Cien años de ‘El gran Gatsby’
La obra maestra de Francis Scott Fitzgerald es, para buena parte de la crítica, la mejor novela en inglés del siglo XX. La historia de un trepador que reta al establecimiento mantiene su esencia clásica.
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Silencio… Escuchen el eco del sentir que guardan dentro muchas de las personas que ha habido, hay y habrá sobre este mundo:
«Un nuevo mundo, sin llegar a real, donde los pobres fantasmas, respirando sueños como quien respira aire, iban de un lado a otro a la deriva… como esa fantástica figura cenicienta que se deslizaba hacia él entre los árboles amorfos».
Es Jay Gatsby en sus últimos segundos en este mundo, al comprobar que Daisy no lo ha llamado, ni lo llamará. Comprende que todo es lo que es, y aun sabiéndolo se resistía a ver. Es el amor como espejismo, distorsionador de la realidad, de traviesa criatura de los dioses con sus falsas promesas de eternidad. El derrumbe, el cataclismo de un hombre cuya historia representa los años veinte del siglo XX como eslabón entre el pasado y el presente constante.
En aquel pasaje laten muchas de las pulsiones argumentales y del alma de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald (Minnesota, 24 de septiembre de 1896 – Hollywood, 21 de diciembre de 1940). Cuando publicó la novela, el viernes 10 de abril de 1925, tenía 29 años, pero la había empezado a escribir con 26, en 1922, el año donde transcurre la historia. Era su tercera novela, era el autor del momento, era el nombre de moda, era la personificación precoz del sueño americano tras una entrada luminosa en el mundo de la literatura, cuando, en 1920, publicó A este lado del paraíso y, dos años más tarde, Hermosos y malditos. Y, entre medias, cuentos, cuentos, cuentos sobre el nuevo mundo que se abría en Estados Unidos, despejada la tragedia de la Primera Guerra Mundial: gente joven, universitarios, adinerados, bulliciosos, fiestas, felicidades por doquier, enamorados y enamoradizos que se abren paso en la Tierra como si fuera a dejar de girar y existiera solo el presente. Relatos de vidas aspiracionales descritas con elegancia y toques de romanticismo, leídos en diferentes revistas y publicaciones que le dan a Fitzgerald el brillo que siempre soñó; y, de paso, como se los pagan muy bien se permite formar parte de ese mundo que describía y criticaba, a la vez.
El gran Gatsby tiene vida propia, la de sus personajes en una historia aparentemente sencilla: un nuevo rico (Jay) hecho a sí mismo con negocios oscuros se instala en una mansión en la orilla de una bahía en Nueva York que tiene al otro lado del mar otra mansión, donde siempre hay de noche una luz verde encendida que intenta alcanzar con la mano desde su embarcadero, porque allí vive su antiguo amor (Daisy), que no lo pudo esperar y ahora está casada con un hombre rico de familia. Él trata de llenar su soledad con grandes fiestas, música y fastuosidad, confiando en que llamará la atención de ella. El reencuentro se produce, y son los mismos y no lo son, pero cuando Gatsby está a punto de doblegar el tiempo, el destino juega con él fatídicamente.
La novela no recibió la acogida esperada, se adelantó a su tiempo
La novela no recibe la acogida esperada, se adelantó a su tiempo. Es más, Fitzgerald murió y no supo del éxito tardío y progresivo de su obra a partir de la Segunda Guerra Mundial. Cuando el mundo vuelve a cambiar, a llenarse de esperanza y a intentar reconstruir y sanar sus heridas catastróficas, pues la gente echa la vista atrás para ver cómo era todo antes del desastre. El gran Gatsby se convirtió en un clásico y es señalada como la mejor novela de Estados Unidos en el siglo XX, el cáliz de la tan buscada gran novela americana.
«Quién fuera el gran mito literario de la década conocida como roaring 20’s sufrió, a partir de los años treinta, un eclipse total. El público, que lo había convertido en figura literaria, lo abandonó precisamente cuando su obra alcanzaba los más altos niveles de perfección técnica y estilística», escribió Terenci Moix.
