ENTREVISTAS

«Como sigamos así, la agricultura familiar puede desaparecer en dos días»

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Noemí del Val
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13
febrero
2023

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Noemí del Val

La familia protagonista de ‘Alcarràs‘, la última película de Carla Simón, cultiva melocotones, hasta que la llegada de una instalación de placas solares pone en peligro la supervivencia de sus cultivos. Simón –que ya ha ganado dos Goya con ‘Estiu 1993’ y el Oso de Oro de la Berlinale por esta cinta y ha sido seleccionada con ambas películas como candidata española a los Óscar– es como su obra: serena, reflexiva, terrenal y capaz de abordar temas espinosos sin alzar el tono de voz.


Alcarràs es la crónica de una familia de agricultores que se da de bruces con la actualidad. No la interpretan actores, sino gente que vive una realidad parecida. ¿Fue una decisión artística o por presupuesto?

Artística; te aseguro que lo que nos gastamos en este casting equivaldría a haber tenido actores profesionales. Estuvimos un año entero y vimos a más de 9.000 personas de toda la región. Nos centramos en la gente que cosechaba fruta, porque tienen un carácter concreto.

¿Tienen diferentes caracteres los agricultores según lo que cosechan?

¡Claro que sí! Los de cereal son más tranquilos, porque pueden trabajar en soledad, no tienen esa prisa de recoger porque si no lo hacen se les pudre la fruta en el árbol…

Los protagonistas son de fruta: cultivan melocotoneros en la vida real.

Sí, y la idea no es solo que fueran agricultores de verdad, sino de la zona: por el vínculo que tienen con la tierra la sienten de forma auténtica, pero también por cómo se mueven por ella, cómo manejan un tractor, cómo recolectan la fruta… Todo esto tendríamos que habérselo enseñado a un actor y, aun así, no habría quedado tan creíble. Y también por el dialecto del catalán que usan, el de Lleida, no hay muchos actores que lo hablen. Teníamos un guion, pero yo les daba libertad para que hablaran como lo harían en la vida real. La única actriz es mi hermana, Berta Pipó, que precisamente interpreta a una persona que viene de Barcelona.

Jordi Pujol Dolcet interpreta a Quimet, un padre de familia malhablado, y es absolutamente creíble, aunque no tenga experiencia interpretativa. Es un diamante en bruto.

Lo han comparado con James Gandolfini, de Los Soprano, y mucha gente que leyó el guion me decía que parecía un papel a la medida de Sergi López. Supongo que la elección de Jordi fue algo natural.

En la película hay muchos planos cerrados y largos. Es increíble la expresividad de todos y todas, lo bien que aguantan en cámara sin haber actuado en su vida. ¿Cómo lo consigues?

Al final es lo mismo que jugar. Todos tenemos esa capacidad desde niños, solo hay que volver a recuperarla. Pero sí tuvimos que enseñarles un poco de técnica actoral: para el llanto, los enfados o para el momento en que Anna Otin, que interpreta a Dolors, da sendas hostias a su marido y a su hijo para ponerlos en su sitio.

«Mucha gente de la zona tenía miedo de que los parodiáramos, de que usáramos la película para reírnos de ellos»

¿Cómo se tomaron en el pueblo que fuerais allí a rodar una película sobre su día a día?

Mi familia también cultiva melocotones en Alcarràs. Fueron los primeros en saberlo y mis tíos me decían «¿a quién puede interesarle una película sobre nosotros?». Al hacer el casting, sentía que había algo de sospecha; mucha gente tenía miedo de que los parodiáramos, de que usáramos la película para reírnos de ellos. De entrada, no se fían de alguien como yo, que viene de Barcelona y de una vida completamente distinta. Pero desde el principio les dejamos muy claro que íbamos a tratar su realidad con respeto y, en poco tiempo, se entregaron por completo. Muchos nos ayudaron a localizar sitios para el rodaje e incluso nos sobraron figurantes.

Alcarràs coincide en el tiempo con As bestas, de Rodrigo Sorogoyen, e Isabel Coixet rueda Un amor, basada en la novela de Sara Mesa. Todas narran la vida rural en su faceta más cruda. ¿Por qué estas historias atraen tanto ahora?

La cuestión es cómo no ha sucedido esto antes, porque España es un país muy rural. En cuanto a que cada vez haya más películas de este tipo, estamos viviendo una democratización del cine. Ya no es algo que solo pueden ejercer esferas de clase alta, sino gente de clase media, como yo, que venimos de pueblos. Nos hemos ido a estudiar fuera, hemos aprendido a hacer cine y hemos vuelto a rodar. No me refiero tanto a Rodrigo o Isabel como a Elena López Riera o Mikel Gurrea: volvemos la vista al campo del que venimos y es una mirada legítima y natural. Es innegable que en España hay una tradición de cine rural muy fuerte, pero ha habido una pausa y ahora somos una generación de jóvenes cineastas que la estamos retomando.

