La resistencia íntima
«La resistencia expresa no un mero hecho circunstancial, sino una manera de ser, un movimiento de la existencia humana», señala Josep María Esquirol.
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Hay soledades incomparables en su compartir. En realidad, solo quien es capaz de soledad puede estar de veras con los demás. Pintadas en la pared de la habitación de un anacoreta, en una casa muy deteriorada de la ciudad italiana de Turín, se podían leer estas palabras: «Quien va al desierto no es un desertor». Paradójicamente, a pesar del significado de desertor (aquel que abandona un deber o un compromiso y huye hacia una zona deshabitada), esa inscripción quizá contenía toda la verdad. Es obvio que, en sentido figurado, el desierto no se encuentra solo en las vastas extensiones de tierra árida o agrietada, ni en los mares de arena abrasados por un sol de justicia; el desierto está en todas partes y en ninguna: en medio de la ciudad, por ejemplo. Quien va al desierto es, sobre todo, un resistente. No necesita coraje para expandirse sino para recogerse y, así, poder resistir la dureza de las condiciones exteriores. El resistente no anhela el dominio, ni la colonización, ni el poder. Quiere, ante todo, no perderse a sí mismo pero, de una manera muy especial, servir a los demás. Esto no debe confundirse con la protesta fácil y tópica; la resistencia suele ser discreta.
Resistir no solo es propio de anacoretas y ermitaños. Existir es, en parte, resistir. Entonces la resistencia expresa no un mero hecho circunstancial, sino una manera de ser, un movimiento de la existencia humana. Entenderlo así implica una variación importante con respecto al modo habitual de hacerlo. Aunque siempre se ha hablado de «resistencia», se ha hecho, principalmente, para referirse a la resistencia que las cosas presentan ante las intenciones de los humanos. La tierra siempre —aunque antes más que ahora— se ha resistido a ser labrada, la suciedad a ser limpiada o la cima a ser conquistada. Justamente de ahí procede el sentido de la expresión bíblica: «Con el sudor de tu frente…». El mundo no nos lo pone fácil y, en general, todo cuesta. Nuestras intenciones y nuestros proyectos chocan a menudo con la resistencia que implica la realidad. «La dureza de la realidad», se suele decir, lo que ya es un pleonasmo. Sin embargo, también podemos usar la palabra resistencia para referirnos no tanto a las dificultades que el mundo pone a nuestras pretensiones como a la fortaleza que podemos tener y levantar ante los procesos de desintegración y de corrosión que provienen del entorno e incluso de nosotros mismos. Es entonces cuando la resistencia manifiesta un hondo movimiento de lo humano.
El resistente no anhela el dominio, ni la colonización, ni el poder
Que nuestro existir sea un resistir es algo que se puede sostener precisamente porque una de las dimensiones de la realidad se deja interpretar como fuerza disgregadora. De hecho, la peor de las pruebas a que debe someterse la condición humana es la constante disgregación del ser. Como si las fuerzas centrífugas de la nada quisieran poner a prueba la capacidad del hombre para resistir la embestida. Aunque algunos de los rostros enemigos cambian, no es una prueba de hoy, ni siquiera de ayer, sino de siempre, porque es la misma realidad —con el rostro del tiempo y su esencial irreversibilidad, por ejemplo— la que protagoniza el asedio. Para quien no tiene casa, la noche y el frío son las bestias salvajes más feroces , elementos sobresalientes de lo inhóspito. De ahí que quepa hablar de la noche y de la intensa gelidez del ser, y de la calidez humana del hogar: «Es aquí, mi señor. Entrad, buen señor. La tiranía de la noche al raso es demasiado dura para que la naturaleza la soporte» (estas son las palabras del fiel Kent al rey Lear desorientado y desvalido, en la tragedia shakespeariana).
Este texto es un extracto de ‘La resistencia íntima’ (Acantilado, 2025), de Josep Maria Esquirol. ‘Cesión cortesía de Quaderns Crema / Acantilado’.
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