Lo cierto es que El gran Gatsby es una novela romántica y existencialista. ¿Acaso no es existencialista el amor y sus sueños? ¿No es el amor hijo de cada tiempo con sus claroscuros? A la vez que el amor permanece inmune al tiempo, porque el verdadero amor siempre es joven:
«Su corazón latía cada vez más deprisa, según se acercaba al suyo el rostro blanco de Daisy. Sabía que cuando besara a esa chica, aunando para siempre sus inexpresables visiones con el perecedero aliento de ella, su espíritu nunca volvería a retozar como el espíritu de Dios». El amor como un aleph, y como medida de tiempo.
La crítica siempre ha señalado que la novela habla de la decadencia, del idealismo, de la riqueza, de la frivolidad y del desenfreno de la era del jazz o de los llamados «locos años veinte». Del hombre hecho a sí mismo, aunque sea con negocios turbios, que busca ser aceptado en un mundo que no es el suyo, donde empieza un tiempo, sí, el del relevo en el que los apellidos y la clase son desplazados por el dinero. La promesa del manido sueño americano al alcance de todos. Y es así, pero…
Olvidan dos asuntos: El gran Gatsby es un retrato de un tiempo, un retrato puntillista que leído sin parar muestra el panorama completo, el cuadro total con sus colores, sus personajes, sus aventuras y desventuras, sus ambiciones conectadas a un país. Un rompecabezas mágico hecho de mil piezas. Porque, como toda obra puntillista, a medida que uno se acerca empieza a distorsionarse la imagen y a verse la pincelada, su textura, sus matices, las vetas que conforman cada color, el trazo del que está hecho cada figura. El material de la realidad. Las mismas piezas que pueden crear la irrealidad.
El otro punto es esa forma, un tanto despectiva, con que se suelen referir a los años veinte. Y Fitzgerald captó el tiempo real e imaginario de esta época. Una década efervescente como la juventud de la que habla en sus historias: adolescentes y jóvenes que solo quieren vivir la vida, disfrutarla porque la están conociendo y descubriendo, ya la vida se encargará de confrontarlos con la realidad. Y el mundo en los años veinte era joven, volvía a ser joven tras el desastre de la Primera Guerra Mundial; era un nuevo comienzo y oportunidad, todo estaba por rehacer y hacer. Todo eran promesas de un futuro que sus gentes vivían y hacían en tiempo real. Una esperanza comunitaria. La personas experimentaban desde los cambios sociales y de relaciones, hasta los tecnológicos que influían en sus vidas cotidianas, como el nacimiento y auge de la radio como entretenimiento que acercó la cultura y la información a todos; además de las transformaciones de ¡la música!, los ritmos y sonidos que conectaban con el cuerpo y la sacaban de los teatros para llevarla, ya por siempre, a las casas, a la calle y a cada persona; la moda se desencorsetó… Pocos años han tenido la suerte de tener cambios tan cruciales en todos los ámbitos y que la gente los viviera y creara cada día.
La época de El gran Gatsby es una bisagra entre el pasado que se jubila definitivamente en los años veinte y el porvenir que empieza a esparcir sus promesas. Una transmutación de la propia vida de su autor, a su manera. Francis Scott Fitzgerald era de clase media, pero aspiraba a mucho más, no solo a tener dinero para codearse con los ricos que tanto admiraba y tener su vida; sino que anhelaba la sofisticación, la pirotecnia y verse rodeado de belleza y alegría.
La época de El gran Gatsby es una bisagra entre el pasado que se jubila en los años 20 y el porvenir que empieza a esparcir sus promesas
En los albores de ese sueño entra en juego una persona definitiva en su vida, luz y sombra a la vez: Zelda Sayre (1900-1946). En 1918 conoce a esa muchacha hermosa que lo hechizó desde que la vio cuando él era subteniente del Ejército en Camp Sheridan, cerca de Montgomery, en Alabama, donde ella vivía. Le propuso matrimonio, pero no aceptó ir con él a Nueva York; no tenía suficientes recursos para darle la vida a la cual ella estaba acostumbrada y menos a la que aspiraba. Mientras trabajaba en publicidad, Fitzgerald recompuso una de sus historias escritas antes de que fuera llamado a filas, El ególatra romántico, sobre vivencias en Princeton. La novela la publicó en la primavera de 1920 bajo el título A este lado del paraíso.
