Cultura

Trap: una nueva mirada a la marginalidad

La vida desde los márgenes siempre ha encontrado una manera de representarse a sí misma en la música y la cultura, desde el cine quinqui a, más recientemente, el trap. Pero, ¿se puede representar con pureza la vida fuera del sistema cuando este te fagocita?

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04
noviembre
2020

El videoclip de Como el agua nos sitúa en medio de un descampado: un puñado de adolescentes desaliñados observan los inofensivos derrapes de un coche viejo de color granate. Se trata de una de las canciones de Pxxr Gvng –cuya traducción vendría a ser «pandilla de pobres»–, una de las formaciones más exitosas del género trap. En el vídeo, el vocalista recorre en bicicleta la zona, desprovisto de su camiseta. Lleva una gorra de un nítido color amarillo por la que se cuela un vivaz mechón de pelo y un grueso collar de oro colgado del cuello. Unos tatuajes ininteligibles esconden la flaqueza de un individuo que, a la vez que pedalea, exhala el humo de un interminable cigarrillo. «Echa la coca en el agua / las papelas se van como el agua […] yo soy un gángster, tengo mis putas», rezan con una voz distorsionada. Se trata de una jungla de grafitis y chándales producto de una calculada imagen de exclusión. «La marginalidad realmente no se suele representar, porque eso es precisamente la marginalidad: un espacio de invisibilidad. El cine quinqui, por ejemplo, es una alternativa a la imagen de la España de La Movida, una especie de cara B tan estereotipada como minoritaria», explica Julio Checa, profesor en la Universidad Carlos III.

«Lo normal en la marginalidad suele ser la condición subalterna. Se trata de individuos o grupos que carecen de voz. No pueden representarse a sí mismos, sino que son representados por otros, que son los que poseen la capacidad de llegar a los medios de comunicación o trabajar en productoras y, cuando se auto-representan, en realidad lo hacen en las esquinas del sistema, donde son residuales. Si en algún momento empiezan a adquirir una posición más relevante y empiezan a ganar dinero y visibilidad… entonces el sistema los fagocita, pero en ese momento ya es complicado hablar de marginalidad». Así, se produce una suerte de enrevesada paradoja: cuando aquellos situados en los márgenes de la sociedad se expresan, no son escuchados, pero cuando finalmente consiguen alzar su voz no es sino porque ya han sido integrados en la propia colectividad. Esta fagocitación es la que se observa, por ejemplo, en las campañas publicitarias del rapero A$AP Rocky para Christian Dior hace tres años, así como en aquella realizada por el trapero Yung Beef –de hecho, miembro de Pxxr Gvng– para Calvin Klein en el año 2016.

De este modo, tal y como afirma Sagrario Martínez, profesora de sociología del arte en la Universidad de Salamanca, la relación de los artistas con sus propias realidades es más compleja de lo que pueda parecer en un primer momento. «Los artistas, en tanto que artífices de bienes que escapan al sentido de la utilidad, han logrado escapar en la obligación de reproducir la realidad social», apunta. Añade, sin embargo, un problema relacionado con el hecho de que la cultura, dentro de un sistema como el actual, es un producto de consumo de masas. «Los artistas se han convertido en marcas, y deben ser fieles a los ideales que representan y a las exigencias de su público. No obstante, en tanto que estrellas, también pueden vender, como Fausto, su alma al diablo –el mercado y las multinacionales, en este caso– y renunciar a sus orígenes», señala. Pero, ¿se puede representar con pureza la marginalidad?

El excéntrico caso del trap

En el caso del trap, uno de los géneros más en boga en los últimos años, la marginalidad debería de ser un ejemplo particularmente evidente: se trata de una derivación de la música rap que apareció a principios de la década de los noventa, en los barrios más pobres de la ciudad norteamericana de Atlanta, donde se hallaban las trap houses, casas donde se producía y vendía todo tipo de drogas, principalmente crack. Un submundo tan alternativo como problemático. «La cultura del trap es cruda. El que haga trap tiene que hablar de cosas prohibidas porque es un tipo de música de la calle», declaraba a EFE el trapero portorriqueño Lary Over hace dos años.

