ENTREVISTAS

«Se puede ser tecnooptimista y no aceptar todo lo que te cuenten las tecnológicas»

Artículo

Fotografía

Noemí del Val
¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
29
noviembre
2022

Artículo

Fotografía

Noemí del Val

‘Contra el futuro: Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático’ (Debate) es el último libro de Marta Peirano (Madrid, 1975). En él, la periodista se adentra en esa vieja historia conocida por todos: la de un desastre medioambiental y una tecnología que intenta salvarnos de él. Pero, en un planeta de recursos finitos donde los más vulnerables sufren la peor parte del calentamiento global, ¿realmente el objetivo final de la revolución tecnológica es garantizarnos la huida a tiempo de las inevitables consecuencias del cambio climático o, por el contrario, tan solo correrán esa suerte unos pocos?


Este no es un libro más sobre el cambio climático.

Directamente, no es un libro sobre el cambio climático. Es una reflexión sobre cuáles son las tecnologías de nuestro tiempo y cuáles sus problemas. Y si están conectadas las unas con las otras. En este caso lo están: las tecnologías de nuestro tiempo son las telecomunicaciones y el gran problema existencial de nuestro tiempo es la crisis climática.

Si están conectadas, ¿dónde está el problema?

En que esa conexión está establecida de una forma que beneficia a muy pocos y perjudica a la mayoría. Las tecnologías que deberían ayudarnos a gestionar la crisis climática (o cualquier otra) en realidad están diseñadas para gestionarnos a nosotros durante las crisis. El libro plantea qué tecnologías hay disponibles, quién las controla y a quién le sirven.

Y por eso estableces una analogía inicial con el Arca de Noé al inicio de tu libro.

Es la historia más antigua que conocemos sobre una crisis meteorológica existencial y una tecnología que nos salva. Y esa es la retórica que manejan en Silicon Valley. Una especie de Noés que construyen el arca por una suerte de mandamiento divino y nosotros los animales ruidosos de los que Dios se quiere librar.

Por ejemplo, Elon Musk quiere, a través de su proyecto Starlink, llevar internet definitivamente a todo el planeta gracias a varios satélites.

Llevar internet a todos los rincones de la Tierra no significa que todos los rincones vayan a tener internet. Una tecnología puede tener varias finalidades compatibles entre ellas, pero es evidente que Starlink no es un proyecto para el tercer mundo, ni tampoco altruista. Es un nuevo Google Street View.

¿Qué tiene eso de malo?

Google Street View se vendió como un sistema para mapear todas las calles y las casas, para que cualquier ciudadano pudiera sentirse como si estuviera en cualquier ciudad del mundo sin moverse de la habitación. Nos encanta y además es gratis. Pero ¿para qué le ha servido a Google? Para relacionar las redes wifi que registra con las puertas de las personas que viven en los domicilios. Lo que antes era una IP de internet, se conecta ahora a una dirección real. Lo sabemos porque en Alemania denunciaron a Alphabet precisamente por hacer eso y pagó una multa enorme.

«La industria tecnológica lleva tiempo jugando con la promesa y la amenaza de la inteligencia artificial»

De modo que suele haber una intención de ida y vuelta: lo que el servicio ofrece a los ciudadanos y lo que la empresa tecnológica obtiene de los ciudadanos que lo usan.

Hay más ejemplos, como Internet.org, con el que Facebook, «altruistamente», quería cubrir todo el mundo con teléfonos con acceso a internet; ahora sabemos que es una herramienta principal para el control de masas en países donde tienden a convertirse en migrantes en contextos extremos.

Volviendo a Starlink, ¿es otra herramienta de control?

Sí, pero mucho más perfeccionada. Starlink cubre toda la Tierra igual que Google Street View, pero ahora mediante satélites en la estratosfera y, por tanto, invulnerables a terremotos, maremotos, incendios… y guerras. Es un punto de vigilancia permanente e ineludible. Un ojo que no se puede cerrar.

Pero eso no es lo que se publicó en la mayoría de los medios de comunicación.

La manera en que amplificamos las noticias de las grandes tecnológicas, y aquí somos responsables los periodistas, tiene mucho que ver con todo lo que están consiguiendo. El periodismo tecnológico, durante mucho tiempo, ha sido un periodismo de bazar. Las secciones de tecnología cuentan cuántos píxeles tiene una cámara o cuánta memoria tiene un teléfono inteligente. Y cuanto más amplifiques ese mensaje, más publicidad te van a comprar. Y esto permite ganar dinero para hacer cosas más interesantes en otras secciones. Es cierto que este patrón ha cambiado hace tiempo en países como Estados Unidos, que tienen un periodismo tecnológico más crítico, pero no es el caso en España.

¿Es imposible hoy ser tecnooptimista y tener criterio al mismo tiempo?

Se puede ser tecnooptimista y no aceptar todo lo que te cuentan las empresas tecnológicas. Yo he dedicado 30 años de mi vida a la tecnología porque me fascina. Soy tecnooptimista a muerte. Pero de lo que hablo en el libro no es de tecnología, sino de empresas que la usan para objetivos que no son necesarios para ofrecer los servicios que ofrecen y, por otro lado, no son buenos para la democracia ni nos ayudan a gestionar la crisis climática, que es nuestro problema principal.

Da la impresión de que las élites tecnológicas han tirado la toalla y ya no buscan fórmulas para contrarrestar el cambio climático, sino para sobrevivir.

