Cultura

'Dinerómanos': adictos al capital

Un estudio de la Universidad de Princeton sitúa el fiel de la felicidad en ganar 66.000 euros al año. Ese es el capital que haría falta. El resto parece estéril ambición. ¿Síntomas de una sociedad enferma?

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11
abril
2016

«En mi último año en Wall Street mi bonus fue de 3,6 millones de dólares. Y estaba enfadado porque no era lo suficientemente grande. Entonces tenía 30 años, no tenía niños que criar, ni deudas, y ni ningún objetivo filantrópico rondaba mi cabeza. Quería más dinero por la misma razón que los alcohólicos quieren otro trago: era un adicto».

Estas cuatro frases bien pudieran pasar por el arranque de una novela. Incluso podrían haber formado parte de la narrativa de American Psycho. El texto con el que el escritor estadounidense Bret Easton Ellis descendía, a principios de los años noventa, junto a un yuppi enganchado a los asesinatos múltiples y consumista bulímico, a las cavernas de una sociedad obsesionada por acumular dinero sobre dinero. Pero no. Esas líneas iniciales proceden de Sam Polk, un antiguo gestor de fondos de alto riesgo que hoy capitanea la organización sin ánimo de lucro Groceryships.

Polk consumía dinero con la misma adicción que le proporcionaba el alcohol y la cocaína. Quizá porque estimula idéntica zona del córtex cerebral o quizá porque el capitalismo, en su versión más inmisericorde, representada en el imaginario colectivo por Wall Street, es un artefacto de fracturar vidas. A este abismo se ha asomado durante años el trabajo de Jeffrey Pfeffer, profesor de Comportamiento de las Organizaciones en la Universidad de Stanford (California). Suya es una pieza de referencia en este universo de la avaricia enfermiza: When Does Money Make Money More Important? En el ensayo cartografía el álgebra de esta adicción y también su significado. Esa obsesión «supone que el dinero llega a tener una influencia y un efecto desproporcionado en las personas. Y al contrario de la idea de que posee una utilidad decreciente, su importancia no disminuye cuanto más se acumula. Al revés, aumenta», nos cuenta Pfeffer a través del correo electrónico.

Tanto es así que en ese trabajo del especialista estadounidense se lee una cita de Daniel Vasella −antiguo consejero delegado de la farmacéutica Novartis− que ilumina la oscuridad de una adicción que se adhiere al alma del ser humano como el alquitrán. «La parte más extraña es que cuando más ganaba, más preocupado estaba por el dinero. Cuando de repente no tuve que pensar tanto en él, me sorprendí empezando a pensar cada vez más en él. El dinero corrompe la mente».

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Desde luego el dinero es el material con el que se fabrican muchos de nuestros problemas. Porque el hombre tiene una relación bipolar con él. Un estudio de la Universidad de Princeton sitúa el fiel de la felicidad en ganar al año 75.000 dólares (66.000 euros al cambio actual). Ese es el capital que haría falta. El resto parece estéril ambición. ¿Síntomas de una sociedad enferma? «No creo que vivamos el momento de mayor avaricia de la historia. Siempre ha estado con nosotros. Y no es peor ahora de lo que lo era antes, digamos, en los años ochenta. De hecho quizá se esté reduciendo. Si se fija en los jóvenes multimillonarios de la industria tecnológica, por ejemplo de Silicon Valley, muchos están pensando en cómo pueden hacer el bien con su dinero, no solo se dedican a acumular más», reflexiona Peter Singer, experto en bioética en la Universidad de Princeton.

Y como el hombre no es una isla aislada, ni de su tiempo ni de los demás, esta adición tiene consecuencias en los otros. Diversos informes han trazado la hoja de ruta de cómo la riqueza desmedida influye en la forma en la que miramos y en la que nos ven. Un ensayo de la publicación Psychological Science revela que las personas con bajos ingresos son más empáticas que las que manejan altos patrimonios. Poseen más habilidad para entender los gestos, las expresiones faciales, que los ricos. Será que demasiado dinero congela el rictus.

Michael Kraus, profesor de Comportamiento Organizacional en la Universidad de Yale, es coautor, junto a Dacher Keltner, de ese texto: «Más dinero y educación significa mayor poder, autonomía y a menudo más responsabilidades cognitivas para perseguir y conseguir objetivos. Como resultado, las personas de clase social más alta prestan menos atención al estado mental y las emociones de los otros», relata. Otro trabajo, este de la Universidad de Berkeley (California), confirma que esa brecha se siente incluso en lo más, aparentemente, trivial. En San Francisco, los coches tienen que detenerse al llegar a un paso de cebra y están obligados a ceder el tránsito a las personas. Sin embargo, los conductores de vehículos más caros son menos respetuosos que quienes manejan coches económicos.

El dinero puede convertirse en un viaje a la noche más oscura del alma. Sam Polk cuenta como en enero y febrero −los meses que los bróker de Wall Street reciben sus bonus− se sentía en la sala de negociación de valores donde trabajaba una ansiedad similar a la de los drogadictos que buscan en callejones turbios o en bares de lujo su dosis. Un descenso, para muchos adictos, a los nuevos infiernos del siglo XXI.

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