Transparencia
¿Cómo limpian los dictadores su imagen internacional?
¿Cómo se orquestan las campañas de limpieza de imagen de las dictaduras donde la corrupción y la violación de libertades y derechos humanos aplastan a los ciudadanos?
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COLABORA2012
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¿Cómo se orquestan las campañas de limpieza de imagen internacional de las dictaduras donde la corrupción y la violación de libertades y derechos humanos aplastan a los ciudadanos? ¿Quiénes y cambio de qué velan en Occidente por la reputación de estos tiranos? Analizamos la relación entre las cleptocracias y las grandes agencias de comunicación del mundo.
Transformar la imagen de un determinado país con la intención de mejorar su reputación para generar crecimiento económico a través de negocios, inversiones internacionales (turismo, proyectos de infraestructura, promociones culturales…) o relaciones diplomáticas es una práctica lícita y normal. Pero cuando la imagen que se pretende cambiar es la de un país dirigido por autócratas responsables de masacres, la cuestión se vuelve mucho más peliaguda.
Es el caso de determinadas agencias de relaciones públicas que son contratadas para lavar la imagen de países, gobiernos y líderes políticos relacionados con casos de corrupción, delitos ecológicos, terrorismo, genocidio o violación de derechos humanos. Bajo el paraguas de «gestión de crisis», estas empresas llevan a cabo complejas y costosas campañas de comunicación destinadas a cambiar la mala reputación de sus clientes. El objetivo teóricamente es atraer la inversión internacional, que tantas veces huye de la inestabilidad y de la inseguridad jurídica que envuelve a las cleptocracias.
Ruanda es un ejemplo bastante representativo. En 2009 la empresa norteamericana Race Point Group fue contratada por el gobierno ruandés y su presidente Kagame para darle un giro radical a la nefasta imagen que tanto el país como sus dirigentes habían cosechado debido, entre otras cosas, a la sistemática violación de los derechos humanos y a la arraigada corrupción institucional de esta cleptocracia. «Ruanda, transformando una imagen internacional», reza el eslogan de una de las webs creadas por esta agencia para el país africano.
Desde un punto de vista jurídico, la labor que desempeñan estas agencias es legal. «Se trata de una actividad comercial más; otra cuestión es lo cómodos que se pueden sentir en la agencia desde el punto de vista ético», explica Cristina Manzano, subdirectora general de la Fundación para la Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (Fride) y directora de la revista Foreign Policy en español.
¿Deberían existir restricciones legales de algún tipo? ¿Vale todo a la hora de cambiar la reputación de un país o sus dirigentes? Steve Earle, de la agencia londinense Speed Communications, sostiene que “ser correcto legalmente no es suficiente; la ética también ha de tenerse en cuenta”. Para este experto en comunicación no se puede pasar por alto que las tiranías soportan mejor el paso del tiempo si tienen una buena imagen internacional. A su juicio, que la labor de comunicación sea correcta o no desde un punto de vista ético «dependerá siempre de la naturaleza de su cliente y del impacto que éste tenga en las actividades del resto del planeta».
En esta dirección apunta también la Asociación de Consultores de Relaciones Públicas de Estados Unidos. «Las compañías deberían rechazar los casos de clientes que incurran en actividades que pudieran ser ilegales, no éticas o contrarias a las prácticas profesionales». Asimismo, advierten que las firmas que trabajen con este tipo de países «deben aceptar el riesgo al que someten a su propia reputación».
Una vez más, el problema que envuelve todo es el dinero. Todo parece tener un precio. «Al final se trata de una cuestión de beneficio económico y, desgraciadamente, la percepción de la reputación en ocasiones es tamizada por los incentivos económicos que se obtienen», opina Fernando Urías, director de Dialoga Consultores Madrid. «Es un negocio boyante. Se necesitan muchos millones y bastante tiempo para poner en marcha estas campañas de lavado de imagen y reputación».
Ese es, quizá, el punto álgido de todo el debate: las oportunidades de negocio que surgen en estos países parecen justificar las acciones emprendidas. Michael Harris, de la organización Index Censhorship, nos explica que estas agencias «intentan normalizar este tipo de regímenes a través de atractivos reportajes sobre fantásticas vacaciones y artículos de negocios sobre inversiones. Estas firmas son un instrumento para que la economía de estos regímenes continúe». Como ejemplo cita el caso de Grayling, «la única gran empresa de relaciones públicas presente en Bielorrusia, que actualmente trabaja para atraer la inversión hacia la última dictadura Europea».
Para algunos, la voluntad de cambio de un dictador es motivo suficiente para establecer relaciones comerciales. La empresa británica de relaciones públicas Bell Pottinger -presidida por Lord Bell, el que fuera asesor de comunicación y relación con los medios de Margaret Thatcher- sostiene que «trabajar con regímenes despóticos es aceptable, siempre y cuando sus líderes estén de verdad comprometidos a cambiar», según declaraciones recogidas por la Oficina de Investigación Periodística de la Universidad de Londres (TBIJ, por sus siglas en inglés).