Fue su entrada por la puerta grande de la literatura y a la que habría de llamarse la generación perdida. Una clave del milagro de su escritura la explica Harold Bloom, el prestigioso crítico literario autor de El canon occidental: «La angustia de las influencias cercena a los talentos más débiles, pero estimula el genio canónico. Lo que emparenta íntimamente a los tres novelistas más vibrantes de la Edad Caótica –Hemingway, Fitzgerald y Faulkner – es que todos surgen de la influencia de Joseph Conrad, pero la mitigan astutamente mezclando a Conrad con un precursor americano: Mark Twain en el caso de Hemingway, Henry James en el caso de Fitzgerald y Herman Melville en el de Faulkner».
Tras el éxito de Hermosos y malditos, Zelda accedió a casarse. La prueba de que ella ya condicionaba la vida de él. Formaron una pareja de ensueño y de infierno; un ni contigo ni sin ti; y, quizás por eso mismo, Zelda fue un motor y motivación en la vida personal y creativa de Fitzgerald: escribió para poder darle la vida que ella merecía y la que él soñaba. Fueron una pareja de amor y desamor, de pasión e indiferencia, de comprensión y rivalidad artística, de alcohol y locura, de modernidad y celos, de tradición y moral laxa. Una pareja de necesidades y dramas mutuos. La pareja célebre de la cultura de los años veinte. De Zelda se han dicho muchas cosas, como que su locura los había separado, pero ella respondería que fue la locura lo que los unió, y la lucidez la que los separó. Ella estuvo entrando y saliendo de sanatorios que él pagaba. Pero el amor de Scott fue tal que en Suave es la noche (1933), un reflejo del desmoronamiento de un tiempo y de una relación amorosa, el personaje de Nicole dice:
«Piensa en cuánto me quieres. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase, siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche».
Zelda dijo de esa novela: «Hay mucho de su propia vida en este atormentado retrato de la opulencia destructiva y el idealismo malogrado». A Zelda se la ha acusado de haber erosionado la autoestima de Fitzgerald en lo personal, intelectual y artístico. Incluso íntimo. Es inolvidable el pasaje de Ernest Hemingway en París era una fiesta, otra pareja de infierno en lo amistoso, cuando dice que un día Fitzgerald lo citó en un bar donde le confesó que Zelda le había dicho que el tamaño de su pene no la hacía feliz y quería su opinión. Hemingway le terminaría diciendo que todo estaba en orden, pero fue incapaz de dejar a un lado su crueldad y le dijo que se diera un paseo por el Louvre y viera las esculturas griegas y comprobaría que lo suyo era normal. Hemingway no pasaba a Zelda. Creía que castraba el talento de Scott, y escribió un texto que es literatura genuina: «Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo donde él no se entendía a sí mismo, como no entiende a la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus alas frágiles y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar, pero ya no supo volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo».
A Zelda se la ha acusado de haber erosionado la autoestima de Fitzgerald en lo personal, intelectual y artístico
Estas palabras de Hemingway muestran un universo en sí mismo y reflejan la belleza, la tristeza y la melancolía que caracterizaron la vida y la obra de Francis Scott Fitzgerald. En sus historias, en especial en El gran Gatsby, la felicidad, el amor y el dinero buscados están inoculados de tristeza, una brizna de tristeza nace de ellas o va hacia ellas. Es un en busca del tiempo perdido.
Tras aquel debut brillante de A este lado del paraíso, el ascenso de Fitzgerald fue rápido; la permanencia en la cima, una montaña rusa; el descenso, prolongado en lo personal y literario (Zelda fue internada varias veces por esquizofrenia, él bebía demasiado, la economía iba fatal, pero en 1934 publicó, sin mucho éxito, Suave es la noche), se llenó de contradicciones que lo llevaron a volver a ser guionista de Hollywood, que lo salvó de las deudas y donde pasó sus últimos años sin dejar de luchar contra el ocaso porque escribía su quinta novela: El último magnate.