A pesar de todo, el análisis no es tan sencillo. «Generalmente, la gente que quiere transmitir una imagen marginal normalmente no lo es. Cabe fijarse en la historia del hip-hop o en el gangsta rap [subgénero del rap]: muchos eran de barrios peligrosos como Compton, pero ellos no eran gángsters», señala Iñaki Domínguez, autor del libro Macarras Interseculares. «El caso de la banda Pxxr Gvng probablemente esté dentro de ese universo simbólico del trap, que está asociado a la estética del rap norteamericano. Yo cuestionaría el nivel de marginalidad que hay ahí, ya que ellos probablemente están exagerando o reforzando esos puntos que pueden llegar a haber vivido. Pero hay incluso algunos músicos de este perfil que directamente ni siquiera son de barrio, sino que son de clase media». En parte es, según Domínguez, como si intentasen ser aquello que no son, como si intentasen escapar de sí mismos. «En el caso del trap, sin embargo, a veces también hay una identificación frívola: hay una conciencia clara de que uno ni es un macarra ni es de barrio, pero se juega a ser como ellos. Es el caso de C. Tangana, o el caso de Rosalía con lo gitano, en el que se es plenamente consciente de ello y, de hecho, así lo expresan», explica.

Domínguez, sin embargo, también se refiere al carácter histórico que rodea este tipo de identificaciones con lo marginal. «En Francia, por ejemplo, la gente de las clases medias imitaba a los bohemios, los gitanos que se creía que provenían de la región de Bohemia, en Europa del Este. Hay que tener en cuenta que la gente de clase media se veían a sí mismos como demasiado aburridos, demasiado burgueses», recalca. Es una identificación, en todo caso, que recaería sobre la propia normalidad de una vida común, estable, de clase media: sin miedo, sin violencia, rutinaria. Una vida, en definitiva, que sus protagonistas percibirían como protegida, una suerte de burbuja en la que la supuesta autenticidad, la vida real, no podría penetrar. Según Domínguez, es un ejercicio de mímesis en el que la clase media –considerada aquí como un amplio espectro– imitaría los rasgos más marcados de la marginalidad. Una vía, explica, en la que se intenta transformar la realidad cambiando sus formas, no su contenido. En definitiva, según afirma «no es tanto ir a buscar a los delincuentes y hacer de ellos estrellas, sino hacer de las estrellas delincuentes simbólicos».

En esta línea se manifiesta también Max Besora, co-autor del libro Trapología. «Al mercado le va muy bien que un grupo o un artista venga de estos orígenes más humildes, ya que le da una especie de épica que de otro modo no tendría. Ocurre lo mismo con los beatniks, que se consideraban muy reales por la vida que tuvieron y esto, al final, se vende como un plus de autenticidad», afirma Besora. Según subraya, sin embargo, la construcción de este relato no tiene por qué empañar en modo alguno la obra final, si bien también en otros géneros hay necesidades similares. «En el hip-hop también hay una estética de veracidad: el auténtico es el que ha disparado una pistola, el que de verdad ha vivido en la calle. Pxxr Gvng serían, en este sentido, unos de los más auténticos dentro del panorama nacional y, de hecho, así lo venden. Sin embargo, yo creo que esto no le resta mérito artístico a la obra salvo en el caso de que el público se lo tome directamente como una falta de honestidad». «Somos unos esmayaos [hambrientos], no somos alguien ajeno», relataban hace cinco años en una entrevista los traperos de esta banda, de hecho.