Un antiguo negocio
Buscamos informes y documentación que pongan de manifiesto y confirmen las cifras que mueve este negocio, pero sólo encontramos datos que revelan tanto el TBIJ como distintos medios de comunicación. El periódico canadiense The Globe and Mail publicaba hace poco que campañas como la de Race Point con Ruanda rondan los 50.000 o 65.000 dólares mensuales.
Nos ponemos en contacto con la empresa Race Point, pero desde su departamento de prensa nos informan de que debido a su «política de privacidad no nos está permitido desclasificar ningún tipo de información sobre nuestros clientes, perfiles o tarifas». Tampoco Burson & Marsteller ni Bell Pottinger quieren colaborar. Pero en unas grabaciones realizadas por el TBIJ a Bell Pottinger se observa al director de asuntos públicos de la compañía, Tim Collins, afirmando que estas campañas pueden llegar a mover hasta «100.000 libras británicas mensuales para hacerlo realmente efectivo».
Consultando a varias ONG y distintas organizaciones obtenemos la misma respuesta negativa que no deja de llamarnos la atención. Ni Transparencia Internacional España, ni Reporteros sin Fronteras ni Amnistía Internacional puede proporcionarnos datos. «Es un área que no trabajamos», afirman desde el departamento de comunicación de Amnistía Internacional en Londres.
¿Cuál es el motivo de tanta falta de información? ¿Nos encontramos acaso ante una nueva tendencia que se está empezando a desarrollar y de la que aún se sabe poco?
Nada más lejos de la realidad. Según Paul Knox, profesor asociado del Colegio de Periodismo de la Universidad Ryerson de Toronto (Canadá), «estas prácticas se originaron hace más de un siglo». «Basta ver el caso de 1898 cuando la Junta (el autodenominado Gobierno en exilio de los insurgentes cubanos) logró promover su causa y demonizar a las autoridades españoles hasta tal punto que la llamada prensa amarilla estadounidense salió rabiosamente en su favor».
«Empresas especializadas en el lavado de imagen y reputación han sido contratadas por los opositores de Fidel Castro y por los que promovían una política más suave hacia Cuba, así como por los Duvalier o por los amigos de Jean-Bertrand Aristide», explica Knox.
Las estrategias que diseñan y desarrollan estas agencias de relaciones públicas son cada vez más sofisticadas y sutiles y, en muchos casos, no llega a la población. «No olvidemos que las herramientas de estas campañas van, por lo general, mucho más allá de la publicidad. Hay una intensa tarea de relaciones públicas con públicos diversos (funcionarios públicos, periodistas, líderes de opinión, sociedad civil) que se desarrolla de una manera más discreta, pero, a menudo, también más eficaz», explica la directora de Fride.
Pero lo cierto es que, según los expertos, también la reputación de un país se puede cambiar. «Aunque es algo muy difícil, más cuando ha caído en el abismo, sí se puede», explica el director del Reputation Institute, Fernando Prado. «Se trata de percepciones generación tras generación, que no se crea ni se cambia de un día para otro, pero que se puede llegar a transformar».
«Hablamos de contratos millonarios a medio y largo plazo, pero esto no llega a la opinión pública. Son movimientos muy discretos y sigilosos. Se trata de campañas que no están dirigidas a la opinión pública en general, sino a nichos concretos; no pretende cambiar todos los sectores de la población, sino determinados grupos de interés (políticos, empresarios, organismos de regulación). Segmentan sus objetivos y se dirigen de manera concreta hacia estos grupos de interés», añade Urías.
Por su parte, Michael Harris, de Index Censorship, subraya la que la ausencia de libertades en estos países también juega, en este caso, a favor de los dictadores. «Bielorrusia o Azerbaiyán son países donde no existe libertad de información, con lo cual es muy difícil averiguar realmente qué está pasando».
Hacia la reforma legal
Desde Index Censorship están trabajando para conseguir alcanzar una ley que obligue a mayores cuotas. «Pedimos más información al respecto: con quién trabajan, para quién, el dinero invertido. Se necesita algo como el Acta de Registro de Estados Unidos».
Esta ley obliga a firmas y lobbies que trabajen con gobiernos a desclasificar cierto tipo de información relativa a sus contactos, detallando cada reunión tanto con miembros gubernamentales como de los medios de comunicación, incluyendo día, hora, motivo del encuentro y método o vía empleado.
«En Reino Unido no hay una obligación hacia los lobbies para reportar sobre su actividad (tampoco a nivel europeo) y estos rechazan publicar sus datos», explica Harris. Esto explica que Londres se haya convertido en el centro de estas agencias de relaciones públicas.
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