ENTREVISTAS
«La tarea política urgente es redemocratizar la conversación, la atención y la concentración»
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COLABORA2024
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El pensamiento de Hannah Arendt se ha vuelto un faro para comprender la realidad política actual. Así lo demuestra el ensayo ‘Somos libres de cambiar el mundo. Pensar como Hannah Arendt‘ (Ariel, 2024), de la profesora de Humanidades y Derechos Humanos en la Universidad de Birmingham Lyndsey Stonebridge. Hablamos con ella sobre la banalidad del mal, el pensamiento totalitario y la crisis de refugiados.
Para Hannah Arendt, la pluralidad es la condición del mundo. Sin embargo, tras décadas luchando por unos sistemas democráticos liberales, plurales e inclusivos, pareciera que está habiendo un retroceso. ¿Por qué incomoda hoy la pluralidad en ciertos sectores? ¿Cómo vivir en ese mundo plural por el que abogaba Arendt?
Creo que aquí Arendt querría hacer una distinción entre pluralidad y liberalismo: es cierto que las democracias liberales se adaptan mejor a la condición de pluralidad, pero no siempre. ¿Qué sucede —y lo hemos visto en los últimos diez años, aproximadamente— cuando las democracias liberales no logran resultados? ¿Cuando los valores liberales se ven como la prerrogativa exclusiva de los poderosos? Entonces ahí ves realmente una amenaza contra la pluralidad. Arendt podría decir que nos exponemos a esta amenaza porque todavía tenemos que aceptar —o explorar en verdad— lo que realmente podría significar una política de la pluralidad. Para Arendt, vivir en un mundo plural significa que es realmente necesario trabajar para establecer las instituciones políticas, culturales y sociales que puedan crear las condiciones para la espontaneidad, la acción y el disenso y el consentimiento, por un lado, pero también la privacidad, la incomodidad, el amor… Es decir, para una política de la condición humana y también —aunque lamentablemente ella no explora esto en profundidad— la pluralidad natural que hay en la Tierra.
«La libertad en la que creía Arendt es la que experimentamos cuando actuamos en respuesta a las injusticias»
El totalitarismo amenaza la libertad humana; sin embargo, hoy en múltiples países la bandera de la libertad la enarbolan especialmente los partidos de extrema derecha, que abogan por políticas antiinmigración, antiaborto, etc. ¿Cómo vería Arendt esta ironía?
No estoy segura de que ella necesariamente vería esto como una ironía. Arendt sospechaba de todas las ideologías de la libertad porque pensaba que, una vez que el pensamiento ideológico se hubiera apoderado del poder, los que no encajaran en su marco siempre pagarían el precio. Así que el pensamiento ideológico en sí mismo es malo para la libertad. Y no hay duda de que los movimientos antiaborto y antiinmigración son particularmente ideológicos, de nuevo, en términos de Arendt, porque ignoran crasamente las realidades de un mundo en el que la gente se va a mover y en el que habrá mujeres que —hagas lo que hagas, por omnipotente que creas ser— buscarán poner fin a sus embarazos. Yo añadiría que la economía neoliberal también es ideológica en su pensamiento mágico sobre el mercado, como pudimos ver en el Reino Unido en 2022 cuando una ideóloga radicalizada (Liz Truss) se convirtió en primera ministra (casi, al parecer, por accidente) durante 43 días y la economía del país colapsó. La libertad en la que creía Arendt —junto con Rosa Luxemburgo— era el tipo de libertad que experimentamos cuando actuamos, individual o colectivamente, en respuesta (palabra clave para ella) a acontecimientos e injusticias. Esa libertad no proviene de abstracciones, y ciertamente tampoco de banderas de derecha, sino de las calles, de la experiencia.
«Las malas ideologías permiten el mal, pero también debemos estar muy atentos a las políticas e instituciones que son ‘malvadas’ de forma menos obvia»
Donald Trump en Estados Unidos, Vladímir Putin en Rusia, Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en Argentina… ¿Cómo luchar hoy contra el auge populista?