Besora apunta también a varios caracteres novedosos del género, como la creación de un metalenguaje propio, cierta forma de auto-edición musical y, sobre todo, un abrazo sin ambages al capitalismo más salvaje. Al fin y al cabo, la desesperanza de los más desfavorecidos respecto del sistema y su precariedad ya podían encontrarse en géneros musicales como el grunge o el punk. El trap, sin embargo, no busca a través de esta desesperanza ninguna vía de transformación, sino tan solo motivaciones de corte egoísta. Es así como respondía el trapero Yung Beef hace cinco años a la pregunta de qué es el trap: «cocaína y follar». El enfoque general, así, es chocante, ya que se enmarca en un código profundamente individualista –a diferencia del espíritu colectivo de, por ejemplo, el hip-hop– cercano a un grito de socorro: el de sálvese quien pueda. Este metalenguaje se expresa, por ejemplo, a través de Bad Bunny, que pese a ser más cercano al reggaetón que al trap, ha creado una simbología gestual con los dedos para identificarse a sí mismo y a aquellos artistas más próximos. «Es una insignia de la nueva religión, para la gente que me apoya», explicaba hace aproximadamente un año. Sin embargo, las creaciones también incluyen términos lingüísticos de nuevo cuño como snitchi, utilizado para calificar a alguien de «chivato».

Iñaki Domínguez: «Generalmente, la gente que quiere transmitir una imagen marginal normalmente no lo es»

En los casos de marginalidad dentro de este género, el último que ha surgido y ha gozado de fuerte popularidad, el futuro existe para uno mismo y no en términos globales. Como recalca Besora, por lo general «ellos ya no esperan un futuro, como le ocurrió a la generación anterior, si no que de lo que hablan, directamente, es de montártelo por tu cuenta y de vivir como un rey». Un extravagante culto al éxito que, habitualmente, en géneros como el trap o el reggaetón, así como ciertas ramificaciones del género rap, se muestra a través del brillante oropel de los dientes, coches con decoraciones barrocas y profusas nalgas de plástico. Una declaración de triunfo que no solo se enmarca principalmente dentro de los tres géneros antes mencionados, si no que también lo hace dentro de la provocación más absoluta. Esta representación, dentro de los códigos marginales —y comerciales—, significa una muestra de símbolos de reto y poder ante sus iguales, a los que se les dice «haber venido desde abajo» y, a pesar de todo, «haberlo conseguido». Esta proyección identitaria se engloba, según algunos sociólogos, en distintos niveles comunes. En primer lugar, en una identificación con el espacio geográfico de un barrio marginal para, posteriormente, pasar a una identificación criminal en primera persona –haciendo referencias directas a crímenes y consumos de droga– y, por último a esta ostentación producida por una meteórica movilidad social ascendente, en una suerte de hombre hecho a sí mismo. Es por esto que el músico español de reggaetón, Omar Montes, no solo se jacta de haber robado pañales en el pasado, sino también de poseer en la actualidad collares de 100.000 euros. En una entrevista realizada en febrero de este mismo año en El País afirmaba haber vendido el Ferrari «porque a mi abuela le costaba entrar, pero ahora quiero un Lambor [Lamborghini]», mientras acto seguido recalcaba su compromiso y pertenencia a su propio lugar de origen, Pan Bendito, una desfavorecida barriada de la ciudad de Madrid. Desde allí, Montes ha ocupado titulares en los últimos meses rompiendo ese estereotipo individualista: en marzo confesaba haberse gastado una «indecente» cantidad de dinero pagando la compra a sus vecinos más necesitados durante los momentos más duros de la pandemia.

La marginalidad, así, termina representada al abrigo de distintas formas, muchas de ellas importadas de la cultura norteamericana y que, por tanto, a veces no encaja con fidelidad en la realidad nacional, algo agravado por el hecho de que la marginalidad no se suele representar por sí misma, sino que habitualmente es representada por otros que, a menudo, son ajenos a ella. Solo si se percibe el arte como artificio, por tanto, se puede comprender esta clase de representaciones en su totalidad. La calle es ahora la construcción de una fantasía entre cuyos pilares se halla una un poder lleno de egolatría, violencia y un lujo tan excesivo como irreal.

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