Opinión
Consumocracia: viabilidad y utopía
«El consumo puede utilizarse como una herramienta de transformación social y medioambiental, pero lograr un cambio profundo del modelo productivo para que no expolie el planeta requiere de la colaboración de todos», escribe la periodista Brenda Chávez.
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Consumir es un acto político por sus implicaciones en nuestra economía y por la influencia que muchas grandes corporaciones poseen en la política. Desde muchos frentes, se pretende que sea compulsivo, emocional y banal, pero califica nuestra sociedad contemporánea como sociedad de consumo, y el hecho de impulsarlo desde finales de la Gran Depresión y tras la Segunda Guerra Mundial reflotó la economía estadounidense e hizo que los medios norteamericanos llamasen por primera vez «consumidores» a sus ciudadanos, apelativo hoy global que nos define a todos casi más que el de seres humanos.
El nuevo concepto de consumocracia remite al empoderamiento actual de algunos consumidores en el mercado a través de un consumo responsable o consciente apoyando bienes, servicios y compañías social y medioambientalmente respetuosas que no persiguen exclusivamente su lucro económico.
Pero el reciente informe de Greenpeace Tu consumo lo cambia todo recoge que la demanda actual de recursos está por encima de la capacidad terrestre para renovarse: se emplean un 50% más que hace 30 años, una media de 60.000 millones de toneladas anuales de materias primas, equivalente al peso de 41.000 edificios como el Empire State Building, cifra escalofriante que podría incrementarse hasta 100.000 millones de toneladas para 2030. Además, el Banco Mundial indica que, si la población global alcanza los 9.600 millones en 2050, necesitaríamos unos tres planetas de recursos para mantener nuestro estilo de vida. En España, casi 3,5 veces nuestro territorio para lo que demandamos.
«Al comprar, votamos con nuestro dinero qué tipo de empresas y sistema productivo queremos»
Y, aunque los consumidores tenemos mucho que ver con ello, existe la tendencia, que Slavoj Žižek llama de «individualizar la culpa», por la que parece que somos los únicos responsables de esta terrible situación (o del cambio climático) y, por tanto, también de su solución a través de la consumocracia, cuando en realidad la responsabilidad fundamental es de la configuración del modelo productivo por la industria, así como de unas leyes y unas políticas públicas que deberían corregir esta deriva que nos lleva a danzar al borde del abismo.
Nuestros hábitos y nuestra capacidad de elección de productos y servicios sostenibles pueden inclinar la balanza a favor de una demanda más racional, con menor impacto, y potenciar una producción, distribución y venta más justas, porque, al comprar, votamos con nuestro dinero qué tipo de empresas y sistema productivo queremos. Pero, aunque el consumo consciente o responsable es una herramienta de transformación socioambiental y un elemento meritocrático que premia lo bien hecho con influencia en la economía real, no es menos cierto que no va a cambiar la macroeconomía mañana, ni los asimétricos Tratados de Libre Comercio, ni demás andamios estructurales neoliberales que perpetúan un modelo productivo injusto y depredador.
La política, las leyes y el sector privado deben fomentar un mejor uso (no un abuso) de los recursos y adoptar iniciativas éticas, justas, sociales y ambientales para llegar a ese objetivo duodécimo de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) de la ONU para 2030 que es el consumo y la producción responsables. Todos somos parte de esta sociedad de consumo que devora el planeta y a los seres que lo habitamos. Los consumidores podemos hacer mucho al empoderarnos, pero no lo podemos cambiar todo solos.
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