«Era feliz cuando murió, trabajando a fondo en la nueva novela, pero el coste psíquico y creativo de vender su talento y su tiempo fue inmenso y, probablemente, contribuyó a que la novela quedara inacabada», escribe Anne Margaret Daniel en la introducción de Moriría por ti y otros cuentos perdidos. Y Zelda dijo: «La contribución esencial de Scott es haber conseguido dramatizar la desesperanza y la pena de una época, y haber logrado, gracias a un valor trágico, una nueva razón de ser».
La vida de Francis Scott Fitzgerald reflejó el ánimo y los latidos del mundo, o el mundo se escenificó en él: la carrera detrás de la ilusión y las posibilidades infinitas después de la Gran Guerra, la calma y la conquista de la vida, los pagarés de los excesos, las vísperas del desastre del crash de 1929, la larga travesía de la crisis económica, el desconcierto del alcoholismo, el rebusque de la vida, la sombra de una nueva hecatombe impulsada por Adolf Hitler y el nazismo. Fitzgerald murió el 21 de diciembre de 1940, un año antes de que Estados Unidos entrará en la Segunda Guerra Mundial. No vio esa conflagración ni cómo después de esta El gran Gatsby renacía para empezar la conquista imparable de los lectores.
Vida y arte. Quiso convertir su existencia en eso y solo alcanzó relampagueos. Sus vivencias están transmutadas en sus obras, sobre todo en las novelas. Es bueno recordar sus pasos a través de ellas para conocer y comprender mejor El gran Gatsby, como lo hizo Terenci Moix:
«En A este lado del paraíso podemos encontrar, perfectamente definidos, los rasgos de lo que él quería ser: Amory Blaine, protagonista del libro, nos es presentado como un ‘romántico-egoísta’ que sufre las mismas contradicciones sociales de Fitzgerald y va repitiendo sobre la Universidad de Princeton todo aquello que este iba observando (…). Hermosos y malditos presenta un matrimonio joven que se deja arrastrar por el remolino de las noches de Nueva York (…). Pero es a partir de El gran Gatsby cuando el romanticismo del ya no tan joven escritor deja paso a una agudeza crítica más profunda, que tiende a atacar las motivaciones de toda esta sociedad que él detesta y admira a la vez».
La novela no solo es la belleza literaria que se ve y transpira, por lo que muchos la atacaron o desdeñaron en su momento, o después, como si la belleza en sí no fuera un valor. La belleza nos rodea y la anhelamos y la buscamos de manera consciente o no como queda representada en cada página de esta novela. Es un soplo de vida en nuestras vidas, como el aire a los pulmones. Y no es nada frívolo.
El gran Gatsby tiene subtextos, es parte de su grandeza. Es como un cuento muy largo de Fitzgerald donde vemos la vibración de su universo, la superficie de las cosas, las personas y las situaciones, y el lector debe detectar y explorar más, atar cabos, intuir, sospechar, imaginar; como la vida misma cuando no conocemos del todo a alguien. Es parte del juego del escritor, porque su novela se sale de las páginas y busca vivir en nuestra mente ya sea por sus frases o sus reflexiones o su cadencia o sus personajes o la misma trama. Algunos lo acusan de no ser muy profundo al no dar muchos detalles de los personajes: ¿por qué? ¿Por qué darle todo masticado al lector? Según qué casos, ¿no es más seductor conocer a alguien a medias y montarse la película? Así es la propia vida. Espejismo. En la novela no todo está dicho. Solo vemos lo que los personajes quieren que sepamos y ponen en alerta nuestros sentidos. La descripción de Daisy lo dice todo de ella:
«La suya era una de esas voces que el oído sigue hacia arriba y hacia abajo, como si cada oración fuera una serie de notas que nunca más volverían a interpretarse. Tenía un rostro triste y adorable, con toques brillantes en él: unos ojos brillantes y una boca brillante, apasionada, pero había una excitación en su voz que a los hombres que se habían interesado en ella les resultaba difícil de olvidar: una irrechazable invitación a cantar, un ‘Escúchame’ susurrando, la afirmación de que acababa de hacer cosas alegres y emocionantes y de que otras cosas no menos alegres y emocionantes esperaban su turno en la próxima hora».