No es exactamente que hayan tirado la toalla, sino que muchas grandes tecnológicas dedicadas a servicios críticos como la energía piensan que el problema somos nosotros. Mientras que nosotros, cada vez más, pensamos que el problema son ellos. Porque están sobreconsumiendo recursos que nos pertenecen a todos y que son necesarios para la supervivencia de la especie. Una de dos: o abandonan su negocio para dedicarse a otra cosa, o abandonan la idea de la crisis climática y abrazan la de que el problema somos nosotros.

«La gestión local de las crisis climáticas es el camino hacia un proceso que reactive la comunidad vecinal como unidad política»

Por otro lado, cinco de los 197 firmantes del Acuerdo de París su- ponen hoy más de la mitad de las emisiones culpables del calentamiento global, que no paran de aumentar. ¿Hay una dejadez en el control por parte de los poderes públicos?

Es una obra de teatro. Pensemos en las COP y otros grandes eventos a donde acuden grandes personalidades de todo el mundo que parecen una performance de Rinini Protokoll, porque luego salen pocas decisiones y compromisos.

Hay quienes pueden pensar que ese razonamiento es demagogo.

No es demagogia en absoluto. Con esas conferencias mundiales, lo que realmente se consigue es comprar tiempo. Mientras se celebren no se toman las medidas prometidas, no se establecen las sanciones apropiadas, no se buscan las fórmulas para parar los procesos de minería, de intoxicación de entornos, de deforestación… Nada se para.

¿Y cuáles son las barreras que impiden llevar a cabo esas políticas?

Te pongo un ejemplo: el único motivo por el que no hemos iniciado desde hace dos décadas una implantación real de renovables en España, o al menos al nivel de un país tan propicio como el nuestro, es porque se ha impedido con medidas como el impuesto al sol que las personas emprendedoras implanten otros recursos energéticos, los compartan con sus vecinos y creen comunidades.

Pero ese impuesto se derogó hace cuatro años.

Sí, ¿y qué pasa ahora? Que el Gobierno pone el dinero que nos da Europa para la transición energética en manos de quienes han impedido que ese desarrollo tuviera lugar antes. ¿Cómo le vas a pedir al ciudadano que ponga menos lavadoras si por otro lado le pones trabas a sus iniciativas para consumir una energía más limpia? Para pedirle a la sociedad que coopere en la transición, la Administración tiene que participar en esa cooperación.

Y aquí llegamos a la definición que haces de tu libro: «Un llamamiento a la responsabilidad radical y al movimiento civil».

Sí, porque pienso que la gestión local de las crisis climáticas es el camino hacia un proceso que reactive la comunidad vecinal como unidad política que puede presionar a las administraciones. La manera de hacerlo no es seguir difundiendo la idea de la polarización en la sociedad, sino todo lo contrario: volver a reunir a los vecinos y ponerlos a trabajar en un mismo objetivo que les beneficie de una forma directa; por ejemplo, ahorrar en la factura de electricidad.

A algunos políticos les aterra la idea de que una parte de la sociedad pueda tener su propia iniciativa.

Eso sucede en muchas partes de España. Pero en Estados Unidos, por ejemplo, uno de los principales agentes de cambio político son las asociaciones de padres. Durante la pandemia, a raíz del llamado homeschooling [educación en familia], han empezado a agitarse, a movilizarse y se han convertido en un agente político importante dentro de los estados.

La Comisión Europea acaba de implantar un reglamento que obligará a las entidades de inversión a priorizar las preferencias de sus clientes por productos comprometidos con el medio ambiente y los derechos sociales. ¿Siempre nos quedará el sector financiero

Igual que el mundo de la tecnología jugó a inventarse palabras disruptivas para describir realidades que ya tenían nombres como «espiar» o «explotar», y así tapar su verdadero significado, el sector financiero recoge ese testigo y dice literalmente lo contrario de lo que hace. Habla de inversiones sostenibles para mejorar la vida de las personas, y eso debería ponernos alerta, porque su objetivo sigue siendo el de la mayor rentabilidad.

«El periodismo tecnológico, durante mucho tiempo, ha sido un periodismo de bazar»

Hay quien puede tacharte de conspiranoica.

Todo lo que cuento está documentado y contrastado y cualquiera que lo lea lo puede comprobar por sí mismo. La información que he recopilado para mi libro está al alcance de la mayoría.

Es un libro incómodo, porque aceptar esas realidades les complica la vida a muchos

Cuando confrontamos una realidad, nos pasa algo parecido que lo que les pasa a los terraplanistas. ¿Qué hemos conseguido, por ejemplo, con la misión a la Luna? Tampoco tanto, pero se crea una memoria colectiva de algo que parece mítico y significativo, algo que nos propulsa hacia las estrellas. Son realidades que generan una coherencia social, en el sentido de que todos vivimos en ese mundo, nos ofrece comunidad porque hay un lenguaje propio, de mitos, y al mismo tiempo nos ofrece una estructura de comportamiento: yo, lo único que tengo que hacer es ver la tele, seguir las hazañas de las tecnológicas. Y eso es mucho más fácil que hacer lo que realmente tenemos que hacer para afrontar los retos del cambio climático, porque eso requiere ser proactivos, poner de nuestra parte, hacer esfuerzos. Joan Didion decía en su ensayo más famoso: «Nos contamos historias para poder sobrevivir».

Esto nos lleva de nuevo al Arca de Noé.

Exacto: la idea de que el fin del mundo siempre está a la vuelta de la esquina, pero que hay un visionario tocado por la gracia de Dios que nos salva, es una historia fundacional. No es que esté en nuestro cerebro, es que forma parte de nuestro cerebro.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME