Hablemos de la libertad
Por mucho que se repita el mantra, la libertad individual no termina donde comienza la del otro. La naturaleza de la libertad es más sencilla y también más objetiva que una justificación tan etérea y personalísima.
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Solemos imaginar la libertad como una capacidad arbitraria, al antojo de cómo sople el viento de nuestras circunstancias. Es la idea de libertad que se pregona en los discursos políticos, la que se repite implícita en la publicidad comercial y que lleva más de dos mil años perfilándose como si fuese una verdad incuestionable. Ser libre, en nuestro imaginario, consiste en hacer lo que a uno le venga en gana en cada momento. Y ahí está, precisamente, la trampa. «Hacer lo que uno desee» (o lo que un grupo de personas quiera) otorga a la voluntad un valor universal, además de olvidar los límites éticos que exige la acción en la existencia. En otras palabras, bajo esta noción de libertad impera una doble mentira: por un lado, la idea de que aún sin ser omniscientes ni omnipotentes podemos «decidir» adecuadamente incluso desde una perspectiva egoísta, en un «para nosotros». Y por el otro, que la libertad es absoluta y solo queda limitada cuando nuestra acción caprichosa puede dañar a las actividades antojadizas de los demás, y viceversa.
Por descontado, nada de esto implica un genuino estado de libertad. No es cierto que la libertad haya que fabricarla, inventarla y reconocerla colectivamente. De pretenderlo sería una tarea imposible. La libertad, como atributo, solo puede provenir de la esencia misma de la existencia. En otras palabras, para comprender en qué consiste ser libre primero hay que preguntarse, simplificando mucho el proceso ontológico, qué implica ser. Y para que algo sea debe poseer una entidad, es decir, una naturaleza definida e irrepetible. Si tiene una naturaleza definida no depende de ninguna otra cosa para parecer que existe, es independiente a todo lo demás que pueda existir. La existencia de lo que existe emana de su naturaleza concreta, cognoscible. Precisamente, del hecho de existir en nosotros mismos sin que nuestra existencia dependa de ninguna otra cosa externa a nosotros proviene el atributo de nuestra libertad.
Libertad y existencia son, por tanto, inseparables. Aquí es cuando se alcanza la única definición verdadera de libertad y que no depende de ningún contexto histórico, observación o experiencia subjetiva ni colectiva para determinarse: la libertad consiste en poder hacer aquello que se corresponde con uno mismo en cada momento y circunstancia. Esta definición es clave porque, entre otros detalles, implica consciencia en la práctica de la libertad. No hay la menor arbitrariedad en quien decide ser libre: sus actos emanan directamente de su naturaleza (que es distinto a cómo nos comportamos en cada momento dado a través de lo que realmente somos). En otras palabras, para ser libres hemos de vivir en un cierto grado de introspección que nos permita conocernos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea. Lejos de este estado no existe verdadera libertad, tan solo su tranquilizadora apariencia.
La libertad consiste en poder hacer aquello que se corresponde con uno mismo en cada momento y circunstancia
La falsa idea de una libertad que consiste en un juego de la cuerda donde cada cual tira de su extremo con sumo egoísmo conlleva conflicto, agresividad y violencia. Esta falsa libertad, asumida erróneamente como axioma y ampliamente comentada por los filósofos y juristas durante miles de años, no solo nos esclaviza en el deseo contextual y nos ata a una visión del mundo que predica el dominio y el sometimiento de nuestros semejantes por miedo al cambiante mundo perecedero del que debemos aprender como seres, sino que, para colmo, nos impide progresar como individuos. Este factor es clave, porque no existe el verdadero progreso colectivo, no puede imponerse un avance por designio imperativo o por arrastre de unas circunstancias forzadas. Todo progreso colectivo ha de ser antes individual y transmitirse a través de la educación a las siguientes generaciones no como un imaginario más, sino como una invitación reflexiva a descubrir y asimilar el sentido ético de ese progreso. No es extraño que sigamos siendo neolíticos con pantallas táctiles: el proceso es sumamente lento, a diferencia de la posibilidad de avanzar tecnológicamente. Sí parece evidente que, si mantenemos una mentalidad temerosa de la vida e inconsciente de nuestro sentido existencial (ser en plenitud quienes somos), nos estamos esclavizando a una forma de estar en el cosmos como civilización muy inferior a lo que podríamos construir bajo perspectivas más elevadas.
Y lógicamente, la idea de una libertad ajena a toda consciencia sobre el impacto de nuestros actos y ajena a nosotros mismos es incompatible con todo verdadero progreso racional y ético. Por esta razón, es imprescindible la existencia de códigos legales sólidos que arbitren a una sociedad que malentiende la libertad para aspirar a una cierta paz social. Necesitamos la discusión legal, de los límites del Derecho y de los derechos: sin ella, no habría vecindad posible, respuesta a las agresiones ni un impedimento tangible, entendido hasta por el más bruto y simplón de los seres humanos, a hacer lo que quisiera. Ahora bien, la creación, redacción y aplicación de las leyes no debe trivializar las normas jurídicas, desdibujar las definiciones penales ni sus efectos, tensando así la igualdad de los individuos ante ellas, sino pensarse con detenimiento y obrarse con suma prudencia. El Derecho y los códigos legales han de ser objeto de discusión de pensadores honestos y de juristas que aporten un sano tecnicismo, como contrapeso a cualquier idealismo intelectual de los primeros, no servir al dictado del capricho ideológico.
Así que sí, hay dos «libertades» para vivir, la de mentira y la de verdad. La primera satisface el instinto y el sentimiento egoísta y nos mueve como arlequines, aunque asumamos que, en realidad, estamos tomando elecciones plenamente conscientes. La segunda, en cambio, nos permite reformular nuestro mundo, despertar de las ficciones mentales que hayamos podido edificar en nuestro interior y cuestionar cuanto nos rodea. Quien escoja este segundo camino encontrará la bondad y la felicidad. Será él o ella misma en mayor medida que antes y entonces descubrirá que la naturaleza de lo existencial está rigurosamente ordenada y es sumamente sencilla. Para ser libre basta ser uno mismo a través de las cosas, en cada circunstancia, en cada instante. Nunca implica cometer ningún acto dañino sobre los demás, ya que todo lo que nos corresponde o bien emana directamente de nosotros mismos o bien toma la parte que corresponda en función de lo que sea justo en cada momento. La libertad verdadera es así de simple.
Y también por este motivo, la persona que aspira a una verdadera libertad aprende a amar a cuanto le rodea. No rehúye las fragilidades, que abraza como partes de sí misma. Acepta sus desafíos existenciales y busca mejorar. Reconoce, por inercia, lo que es justo, entendiendo la ética, haciendo el bien. Y, por supuesto, acata las leyes civiles de su comunidad en esa misma noción ética. Pero también se defenderá de la injusticia propia y ajena, porque ya nada le es impropio, sino una extensión de sí mismo.
La persona que aspira a una verdadera libertad aprende a amar a cuanto le rodea
Este proceso no solo dista de ser idílico, sino que es consecuente al esfuerzo por ser «mejores» no en la fantasía competitiva de imponernos sobre los demás o resultar preferibles a los otros, sino de ser más plenamente nosotros y con la realidad. Felicidad, bondad, ética, conocimiento y libertad están interrelacionadas. No hemos de temer, sino de obrar hasta donde nos sea posible intervenir. En esto consiste vivir, en ser con los demás, no en llegar a la fantasía de un éxito construido sobre el déspota aplauso ajeno, cuando nada que no derive de nosotros mismos puede cambiarnos ni servirnos.
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