el nicho ocupado por el ‘Homo sapiens’ es más frágil de lo que pensábamos antaño»

Las cifras son mareantes, la biodiversidad es fascinante y ningún otro hábitat de la Tierra sobrepasa este potencial de descubrimientos. Y, sin embargo, hemos dedicado más recursos y esfuerzo a examinar pequeñas parcelas de la superficie lunar o de la de Marte que a explorar el hábitat subterráneo de nuestro planeta. Las palabras de Leonardo da Vinci son tan aplicables hoy como hace quinientos años. «Sabemos más del movimiento de los cuerpos celestes que del suelo que pisamos». Incluso en los laboratorios más modernos, los científicos tienen suerte si consiguen crear la mezcla de nutrientes y las condiciones adecuadas para cultivar y estudiar un uno por ciento de los microorganismos que se encuentran en una muestra típica de suelo. Esta tasa de éxito tan baja se debe en la parte a la compleja interdependencia entre los organismos del subsuelo (edáficos). No pueden sobrevivir cuando se los aísla de sus vecinos. Hasta hace muy poco no sabíamos casi nada sobre el 99 por ciento de los microorganismos del suelo que no podíamos criar en cautividad, poco más que el aspecto que tenían bajo el microscopio sus restos celulares.

[…] Cada incursión en el subsuelo nos lleva a un territorio inexplorado y lleno de inesperados placeres. Nos viene a la cabeza el comentario de Alicia cuando deambula por el País de las Maravillas: «curiosesco y curiosesco». Los libros de texto no consiguen ponerse al día lo bastante deprisa. Nuestras antiguas nociones de biología están siendo puestas patas arriba. Estamos empezando a darnos cuenta de que nuestra cortedad de miras acerca de la vida en el planeta nos ha convertido en chovinistas de la superficie. Los últimos datos científicos sugieren que el total de biomasa de la vida que tenemos bajo los pies es mucho mayor que todo lo que observamos sobre la superficie. A pesar de la preponderancia de nuevas evidencias, el hecho de que nos basemos excesivamente en la experiencia visual para definir nuestra idea de la realidad hace que esta noción nos resulte casi imposible de aceptar. Vemos la densidad de una selva amazónica, o la enormidad de una secuoya gigante, y solo podemos negar con la cabeza con incredulidad ante la posibilidad de otro mundo vivo, de una biosfera subterránea oculta, de una magnitud todavía más inmensa que la vida sobre la superficie.

Con cada nuevo descubrimiento subterráneo, se hace más evidente que el nicho ocupado por el Homo sapiens es más frágil y mucho menos central de lo que pensábamos antaño. Igual que los descubrimientos astronómicos de Copérnico cambiaron para siempre nuestra noción del sitio físico que ocupamos en el universo, nuestro nuevo conocimiento de la magnitud, función y diversidad genética del mundo subterráneo de nuestro planeta va a cambiar para siempre nuestras ideas acerca del lugar que ocupamos en el «árbol de la vida» evolutivo. Esta revolución empezó de forma poco prometedora en los ámbitos de la microbiología y la ecología del suelo, pero se ha extendido hasta las disciplinas mucho más amplias de la evolución y la biología. Por ejemplo, en la actualidad estamos empleando microorganismos del suelo para que combatan enfermedades de las plantas y los seres humanos y para que nos ayuden a limpiar nuestros residuos tóxicos.


Este es un fragmento del libro ‘El subsuelo: una historia natural de la vida subterránea’, de David W. Wolf. (Seix Barral).

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