La escritura como un cuchillo
La Nobel de Literatura Annie Ernaux aborda las claves fundamentales de su literatura en el ensayo ‘La escritura como un cuchillo’ (Cabaret Voltaire), en el que, en forma de diálogo, se recogen sus conversaciones completas con Frédéric-Yves Jeannet.
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Le propongo que emprendamos aquí una exploración de las modalidades y circunstancias de la escritura que han desembocado en su obra y la sustentan.
En el umbral de estas conversaciones que vamos a tener sobre los libros que he escrito y mi práctica, mi relación con la escritura, tengo que señalar los peligros y los límites de un ejercicio en el que, sin embargo, voy a comprometerme con la verdad y la precisión. Fíjese que no he empleado la palabra «obra». No es una palabra que piense, ni que escriba, es una palabra para los demás, como la palabra «escritora», de hecho. Son palabras más propias de una necrológica; en todo caso, de manuales literarios, cuando todo se ha terminado. Son palabras cerradas. Prefiero «escritura», «escribir», «hacer libros», que evocan una actividad en curso de realización.
Esos peligros y esos límites son más o menos los mismos que se encuentran en todo discurso retrospectivo sobre sí. Querer aclarar, encadenar lo que estaba oscuro, informe, en el momento mismo en que escribía, es condenarme a no dar explicaciones sobre los deslizamientos de ideas, de deseos, que han desembocado en un texto, a desatender la acción de la vida, del presente, en la elaboración de ese texto. Cuando se trata de recordar la escritura, incluso reciente, la memoria falla aún más que para cualquier otro acontecimiento vital. También puede que al final me sienta consternada, abrumada por la seriedad, la gravedad de esa tarea de explicación, que es un fenómeno aparecido en el siglo XX, antes nadie se explicaba así sobre su trabajo. (¡No!, en el siglo XIX, lo olvidaba, está Flaubert, ¡todo el mal proviene de él!) Quizá solo tenga entonces ganas, sencillamente, de acordarme de una niña pequeña leyendo la revista L’Écho de la mode o escribiendo cartas a una amiga imaginaria, en los peldaños de la escalera, en la cocina arrinconada entre el bar y la tienda de ultramarinos, y decir: debió de empezar allí. Heme aquí, ya en el mito, en la predestinación de la escritura.
Nunca me pienso como escritora, solo como alguien que escribe, que ‘debe’ escribir
Comprendo sus reservas con respecto a una iniciativa como la entrevista, donde el desafío es forzosamente distinto del de la escritura; pero me parece que este género, efectivamente, bastante reciente, aunque existan ejemplos más antiguos, como las conversaciones con Goethe, con Jules Verne, puede concebirse no solamente como una explicitación a posteriori de la trayectoria que se ha seguido en la escritura, sino, a la manera del diario o de la correspondencia, como una exploración paralela a la de la escritura «literaria» propiamente dicha, exploración ciertamente arriesgada, pero que puede permitir decir frente a una solicitación, en el interior de una forma dialógica, lo que la obra no dice o expresa de manera completamente diferente. Intentaré, pues, conducirla progresivamente a explorar una especie de otro lugar si le parece bien.
Lo que temo, al hablar de mi forma de escribir, de mis libros, es, como le decía, la racionalización a posteriori, el camino que se ve trazado una vez que se ha recorrido. Pero si la conversación puede llevarme, como sugiere usted, a otro lugar, por qué no, estoy dispuesta.
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Una primera incursión en ese otro lugar, primero en el sentido más literal. En sus libros menciona muchos de sus numerosos viajes, pero nunca los describe. Dejan, pues, poca huella en su escritura, salvo a nivel informativo, contextual. ¿Qué representa para usted el viaje con respecto a la escritura? ¿No se considera usted escritora delante de su mesa de trabajo o su ordenador?
Desde hace quince años, a causa de mis libros, viajo bastante a muchos países de Europa, Asia, Oriente Medio, América del Norte, realizando así el gran sueño de mi infancia: partir, ver mundo. Salvo para ir a Lourdes, nunca salí de Normandía hasta los diecinueve años y fui a París por primera vez a los veintiún años. Pero, a menudo, en mi habitación de hotel del extranjero, me sorprendo por estar ahí y también por no sentirme más dichosa. Tengo la impresión de ser la figurante de una película. Una película japonesa, coreana, egipcia… Cuando estoy de viaje, no siento las cosas con intensidad. En este tipo de viajes, oficiales, en suma, cuyas condiciones son generalmente artificiales, con los recorridos balizados, no me siento inmersa de verdad en el país. Con lo que soñaba de niña era con la aventura del viaje. En estos casos, no existe. Y, además, para vivir realmente las cosas, necesito revivirlas. Venecia, adonde fui una docena de veces, suscita páginas y páginas solo en mi diario íntimo. Siempre anoto mis impresiones ahí, los encuentros, las cosas que veo. Pero cuando estoy de viaje nunca continúo un libro que haya empezado a escribir. No tengo tiempo y tampoco podría. Todas las actividades que son la justificación de mis viajes –encuentros con estudiantes, escritores, periodistas– me hacen vivir en la superficie de mí misma, en la dispersión. No me resulta desagradable, suponen unas maravillosas vacaciones en el sentido etimológico, un periodo de vacío. Pero no soporto eso mucho tiempo, no más de una semana. Sobre todo, si estoy escribiendo un texto. En ese caso, la prisión es el exterior, y la libertad, el despacho en el que me encierro. Ahí es donde existo de verdad, no porque me sienta escritora. Nunca me pienso como escritora, solo como alguien que escribe, que debe escribir. En este sentido, no me parece algo relevante.
Este texto es un fragmento de ‘La escritura como un cuchillo’ (Cabaret Voltaire), de Annie Ernaux.
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