Sociedad

¿Para qué sirven las leyes?

Tras varios años de permanente rivalidad política, fragilidad democrática y desilusión generalizada, los ciudadanos pueden llegar a replantearse la validez de las reglas del sistema. No son (ni serán) los únicos: pensadores como Aristóteles o Hobbes ya lo hicieron siglos atrás.

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20
febrero
2023

En Milán, los domingos es ilegal fruncir el ceño en espacios públicos. Sin embargo, en Chester, Inglaterra, el mismo domingo es legal disparar a un galés después de la medianoche, siempre que sea con una ballesta y cuando esté en las murallas de la ciudad. Aunque difícilmente te multen por no sonreír o difícilmente salgas impune por matar a un galés, estos son dos ejemplos que, aunque anecdóticos, motivan una pregunta esencial: ¿son útiles las leyes?

En principio, las leyes son el resultado natural del desarrollo humano. Son la prueba de que poseemos inteligencia suficiente como para reconocer dos cosas: que los conflictos son inevitables y que la cooperación catapulta el progreso. No obstante, desde la introducción del derecho en la civilización hasta hoy, muchos pensadores han dedicado libros enteros a interpretar su función y utilidad.

Aristóteles decía que los humanos eran «animales políticos» organizados en sociedades para las cuales necesitaban un marco integral de reglas e instituciones: «Las verdaderas formas de gobierno tendrán obligatoriamente leyes justas, mientras que las formas pervertidas de gobierno tendrán leyes injustas». Para Tomás de Aquino, por otra parte, las leyes eran como una ordenanza de la razón para el bien común, hecha por quien tiene el cuidado de la comunidad (razón por la cual las leyes deben fundamentarse en la razón y no meramente en la voluntad del legislador). Por su parte, Thomas Hobbes hablaba de la ley como el principal instrumento de un soberano para servir los objetivos del gobierno, que eran –o debían ser– la paz y la seguridad personal de todos sus ciudadanos. 

Las leyes son la prueba de que poseemos inteligencia suficiente como para reconocer dos cosas: los conflictos son inevitables y la cooperación es progreso

Dicho lo cual, y teniendo en cuenta la complejidad del debate, parece que las leyes están generalmente reconocidas como una acertada construcción del ser humano, siendo uno de los sistemas principales para controlar –en el buen sentido– a una sociedad y su correcto desarrollo. Sin duda, las leyes mantienen el orden social y previenen el caos mediante el establecimiento de límites claros en lo que es el comportamiento «aceptable» bajo una época o cultura específica. Además, las leyes protegen los derechos individuales, como el derecho a la vivienda, a la integridad física o a la protección contra la tortura. Dicho de otro modo, son acuerdos que ayudan a prevenir el abuso de poder por parte de determinados individuos o incluso el propio Estado. También juegan un papel crucial en el fomento de la justicia: las leyes deben garantizar la paz, el respeto y la responsabilidad de cualquier persona en relación a sus propias acciones.

Ahora bien, las leyes pueden ser un arma de doble filo según quién y cómo se lleven a cabo. Por ejemplo, pueden infringir las libertades individuales mediante la limitación de la libertad de expresión o de reunión o pueden ser discriminatorias contra colectivos basados en etnia, género, religión u orientación sexual. Incluso, tal como sucede con las anécdotas de Chester y Milán, hay leyes que pueden quedarse anticuadas y, por tanto, ser un obstáculo para el progreso y la innovación. De forma similar, la rigidez de ciertas reglas pueden ser perjudiciales, ya que no permiten la valoración de ciertas circunstancias a la hora de cometer un delito.

En conclusión, es común que algunos frunzan el ceño cuando se debata la utilidad de las leyes, ya que siempre resuena más lo que no funciona que lo que sí lo hace. Sin embargo, las leyes, en el sentido más pragmático de la palabra, deberían proporcionan un marco de resolución de conflictos, además de proteger los derechos de los individuos y mantener cierta estabilidad social. Ahora, si se ha de fruncir el ceño por la controversia que provocan, que no sea ni en Milán ni en domingo.

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