Opinión

Derecho al ocio

El derecho al (buen) ocio

La formación educativa y cultural de cualquiera, asociada a su capacidad económica de partida, abre puertas en lo que atañe al mercado laboral y social, pero también en la dimensión del goce, pues puede disfrutar más ampliamente de sus opciones de ocio.

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14
febrero
2025

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El viernes toca sorteo y muchos guardan celosamente su vía de escape, su billete hacia el paraíso prometido. ¿Qué hay en él? Desde luego, lo que no hay es trabajo, con sus jefes y horarios, su estrés continuo. El ocio aguarda, ya sea aquel sostenido sobre un consumismo casi ciego y sin meta aparente más que la satisfacción del cada vez menor placer de comprar (un vuelo hacia el Caribe, un coche, un piso, ropa, más ropa…), ya sea aquel otro presidido por los hobbies, las metas personales que buscan satisfacerse con cierto esfuerzo (escribir un libro, trabajar en la huerta, pintar cuadros…). El tiempo libre, en suma, parece uno de los desiderátums últimos de quienquiera que juegue a la lotería.

¡Ha tocado! ¡No me lo creo! ¡Ha tocado! Subidón, cóctel de neurotransmisores –una pizca de adrenalina, otro tanto de dopamina, algo de serotonina–, risas. Primera pregunta, ¿puedo permitirme dejar el trabajo? Puedo. ¡Adiós! ¿Y ahora? A disfrutar del tiempo libre. Como anticipamos, compro. ¿El qué? Un coche para mí, otro para mi hermana y, venga, otros tantos para mis amigos. ¿Qué más? Un buen chalé aquí y otro allá; también un piso, qué carajo. ¿Más? Una televisión bien grande y viajes, por todo el mundo. Ya está, tarde o temprano el estímulo disminuye y el estado de ánimo desembarca nuevamente en la monotonía. Son varias las noticias que inciden en un caso bastante prototípico: muchas personas que han ganado de golpe mucho dinero –paradigmáticamente con la lotería– terminan maldiciendo ese momento.

Con un cariz similar, la jubilación –ligada etimológicamente con el júbilo– tan anhelada durante años no siempre satisface las expectativas. La gestión de los días libres no es una tarea menor y, en no pocos casos, no todo el mundo es capaz de digerir tal cantidad de tiempo. Como quien gana la lotería, el jubilado puede terminar descubriendo un terrible vacío que su mente, otrora ocupada en ganar el jornal, no había previsto. Un aburrimiento que desvela el tedio casi existencial que puede emerger del empacho de tiempo libre. El grupo punk de los Sex Pistols dice en una de sus letras «Estamos bastante/ bastante desocupados/ y no nos importa». Está bien, pero sus discos y conciertos no se hicieron solos. El tiempo libre, por sí solo, no es nada atractivo.

Como quien gana la lotería, el jubilado puede terminar descubriendo un terrible vacío

La incisiva letra de los Sex Pistols contrasta con el otro cuerno que, sin duda, hoy nos asfixia. Y es precisamente la falta de tiempo libre, de momentos de ocio. Si el trabajador que guarda en su bolsillo el décimo de la lotería anhela el dinero es porque percibe que en su vida le faltan ocasiones (y recursos) para poder hacer lo que le apetece a él, y no al patrón. Tal y como anuncian a bombo y platillo algunos autores, como Byung-Chul Han, hemos llegado al límite de la autoexplotación. La dinámica capitalista se ha insertado en nuestro espíritu como un virus. Hoy nos sentimos mal por no hacer nada, por no rentabilizarnos en algún aspecto. Hay que aprovechar el tiempo: aprender idiomas o realizar cursos. Monetizando esta ansiedad posmoderna, varios gurús de las redes sociales han elevado a modelo un estilo de vida vertebrado en la organización cuadriculada del tiempo: a las 5.00 am me levanto, hago deporte, algo de yoga, desayuno sano, trabajo, termino de trabajar, hago surf, pádel, leo libros y papers, escalo, estoy con mis seres queridos y todavía me sobra un hueco para publicar este vídeo. «¡Tú también puedes hacerlo! ¡No seas vago!». Esta obsesión enfermiza por la productividad intenta ensombrecer sin éxito el subrepticio deseo de tener tiempo para no hacer nada o, en todo caso, para hacer lo que a uno le apetezca.