Un punto común de tu película y As bestas son las instalaciones de energías renovables como elemento invasor. Las placas solares y los parques eólicos son necesarios para la transición energética y, al igual que la agricultura familiar, son dos realidades ecológicas que, sin embargo, chocan.

Hay un problema de gestión enorme. España podría ser el paraíso de las renovables por lo grande que es y por nuestros climas tan propicios. Pero muchas veces se instalan en terrenos en los que se puede cosechar, como sucede con las placas solares en Lleida. No creo que sea necesario, tenemos espacio para todo.

En la película no muestras lo que hace la empresa de placas solares como algo pernicioso, sino más bien como una situación inevitable, por necesaria.

Para mí era muy importante que el motivo por el que se van los protagonistas fuera legítimo. De hecho, en la película se le ofrece a la familia quedarse en las tierras, pero trabajando en el mantenimiento de las placas. Así muestro el problema en su dimensión, que es más complejo que si la empresa invasora fuera, por ejemplo, una inmobiliaria que va a construir una urbanización sobre terrenos recalificados. Esto no va de buenos o malos, es una cuestión más profunda que necesita una mejor gestión para que no afecte a familias que llevan cultivando durante generaciones.

Lo mismo podría decirse, ya que hablamos de gestión, de algunas actividades agrícolas que están llevando a desastres naturales como el de La Manga del mar Menor o Doñana.

Pienso que falta una actualización. Tenemos un problema claro, que se llama cambio climático y que requiere ajustar muchas cosas en la agricultura. Se han llegado a hacer aberraciones, sin duda. Aunque también se han permitido. Tal vez en su momento no se veían como tales, pero hoy hay que corregirlas porque no nos queda otra: es supervivencia. Hablamos del futuro del planeta. Dicho esto, el camino no es echar la culpa a los agricultores que, eso conviene saberlo, se van ajustando a la lucha contra el cambio climático.

«Claro que hay jóvenes agricultores y habría muchos más si realmente hubiera una garantía de que vivir de eso es factible»

Tal vez la agricultura tradicional –la que es respetuosa con el entorno porque es local– está pagando los desmanes de la intensiva.

En España vamos muy lentos en el tema de la agricultura ecológica, que es donde veo la luz. Ese debe ser el modelo. No tiene sentido que ahora haya grandes empresas comprando terrenos y cultivando a destajo; lo que necesitamos es un tipo de cultivo que sea respetuoso con la tierra, que es precisamente esa agricultura familiar que nos estamos cargando y que puede desaparecer en dos días. Es un momento de que necesita ajustes y esto se logra regulando con leyes.

Ese momento queda reflejado en la película, y destierra un tópico: el hijo adolescente no reniega de sus orígenes y quiere ser agricultor, pero deberá irse porque las circunstancias no se lo permiten.

Es tal cual, porque no es verdad que los jóvenes se vayan de los pueblos porque quieren ser urbanitas y ejercer otras profesiones. Al menos, no de forma generalizada. Muchos quieren trabajar en el campo. Eso lo he aprendido ahora, porque la película requirió mucha investigación previa. Claro que hay jóvenes agricultores y habría muchos más si realmente hubiera una garantía de que vivir de eso es factible. Entre la ocupación de tierras y los precios de mercado tan ajustados –que apenas les dejan margen–, muchos padres deben decirles a sus hijos que se vayan a estudiar a la ciudad, contra su voluntad, porque el futuro que les queda en el campo es una mierda. Hablo de padres que se sentirían muy orgullosos de que sus hijos siguieran su legado.

En Alcarràs te limitas a contar una realidad, la rural, que es la que le da el tono pesimista. ¿Te gustaría que hubiera sido, digamos, más alegre?

El desenlace inicial que teníamos pensado era positivo. Porque mi familia sigue cultivando y yo quería un mensaje de resistencia, no de derrota. Pero hablando con la gente me di cuenta de que estamos en un momento muy pesimista, y un final feliz habría sido naíf. Los agricultores no ven claro su futuro y están resignados; esa es la conclusión de la película.

Y con la repercusión que está teniendo la película le das mucha voz a una problemática que no conviene endulzar.

Ojalá las pelis pudiesen regular los precios de la fruta [ríe], por desgracia no va a pasar. Pero el hecho de que la haya visto mucha gente seguro que ayuda a esa conciencia tan necesaria del comercio de proximidad, de mirar de dónde viene el melocotón que estás comprando.

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