Pulsiones nacionalistas
«Corren malos tiempos para el ideal cosmopolita: el protagonismo recobrado por el nacionalismo político en las últimas décadas constituye uno de los fenómenos más desconcertantes de la historia reciente», apunta Manuel Arias Maldonado en su último ensayo.
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Corren malos tiempos para el ideal cosmopolita: el protagonismo recobrado por el nacionalismo político en las últimas décadas constituye uno de los fenómenos más desconcertantes de la historia reciente. Habíamos supuesto que los desastres del siglo XX seguirían funcionando como una advertencia eficaz contra las tentaciones de la pertenencia agresiva en un mundo cada vez más globalizado; llegamos a creer que el fundamentalismo religioso representaba la principal amenaza contra las sociedades abiertas. Se trataba, como ya es evidente, de una creencia ingenua. Y solo ahora, tardíamente, salimos de nuestro estupor.
Da igual hacia qué dirección miremos: allí estará el nacionalismo. Es rampante en la Rusia poscomunista, donde adquiere contornos imperialistas bajo el puño de hierro del putinismo; ha resurgido en la India durante los mandatos presidenciales de Narendra Modi, quien ha empleado el hinduismo como seña de identidad en detrimento de la minoría musulmana; se ha intensificado en la poderosa China del personalista Xi Jinping. Pero también ha resurgido en Estados Unidos, donde el segundo mandato de Donald Trump se desarrolla bajo la premisa que con tanta elocuencia resumía su famoso eslogan de campaña: «Make America Great Again». Paradójicamente, la agresividad de Trump contra su vecino del norte ha hecho posible la victoria electoral del candidato liberal en las últimas elecciones generales: el orgullo nacional de los canadienses se ha rebelado contra el magnate que desprecia la soberanía de su país. ¡El nacionalismo llama al nacionalismo!
Da igual hacia qué dirección miremos: allí estará el nacionalismo
Pero aún no hemos terminado: el giro es reconocible en los gobiernos electos o el discurso de las fuerzas electorales que compiten por hacerse con el poder en países como Hungría, Alemania, Francia, Italia o México. Asimismo, se ha intensificado en el ámbito subestatal: aunque la Padania italiana ha pasado de moda y los nacionalistas vascos disfrutan de tales privilegios territoriales que no les conviene reclamar su independencia, el separatismo catalán se rebeló contra la democracia española durante el famoso procés y sus conmilitones escoceses llegaron a votar su independencia –perdieron– en un referéndum pactado con los conservadores de David Cameron. A su vez, estos últimos dieron alas al nacionalismo inglés sometiendo a voto la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea: los brexiteers se alzaron con la victoria al grito de «Take Back Control!». Y, si bien el nacionalismo quebequés no atraviesa su mejor momento, la presidenta de Alberta ha amenazado con convocar un referéndum de secesión si el Estado central continúa interfiriendo en el rumbo político de la provincia.
Incurrirá no obstante en un error de perspectiva quien llegue a creer –sacudido por nuestro presente– que el nacionalismo había llegado a salir de escena; en el mejor de los casos, se había retirado a un segundo plano. Porque siempre estuvo allí, como tendremos ocasión de comprobar: en los procesos de descolonización que tuvieron lugar en Asia y África entre los años cincuenta y los setenta; en el resurgimiento de los nacionalismos irlandés y vasco, en ambos casos con recurso a la violencia armada, en el último tercio del siglo pasado; en la cruenta implosión de Yugoslavia tras la caída del telón de acero. Tampoco se ha derribado todavía el muro que separa a turcos y griegos en Nicosia, capital de la isla de Chipre, desde el año 1963. Y no faltan las minorías que son perseguidas en buena parte del mundo por quienes pretenden la homogeneización étnica de un territorio: los tutsis en Ruanda, los rohinyás en Birmania, los saharauis en Marruecos, los kurdos en Turquía, los uigures en China.
Para quien busque refugio en la Unión Europea, por último, conviene recordar que los soberanismos interiores ya frustraron en su momento –aquellos referéndums celebrados en Francia y Holanda– el proyecto de Constitución Europea liderado por Giscard d’Estaing. Así que el bienintencionado propósito de convertir Europa en la «patria» de los europeos se enfrenta a dificultades acaso insalvables, máxime cuando no son pocas las fuerzas políticas que apuestan por debilitar el poder de Bruselas y ni siquiera podemos establecer una distinción clara entre progresismo europeísta y conservadurismo soberanista: hay soberanistas en la izquierda, igual que hay europeístas en la derecha. Por otra parte, los nacionalismos interiores no siempre se manifiestan por la vía política; aunque las identidades culturales de los europeos suelen solaparse felizmente, no faltan quienes ven a Europa como una entidad remota que no les despierta emoción alguna. Nada nuevo: hace apenas ochenta años que concluía la guerra civil europea que comenzó en 1914 y ese recordatorio debería bastarnos para celebrar con asombro lo mucho que la Unión Europea ha logrado desde el momento de su fundación.
Este texto es un extracto de ‘La pulsión nacionalista’ (Debate, 2025), de Manuel Arias Maldonado.
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