Hoy nos sentimos mal por no hacer nada, por no rentabilizarnos en algún aspecto

Exprimir de esta manera las horas del día, o de toda una vida, como si de una naranja se tratase, no parece lo inteligente. Trabajar por trabajar, llevar la productividad al límite, es en nuestra finita vida un absurdo. Y no obstante, el tiempo libre tampoco es garantía de ningún nirvana. ¿En qué quedamos, pues? No se trata aquí de catequizar sobre cómo debe cada uno gestionar su agenda, ya que, para empezar, no hay ninguna fórmula exacta. Como decía Jarabe de Palo, todo depende. Tampoco se busca banalizar el bienestar que aporta el tiempo libre del que, desgraciadamente, la mayor parte de las personas trabajadoras andan escasas. Sí podemos incidir sobre la brecha social que media al respecto de la gestión del tiempo libre.

La situación económica y cultural de cada individuo condiciona toda una vida. Las estadísticas sobre la dispar esperanza de vida que hay entre dos barrios adyacentes, pero uno rico y otro pobre, dan sobrada muestra de ello. La posición socioeconómica no solo determina el tiempo promedio que alguien vivirá, sino que también engloba algo tan aparentemente desligado de ello como la gestión del ocio, vinculado a su vez con la calidad de la vida. En estas elucubraciones sociológicas no hay leyes universales, pero sí patrones fácilmente detectables por cualquiera. Y uno de ellos consiste en que la formación educativa y cultural de cualquiera, asociada a su capacidad económica de partida, abre puertas en lo que atañe al mercado laboral y social, pero también en la dimensión del goce.

La formación educativa y cultural abre puertas en el mercado laboral y social, pero también en la dimensión del goce

Quien carece de este tipo de recursos recurre al ocio rápido y fácil, aquel basado en la televisión, en el móvil o en la compra esporádica en el centro comercial de turno. Quizás, de cuando en cuando, en un pequeño viaje. La educación –desgraciadamente, vinculada con la situación socioeconómica de cada hogar– permite disponer de un trabajo que, en muchos casos, aumenta el número de horas dedicadas al ocio en la vida. Pero no menos importante, esta misma educación proporciona una sensibilidad, una apertura de miras si se prefiere, que amplía sobremanera la ristra de posibilidades de recreo. Decidirse por practicar deportes, por iniciarse en las rutas de montaña, por leer, por estudiar por gusto, por ir al teatro, por ir al cine –más allá del último taquillazo–, por pintar, por visitar museos, por ir a conciertos de géneros variopintos… No responde a una decisión aleatoria, independiente del background educativo de cada uno.

La educación y el reparto equitativo de la riqueza tienen que ver con una democratización del ocio

Para que ganar la lotería o jubilarse no sea un chasco, conviene no perder de vista los fines que se procuran. Si este tiempo simplemente se quiere para descansar, o para estar con seres queridos, perfecto, pero que realmente sea así. De una forma más genérica, la educación y un reparto más equitativo de la riqueza no solo tienen que ver con el trabajo a desempeñar –que también–, sino con una democratización del ocio. Con la germinación de una mentalidad abierta a la novedad, que no rehúya apagar la televisión y desinstalar Netflix. Mientras la desigualdad educativa, consecuencia directa de la desigualdad económica, siga lastrándonos, ni el tiempo libre ni la disponibilidad de recursos será una verdadera liberación, ni siquiera para el flamante ganador del Euromillón.

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