Hay un pasaje en la brillante autobiografía en dos volúmenes de Nadezhda Mandelstam sobre la vida en la Unión Soviética en el siglo XX donde ella comenta que todo el mundo hablaba todo el tiempo, pero que la conversación había acabado. Arendt pensaba que el libro Hope against hope (Esperanza contra esperanza) de Mandelstam era uno de los «documentos reales de nuestro tiempo» y uno puede ver claramente por qué. Lo primero: tenemos que dejar de hablar —y aquí estamos, afortunada y finalmente, comenzando a analizar el papel de las grandes empresas de redes sociales y su culpabilidad en el tema— y priorizar la creación y proteger energéticamente esos lugares donde la conversación (y no el parloteo) puede suceder. Ya sean ayuntamientos, parlamentos, organizaciones artísticas, oenegés, colectivos, medios de comunicación, universidades, escuelas, etc. Pero no solo eso. Porque escribió contra el contexto del fascismo y del totalitarismo, Arendt sospechaba profundamente de los intentos de cambiar la vida social y económica por la fuerza. Al mismo tiempo, estaba, y con razón, horrorizada por los efectos de la economía del crecimiento por el crecimiento y del consumismo. Ella vio venir la gobernanza corporativa y quedó, nuevamente con razón, consternada por lo que eso implicaba tanto para la política como para la ética. A diferencia de Arendt —o tal vez empujándola hacia el siglo XXI—, creo que para luchar contra la derecha populista debemos abordar directamente las desigualdades económicas y sociales. Mira el trabajo, por ejemplo. El trabajo es parte de la condición humana; de ello se deduce entonces que todos deberían tener derecho a un trabajo significativo y a prosperar en términos que no sean crudamente individualistas y competitivos.
En la era de la distracción, las teorías conspirativas, la oclocracia y la posverdad, ¿tenemos menos herramientas hoy para luchar contra el auge del odio y la reaparición del pensamiento totalitario?
Uno pensaría que tendríamos más herramientas, ¿cierto? Y en gran medida las tenemos, solo que tenemos que recogerlas. Las grandes historias emancipadoras del siglo XX giraron en torno a una pluralidad creciente: feminismo, derechos civiles, antifascismo, descolonización… En otras palabras, más gente ha aprendido a utilizar las herramientas políticas y está haciendo cosas nuevas con ellas. Se ha dicho antes que el pensamiento totalitario actual es el último suspiro amargo de las viejas hegemonías occidentales (hegemonías que, para empezar, nos dieron el totalitarismo). De ahí, tal vez, la impunidad desesperada y cínica del actual grupo de políticos mentirosos y de sus conspiraciones retorcidas. Hay algo muy histérico en todo esto. Para combatir esto, diría Arendt, realmente debemos prestar atención. Especialmente, debemos resistir de forma activa la politización y la monetización de nuestra atención, y negarnos activamente a que nos engañen. Y creo que eso está sucediendo, en pequeñas y grandes formas. La tarea política urgente es redemocratizar la conversación, la atención y la concentración. Esto significa elegir gobiernos lo suficientemente valientes como para hacer frente al dominio de la tecnología e invertir en la educación como proyecto democrático.
«Arendt apoyaba la idea de una patria judía en Palestina y se opuso al desplazamiento forzado de los palestinos como precio por esa seguridad»
En Nosotros, los refugiados, Arendt resalta lo que ese término representa: la pérdida del hogar, del trabajo, de la lengua…, el anonimato del refugiado, su deshumanización. Con más de 28.000 migrantes muertos en los últimos diez años en el Mediterráneo —actualmente la frontera más letal del planeta—, ¿cómo leer las nuevas políticas migratorias y de asilo desde la perspectiva arendtiana?
