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Cultura

Carlos Barea

Rebeldes del deseo

Carlos Barea recoge las historias de diferentes artistas que tuvieron que esconderse debido a su disidencia sexual o bien arriesgarse a sufrir las consecuencias de vivirla en libertad.

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08
julio
2025

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La obra que tienes entre las manos no hubiera podido ver la luz hace cincuenta años. Ni siquiera hace treinta. Incluso en la actualidad habrá algunas voces que se alcen contra ella o contra su contenido, algo que no es de extrañar, puesto que este libro trata precisamente de eso: de la imposibilidad de la existencia. O, mejor dicho, de los obstáculos que nos han puesto a las personas que habitamos los márgenes sociales para desarrollarnos de forma pública, para ser visibles, para gritar al mundo quienes realmente somos.

Decían que la homosexualidad era contagiosa, un mal que había que erradicar si no se quería contaminar al resto de las manzanas. Tanto era así que no se han escatimado esfuerzos para conseguirlo, desarrollando mecanismos que hicieran de pantalla para ocultarnos de los demás. Ejemplo de ello fue, sin ir más lejos, el cine español de la dictadura, que solo toleraba a los personajes homosexuales si eran asesinos, enfermos, psicópatas, acababan muertos o todo a la vez. Era como poner una cabeza cortada en la pica a la entrada de la aldea: «Esto es lo que te pasará si no sigues el camino marcado».

Pero esta práctica no solo se daba en países donde la dictadura y la represión eran la forma de gobierno habitual, sino también en estados presumiblemente avanzados. En Estados Unidos el código Hays, el sistema de autorregulación que determinó de lo que se podía hablar y de lo que no en el Hollywood de mediados del siglo xx, prohibía, entre otras cosas, la homosexualidad en las tramas argumentales. Esta decisión, más política que artística, tenía como único fin proteger el puritanismo americano de aquellos que pretendían destruir la familia. De esta manera, la invisibilidad por parte de uno de los estudios más importantes del mundo se convirtió en otra forma de opresión, además de un intento desesperado por crear un cortafuegos a la autodeterminación sexual.

Tiempo después, cuando la libertad llegó a nuestro país — aunque no de la misma forma para todos los sectores sociales—, la cosa no cambió demasiado. Y es que el personaje disidente sexual que se presentaba en el cine de la Transición era, si no enfermo, caricaturesco: el mariquita peluquero, el que hacía reír, el que se intentaba ligar al marido de las señoras o el que alardeaba de una excesiva pluma — que era, cómo no, motivo de risas y ridículo.

A lo largo de nuestras vidas nos han estado diciendo lo que no debíamos ser ni hacer bajo ningún concepto

Por tanto, podemos comprobar que a lo largo de nuestras vidas nos han estado diciendo lo que no debíamos ser ni hacer bajo ningún concepto si no queríamos convertirnos en el hazmerreír de nuestros coetáneos. Y del mismo modo, nos mostraban, a través de los juegos de la ficción, lo que nos podría pasar si, contra viento y marea, decidíamos desafiar las leyes «naturales» para vivir nuestra identidad tal y como realmente la sentíamos.

De esta manera, no parece difícil aseverar que la cultura siempre ha sido una herramienta útil para reforzar el mensaje de odio o, cuando menos, rechazo hacia nuestras identidades. El cine, la literatura, el teatro o la pintura como creadores de imaginarios que condenaban la diversidad sexogenérica a las llamas del infierno, incluso desde nuestra más tierna infancia. Porque no olvidemos que los malos de Disney siempre presentaban amaneramiento o rasgos de homosexualidad — Jafar, Úrsula, Gastón o Scar son tan solo algunos ejemplos de esos antagonistas un tanto «especiales»—. Este fenómeno, que se ha venido a denominar queer coding, reforzaba, de forma inconsciente, la idea negativa de la homosexualidad, asociándola con villanos y/o personajes infelices.

Y cuando parecía que la cosa iba mejorando, tras arduos años de lucha por alcanzar la igualdad, la crisis del sida dio al traste con lo conseguido hasta el momento. De nuevo, los apestados, los enfermos, el peligro social. Los castigados por Dios. De hecho, no podemos olvidar que en su primera etapa el VIH/sida fue denominado «cáncer rosa» o «cáncer gay», ya que afectó, en su mayoría, a varones homosexuales. Por este motivo, Ronald Reagan, el presidente de Estados Unidos en los inicios de la pandemia, no fue capaz de pronunciar la palabra «sida» —aids en inglés— hasta varios años después del surgimiento de los primeros casos.

A raíz de esto, la representación cultural se volcó en visibilizar la enfermedad y en denunciar el abandono institucional y social al que se vieron sometidas las víctimas del sida. Por tanto, esta fue una de las primeras veces que la creación cultural se puso de nuestro lado para ayudarnos a existir, a visibilizar nuestras problemáticas y se convirtió en una herramienta dispuesta a atajar las desigualdades. Pero este avance, al mismo tiempo, tuvo una doble vertiente: visibilizar la enfermedad provocaba que los jóvenes creyeran que ser gay era sinónimo de acabar en una cama, enfermo, moribundo y abandonado. Es más, para muchos, Philadelphia, la película dirigida por Jonathan Demme y protagonizada por Tom Hanks en 1993, era algo parecido a visualizar su futuro si se decidía escoger «ese camino».


Este texto es un extracto de ‘Rebeldes del deseo’ (Plaza & Janés, 2025), de Carlos Barea. 

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