En cuanto a Jay Gatsby, que «nació de su platónica concepción de sí mismo», y su obsesión por Daisy y recuperar su historia de amor, no es un folletín ni un trazo literario ni inmaduro ni superficial. Pero, más allá de ese deseo, también anhelado por muchas personas en todos los tiempos y culturas con algún amor del pasado, lo que hay en la novela es algo más profundo: es la memoria, el instinto de recuperar el tiempo, aprehender los recuerdos no para vivificarlos, sino para que sean la base de nuevas vivencias; no resignarse a lo dictado por las Moiras, no sentirse como una hoja en el viento, sino luchar denodadamente en intentar controlar su propia vida. El amor ido deja un vacío. Y es esa actitud utópica y de orfandad sentimental la que emparenta a Jay Gatsby con los mortales y lo vuelve a él uno de nosotros… lo admiramos, lo rechazamos, lo odiamos, lo compadecemos, le queremos advertir que no, que no vale la pena ir detrás de Daisy, que el pasado no se puede revivir.
Pero es el amor que lo distorsiona. Y él sabe todo lo que queremos decirle, pero quiere ser su propio demiurgo. Por eso, justo cuando el desenlace de su vida no tiene vuelta atrás y espera, sobre un colchón de aire flotando en la piscina, la llamada de Daisy para retomar su sueño se escucha al narrador:
«Debió de mirar el cielo desconocido a través de un follaje intimidatorio, debió de notar un escalofrío al descubrir lo grotesca que puede ser una rosa y con qué dureza caía el sol contra la hierba apenas creada. Un nuevo mundo, sin llegar a real, donde los pobres fantasmas, respirando sueños como quien respira aire, iban de un lado a otro a la deriva… como esa fantástica figura cenicienta que se deslizaba hacia él entre los árboles amorfos».
Vida, amor y muerte son los tres temas cardinales de la novela, rodeados de la búsqueda de belleza y alentados por la memoria, el tiempo, la necesidad de apresar el alma de la existencia a través del amor. Una novela cuyas frases avanzan como una llama entre las sombras de los sueños perdidos, olvidados, hurtados, resignados… Desde la primera frase:
«En mis años jóvenes y más vulnerables mi padre me dio un consejo que llevo recapacitando desde entonces. ‘Cuando sientas ganas de criticar a alguien –me dijo–, recuerda que en este mundo no todos han tenido las mismas ventajas que tú».
La grandeza de Gatsby, escribe Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras, «no es aquella que le atribuye el generoso Nick Carraway –ser mejor que todos los ricos de viejos apellidos que lo desprecian–, sino estar dotado de algo de lo que estos carecen: la aptitud para confundir sus deseos con la realidad, la vida soñada con la vida vivida (…). Jay Gatsby no es un hombre de carne y hueso, sino literatura pura».
Pocos personajes de ficción cobran vida en nuestras vidas. Es un mundo que, también, ha visto su presencia en el cine en varias películas. La primera fue en 1926, al año siguiente de la publicación de la novela, una versión muda dirigida por Herbert Brenon, protagonizada por Warner Baxter y Lois Wilson. Otras destacas son la de 1974, dirigida por Jack Clayton, guion de Francis Ford Coppola y protagonizada por Robert Redford y Mia Farrow, y la más reciente, de 2013, dirigida por Baz Luhrmann y protagonizada por Leonardo DiCaprio, Carey Mulligan y Tobey Maguire.
Cien años después de su publicación resuenan las palabras que Fitzgerald dedica a Gatsby en su autobiografía: «Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en toda mi obra porque yo lo viví».
Este contenido es parte de un acuerdo de colaboración entre el diario ‘El Tiempo’ y ‘Ethic’.
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