Arendt fue bastante clara en 1943 cuando escribió ese brillante y furioso ensayo: si relegas a un gran número de personas al «fondo oscuro de la diferencia», no has resuelto nada, has creado otro problema. Arendt también tenía razón al mostrarse cautelosa respecto a las nuevas estructuras de humanitarismo que se establecieron después de la Segunda Guerra Mundial. Como sostuve en Placeless People (2018), cuando se trata de refugiados y migrantes, la oportunidad de implementar derechos genuinos se desperdicia a medida que nuevos regímenes humanitarios van tomando forma: la gente está allí para recibir ayuda, lo cual está bien, pero en realidad no se ve. Eso es lo que quería decir cuando afirmaba que lo último que exigían las personas que se habían quedado sin hogar después de la guerra eran derechos humanos ya que desde entonces sabían lo frágil que era esa protección. Querían una patria, un lugar donde ser vistos, un lugar donde el «derecho a tener derechos» fuera posible. Por eso apoyó la idea de una patria judía en Palestina y por eso se opuso al desplazamiento forzado de los palestinos como precio a pagar por esa seguridad.
Precisamente sobre este tema, Save The Children calcula que más de 14.000 niños palestinos han muerto en Gaza desde la intensificación de la escalada de violencia. ¿Qué cree que habría dicho Arendt sobre el eterno conflicto entre Israel y Hamás?
No es eterno; ha habido un conflicto histórico —76 años ya— entre el Estado de Israel, Palestina y muchos de sus vecinos. Arendt, que defendía un Estado binacional de Palestina, lo predijo. Hamás no es Palestina, y Arendt lo habría reconocido y condenado como una organización terrorista de la misma manera que habría reconocido y condenado al actual sionismo de derecha como genocida y la corrupción mortal y cínica del Gobierno actual. Nada de lo que está sucediendo ahora la habría sorprendido, pero se habría sentido profundamente afligida, como todos deberíamos estarlo.
«Podemos abrir los ‘agujeros del olvido’ mientras haya supervivientes y mientras sigamos teniendo la conversación»
En medio de la polarización, el populismo, la xenofobia y el auge de tendencias ultraconservadoras, ¿por qué es necesario hoy en día pensar como Arendt sobre la banalidad del mal?
Arendt escribió sobre la «banalidad del mal» en relación con el Holocausto: el crimen más extremo ejecutado con la más extrema irreflexión, no por sus diseñadores, que pensaron mucho en lo que estaban haciendo, sino por sus dispuestos verdugos. Pero para ver la banalidad del mal en acción ahora, también necesitamos mirar más de cerca para darnos cuenta de lo que sucede cuando se crean sistemas inhumanos en los que las personas son valoradas solo en la medida en que son útiles o rentables. Acabo de terminar de leer un texto escrito por un amigo mío sobre el sufrimiento que acompañó la muerte de su hijo de 18 años debido, por un lado, a la impunidad burocrática en favor del sistema de salud y, por otro, el papel del capital privado en la atención a los más vulnerables de ese sistema. Las políticas migratorias —aunque actualmente son más honestas sobre su crueldad— son otro ejemplo de ello. Entonces, sí, las malas ideologías permiten el mal, pero también debemos estar muy atentos a las políticas e instituciones que son «malvadas» de forma menos obvia. Y, por supuesto, a los agentes y empresas que, como Eichmann, les gusta encubrir su complicidad con afirmaciones de ignorancia y buenas intenciones. Como aquellas corporaciones que respaldan las violaciones de derechos humanos en países ricos en recursos.
Ya para terminar, Walter Benjamin decía que «la construcción de la Historia está consagrada a la memoria de los sin nombre». ¿Podemos abrir los «agujeros del olvido» y, como Arendt, «dejar de creer que uno puede simplemente ser espectador»?
¡Sí! Arendt también dijo que lo que pasa con los agujeros del olvido —los campos de concentración, las fábricas de cadáveres, los gulags, pero también pensemos en los campos de inmigrantes, los barrios bajos, los sitios desconectados donde encerramos a los marginados hoy en día— es que tenían un defecto crucial: «Nada humano es tan perfecto. Siempre quedará un hombre para contar la historia». Entonces sí, podemos abrirlos mientras haya supervivientes y mientras sigamos teniendo la conversación. Como ella misma dijo: «Humanizamos lo que sucede en el mundo y en nosotros mismos con solo hablar de ello, y al hablar de ello aprendemos a ser humanos».
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