Opinión

Recuerdos de un verano: de qué nos hablan los muertos

En el cementerio de Normandía, me pregunto cómo es posible que, hoy, dos de los grandes países que sacrificaron muchos de sus jóvenes por recuperar la libertad estén gobernados por personajes tan vulgares como Donald Trump y Boris Johnson.

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26
septiembre
2019
© Robert Capa | Tropas de Asalto de EEUU durante el Desembarco de Normandía | Magnum

Otro verano languidece. La luz ya se atenúa a una hora más temprana y todo invita, pasada la exaltación a la que invita la canícula, al recogimiento. Todo huele a un pasado inmediato que, más pronto que tarde, se confundirá con el recuerdo de otros pretéritos veranos. Entre los recuerdos imborrables que quedarán grabados en la memoria para siempre se encuentra la visita al cementerio americano de Normandía, un lugar donde impera el silencio y el respeto por aquellos jóvenes que murieron por defender la libertad. Tras la entrada en el recinto, la amplia pradera se extiende ante el visitante y, de un verde atlántico, invita a caminar por los pasillos. Sus contornos forman las sencillas cruces blancas y también algunas estrellas de David, del mismo inmaculado blanco, que  forman largas hileras elípticas y filas que se pierden  en la lejanía. Cada una de ellas representa el sacrificio de una vida.

Los jóvenes muertos reposan en un lugar hermoso, en el país donde murieron y que les ha dado el último descanso con los honores que merecen. De cada uno de ellos desconocemos las circunstancias, tanto de su vida antes y durante la guerra como de su muerte. Las podemos imaginar, como también el desgarro de los suyos cuando les comunicaron la fatal noticia. Toda una vida por delante, truncada, quizás por un disparo certero que no les permitió siquiera recitar una última oración, pensar un último deseo antes de dejar este mundo; o quizás cercenada por un sufrimiento agónico tras un dolor insufrible difícil de expresar. Vienen a la memoria los versos de Wifred  Owen, poeta inglés que combatió en la Primera Guerra Mundial y murió en el frente una semana antes de la firma del armisticio: «Si pudieras oír, a cada tumbo, la espuma de sangre vomitada por pulmones podridos,  obscena como el cáncer, amarga como pus, de llagas viles e incurables en lenguas inocentes,  amigo, no contarías, con tanto entusiasmo a los niños que arden ansiosos de gloria, la vieja mentira: Dulce et decorum est  pro patria mori».

«Los huesos de los muertos nos gritan al oído que la entrega de sus vidas no puede haber sido en vano»

Solo sabemos sus nombres, sus apellidos, el sitio donde nacieron o donde residían cuando se alistaron –Texas, Alabama, Ohio, California, New York o cualquier rincón de los Estados Unidos de América–, así como el regimiento, división y batallón del que formaban parte cuando llegaron a las costas normandas para luchar por los ideales, que un día ya lejano, proclamó la República de ese viejo país en el que desembarcaron tras cruzar el Atlántico: Igualdad, Libertad, Fraternidad. En este cementerio-memorial me pregunto cómo es posible que, hoy, dos de los grandes países que sacrificaron muchos de sus jóvenes por recuperar la libertad estén gobernados por personajes tan vulgares, mezquinos, egoístas y zafios como Donald Trump y Boris Johnson.

El lugar invita a rezar una oración por todos aquellos que entregaron su vida por nuestra libertad. Rezar a un Dios, silente, que libre a la humanidad de la  barbarie y que nos libre también, si no es mucho pedir, de tanto sembrador de la iniquidad que campa por el mundo. Los huesos de los muertos nos gritan al oído que la entrega de sus vidas no puede haber sido en vano. El cementerio memorial americano de Normandía permanecerá en la memoria para siempre. Uno echa de menos no haber podido acercarse a las playas del desembarco para rememorar lo ocurrido en aquellos días, no tan lejanos, en que nuestro continente y nuestra civilización se vieron sometidos al aquelarre de una  guerra que sembró la destrucción por toda Europa.

Normandia

De vuelta a lo ordinario, veo de nuevo el documental Sacrificio: del día D a la liberación de París, que impresiona por  el realismo de lo cercano y recupera testimonios directos e imágenes, ahora coloreadas, del avance de las tropas aliadas. En estos batallones –formados por jóvenes americanos, ingleses y canadienses–, desde el cruento desembarco en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944 hasta la liberación de París, el 25 de agosto de 1944, cuatrocientas mil personas perdieron la vida.

Ese itinerario lo siguió igualmente Ernest Hemingway, que tras el desembarco acompañó a las tropas estadounidenses uniéndose al 22º Regimiento en su avance  hacia París. Durante el camino, escribió  a su futura esposa, Mary Welsh, sobre  la «vida muy alegre y divertida, llena de muertos, botines de alemanes, un sinfín de tiros, un sinfín de peleas, setos, pequeñas colinas, caminos polvorientos, paisajes verdes, campos de trigo, vacas muertas, caballos muertos, tanques, cañones de 88 mm, Kraftwagen, y chicos americanos muertos».

Desde entonces ha habido más guerras. Corea, Vietnam, Ruanda, Siria, Sudán, Los Balcanes, Irak, Afganistán, Siria, Libia y tantas otras. Muchos hombres  han dejado testimonio en sus crónicas no solo de imágenes representativas de la más ignominiosa barbarie y del profundo sinsentido de la guerra, sino de conductas de solidaridad y grandeza de espíritu. A ellas es preciso aferrarse como última esperanza, a pesar de que parezca que, ahora que han perdido la cabeza no pocos gobernantes, el destino nos aboque a otra fatal reyerta más pronto que tarde.

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