Opinión
La foto del verano
Si todo es imagen y exceso, si todo es postura y engaño, no queda sitio para la belleza: ni en nuestros cuerpos, ni en nuestras playas, ni en nuestras ciudades, ni siquiera en nuestras relaciones humanas.
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Instagram arde en verano. Millones de personas en todo el mundo nos devanamos los sesos buscando la postura más favorecedora, la luz idónea y el filtro adecuado para lograr la imagen perfecta, ahora que por fin estamos de vacaciones y no tenemos nada mejor que hacer que lucirnos.
No sé si estamos obsesionados o no, pero no podemos evitar que nos fascine la imagen del cuerpo. Algo que parece constante a lo largo de la historia de la humanidad. De Hollywood a La Libertad guiando al pueblo. De la Venus de Botticelli a las crucifixiones medievales. Del Doríforo a los cazadores de Altamira. Puede que ahora tengamos más medios para crearla y reproducirla, pero el interés es, sin duda, el mismo.
El culto al cuerpo, en cambio, tiene una connotación negativa en el imaginario colectivo, como si fuera algo dañino. Me resulta curioso, sobre todo ahora que la dieta y el ejercicio se recetan como una medicina más. Lo que sí causa las dolencias son los abusos: comer demasiado o demasiado poco, no moverse o no poder parar. Y nada tiene que ver esto con el culto al cuerpo, sino con el culto a la imagen y al exceso. Mucho de lo que sea. Mucho pecho, muy delgado, muy fuerte. No nos vale con estar sanos, no: tenemos que ser una versión viviente del Hércules Farnesio. No es suficiente con correr, no: hay que ganar maratones. No nos vale con tener buenos amigos para ser felices, no: necesitamos muchos seguidores y miles de me gusta.
Es el mismo mecanismo que nos ha llevado por el camino contrario. El que ha producido el exceso de grasa y azúcar en la comida que consumimos, el que ha creado las hamburguesas y bebidas XL. Sí, siempre más. La economía tiene que crecer. Las acciones tienen que subir. Necesitamos beneficios para repartir dividendos. Y es que nuestra misma forma de vida está asentada en el exceso: mucho de lo que sea, y cada vez más.
«La imagen del cuerpo, sin el cuerpo, no es otra cosa que un espectro monstruoso»
Es el culto al exceso -y no al cuerpo- lo que produce enfermedades como la anorexia, la bulimia y la vigorexia. Cultivar el cuerpo, en cambio, requiere equilibrio, paciencia y constancia. Requiere virtudes prácticas que imposibilitan por sí mismas estos desórdenes. Algo que sabían y practicaban los griegos, quienes creían -de una forma que a nosotros nos resultaría tremendamente ingenua- que un cuerpo bello era necesariamente reflejo de una conducta bella. Iban sin ropa a las olimpiadas y a los gimnasios, transparentes, sin filtros. Para nosotros en cambio, el cuerpo es otro ropaje más, transitorio, caro, superficial. Algo que podemos manipular a nuestro antojo. Quizá por eso le demos a su culto ese sentido despectivo. Y es que ya no es solo que la imagen del cuerpo no represente a la persona, sino que ya ni siquiera representa al propio cuerpo.
Pero la imagen del cuerpo, sin el cuerpo, no es otra cosa que un espectro monstruoso. Es la especulación y la burbuja financiera que sacudió a la sociedad en el 2008. Es el empaquetado de los supermercados flotando en el Pacífico. Son los sueños ahogados que nos devuelve el Mediterráneo. No deberíamos olvidarnos del cuerpo, porque olvidarse del cuerpo es olvidarse de las personas, de su realidad, de su sufrimiento. Es olvidarnos de este planeta que nos sostiene, de sus océanos y ríos, de sus capas gaseosas, de sus desiertos y selvas, y aún peor, de todos los excesos que vertemos en ellas.
Pensemos en ello la próxima vez que vayamos a sacar la foto del verano, reflexionemos sobre qué queremos reflejar en ella. Porque si todo es imagen y exceso, si todo es postura y engaño, no queda sitio para la belleza: ni en nuestros cuerpos, ni en nuestras playas, ni en nuestras ciudades, ni siquiera en nuestras relaciones humanas.
Construir la sociedad y el planeta en que nos gustaría vivir no es otra cosa que una búsqueda de la belleza. Algo que, afortunadamente, llevamos haciendo mucho tiempo: en Hollywood o en la Florencia renacentista, en la Grecia clásica o en las cuevas de Altamira. Quizá todavía estemos a tiempo de no olvidar cómo encontrarla. Porque por mucho que nos empeñemos en contradecir a nuestros antepasados helenos, la belleza no está en el exceso, ni en los efectos de la imagen, sino que seguirá estando donde siempre ha estado: en el equilibrio y la armonía.
(*) Samuel Gallastegui es doctor en Arte y Tecnología por la Universidad de País Vasco.
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