Opinión

Un cambio de época

«El presente hay que vivirlo con los ojos clavados en el futuro; el mundo nunca se acaba donde alcanza nuestra mirada porque siempre hay un horizonte mas allá».

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17
julio
2014

En su lúcido ensayo sobre la historia, Bertrand Russell afirma que «de todos los estudios que convierten a un hombre en ciudadano de la comunidad intelectual, ninguno es tan indispensable como el del pasado». Un pretérito que, para ser honestos, nunca deberíamos enjuiciar con los ojos del presente; pero conocer la historia, saber cómo y por qué circunstancias nos encontramos en un lugar concreto, comprender el momento que nos ha tocado vivir y aprender las razones por las hemos llegado hasta allí, es la base de del porvenir. Por eso, precisamente, el presente hay que vivirlo con los ojos clavados en el futuro; el mundo nunca se acaba donde alcanza nuestra mirada porque siempre hay un horizonte mas allá. Si no somos capaces de avanzar recordando, tropezamos: ningún proyecto se puede construir desde el olvido, ni con desdén, menos aún cuando nos encontramos definitivamente instalados en la postmodernidad del siglo XXI, en un auténtico cambio de época, no en una época de cambios.

En plena era digital, vivimos tiempos en los que somos adictos a la envidia, a la nivelación por abajo, a la denigración, a lo zafio. La admiración -y más aún, la veneración- se han quedado anticuadas. Como dice Steiner, estamos en la era de la irreverencia. Ser cabal parece privilegio de muy pocos; se ha impuesto el fraude y el engaño, y no solo en lo económico. La mentira se apodera de las relaciones sociales y personales, y hace mangas y capirotes en el mundo de los negocios y la empresa. Un panorama fruto del descreimiento generalizado, de la desafección y falta de confianza en las instituciones y de la poca ilusión por el futuro que en esta sociedad líquida que describió Zygmunt Bauman

nos aguarda a los habitantes del planeta Tierra.

Pareciera como si, de pronto, al convertir el dinero (lo financiero) en un fin en sí mismo, los seres humanos nos hubiéramos perdido el respeto a nosotros mismos y, en consecuencia, olvidado de cumplir nuestros compromisos, una exigencia que siempre va unida a la responsabilidad. El poder conlleva siempre responsabilidad, y quien más tiene y atesora –los que más mandan, que no son los políticos precisamente, aunque también– más y mejor debe hacer frente a sus compromisos. Hay que repudiar a esos líderes que se creen siempre en permanente posesión de la verdad, solo se miran el ombligo y padecen ceguera periférica, olvidando y despreciando lo que ocurre alrededor; y aquellos directivos que, por fatuos e incompetentes, hacen sonrojar a sus colaboradores, a los que habitualmente engañan tanto como perjudican a la empresa o institución para la que trabajan. Y también hay que rechazar a las empresas que transustancian mal. La empresa, motor de progreso y de desarrollo social y económico, es mala cuando transustancia mal. Las buenas empresas transustancian bien, como escribe Luis Meana. Crean buena cultura: los vicios individuales se convierten en bienes colectivos, el propósito en acción, la debilidad en fuerza, las palabras en hechos. Otras empresas transustancian mal: la fuerza se pierde y se convierte en desánimo, el bien común en ambiciones personales incontroladas, el conocimiento en soberbia, los hechos en pura retórica, la solidez en nada. En la deseable paideia del hombre moderno, del ciudadano de una nueva época, ahora como hace más de veinte siglos, deberían reunirse la cultura, la tradición, la educación, la formación, los valores, aspectos todos que son partes de un concepto más general y profundo que también sirve para las empresas y las instituciones: el desarrollo integral de la persona con el adobo de un actuar solidario, decente y cabal, y el añadido de eso que se llama la significación pedagógica del ejemplo y, en tiempos de incertidumbre, con una permanente inquietud intelectual como fuente de progreso.

En un mundo donde parece haberse instalado conscientemente y para siempre (?) la desigualdad, el futuro de los seres humanos esta lleno de incertidumbre y, por tanto, de miedos. Nos estamos volviendo inseguros y vulnerables porque, aunque los conocemos, no sabemos como resolver los graves problemas que nos aquejan y hemos optado por acostumbrarnos y aprender a convivir con ellos, y por eso nos estamos equivocando. Innovación y formación, trabajo, esfuerzo y decencia son las columnas principales sobre las que debe asentarse un porvenir que debe enterrar para siempre el egoísta estilo de vida contemporáneo que hace virtud de la búsqueda del beneficio material, y que tan equivocadamente natural nos resulta.

Y, en estos tiempos, en un cambio de época, cuando la falta de confianza desemboca en la exigencia de transparencia sin límites, y el prefijo i/in se instala entre nosotros como valor negativo o privativo (irresponsables, ineducados, ineficaces, incumplidores, ineficientes, incapaces, impacientes, intolerables, insaciables…), uno se acuerda de Willian Faulkner y de su famoso discurso/reflexión sobre libertades y deberes que hace sesenta y dos años pronuncio en Cleveland. Decía el premio Nobel: «De eso hablo: la responsabilidad. No solo el derecho sino el deber del hombre de ser responsable, la necesidad del hombre de ser responsable si desea permanecer libre; no solo responsable ante otro hombre y de otro hombre, sino ante si mismo; el deber de un hombre, el individuo, cada individuo, todos los individuos, de ser responsables de las consecuencias de sus propios actos, pagar sus propias cuentas, no deberle nada a otro hombre».

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