Sociedad

Por qué nos gusta lo que nos gusta

Aunque conceptos clásicos como la simetría puedan influir en la percepción de la belleza, la anatomía de nuestro cerebro, las experiencias previas o el contexto en el que recibimos estímulos externos conforman (y modifican) nuestras preferencias.

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03
junio
2022

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Los seres humanos, al igual que otros sistemas cognitivos, somos sensibles al entorno. Utilizamos información sensorial para guiar nuestro comportamiento. Para ser en el mundo. Decidimos cómo actuar en base al valor hedónico que asignamos a objetos, personas, situaciones o eventos. Buscamos y nos involucramos en comportamientos que conllevan resultados positivos o gratificantes y evitamos aquellos que acarrean consecuencias negativas o punitivas. Es más, construimos nuestro conocimiento del mundo según cuánto nos gustan los elementos del entorno, y lo hacemos aprendiendo y generando expectativas sobre ellos. La valoración hedónica es, en definitiva, un mecanismo biológico fundamental. Más aún, es crucial para la supervivencia.

Tradición normativa

Durante milenios, filósofos y científicos han perseguido una meta común: identificar leyes entre las propiedades de los objetos y el placer de percibirlos. La idea de que la preferencia emana del objeto se remonta al pensamiento filosófico clásico. La escuela pitagórica sostenía que el valor hedónico de cualquier objeto reside en la armonía y proporción entre sus partes. Similarmente, propiedades como la simetría, el equilibrio y la proporción áurea han sido postuladas como determinantes de nuestros gustos.

Esta tradición de pensamiento asume que el valor hedónico es consustancial al objeto. Por tanto, se espera que provoque respuestas predeterminadas en términos de belleza, gusto o deleite. El epítome moderno de esta tradición es un estudio reciente en Nature Human Behavior. Sus autores afirman que las preferencias se pueden predecir a partir de las características de los estímulos.

Pero entonces, ¿por qué tenemos gustos tan distintos y cambiantes sobre lo mismo? ¿Por qué amamos lo que otros detestan, y al contrario? ¿Cómo es posible que deje de gustarnos algo que nos encantaba, o a la inversa? ¿Acaso las propiedades de los estímulos no bastan para explicar por qué nos gusta lo que nos gusta?

Sensibilidad hedónica

Estas teorías y el supuesto en que se articulan no han resistido el escrutinio empírico. La simetría no gusta a todo el mundo; depende de la experiencia y la personalidad. La preferencia por la proporción áurea refleja promedios, no gustos individuales. Es un error asumir que las tendencias generales implican uniformidad o informan sobre leyes universales. En realidad, enmascaran una importante variabilidad en sensibilidad hedónica. Es decir, en el papel que juegan las propiedades de los objetos en cuánto nos gustan.

Cada persona aporta un bagaje único de experiencia y conocimiento a la valoración. Además, la valoración misma no es ajena a la situación en que tiene lugar. De ahí el dicho «para gustos, colores».

Diferencias individuales

Ciertamente, nos gustan cosas distintas y de distinta manera. Cada cual es hedónicamente sensible (o insensible) a características de los objetos en su propia medida. Una razón para ello es que los cerebros son distintos, por causas genéticas, de desarrollo o experienciales. Esto hace que los procesos que subyacen a las valoraciones también varíen. Examinar dichos procesos individuales es clave para comprender los mecanismos generales. La neurociencia ha contribuido sustancialmente a este respecto. Exploremos un ejemplo.

Elegimos por comparación entre la respuesta por defecto y su alternativa

La conectividad entre las áreas sensoriales y el sistema de recompensa es esencial para la valoración hedónica. Explica una gran variabilidad en el placer que obtenemos de estímulos como la música. Esto significa que el placer de escuchar música depende de cómo se comuniquen estas áreas cerebrales. Tanto es así que la información sensorial no transmitida al sistema de recompensa carece de valor hedónico. Es lo que ocurre en la anhedonia musical específica, donde dicha comunicación está impedida. Como resultado, las personas con esta condición son incapaces de experimentar placer con la música.

Otro factor importante es la experiencia previa. Además de afectar a la representación mental del estímulo, modula su valoración. Es responsable de diferencias en el gusto entre personas y entre distintos momentos en la misma persona. Por un lado, la familiaridad es esencial para definir preferencias. De hecho, el placer experimentado con música familiar y no familiar implica distinta actividad cerebral. Es más, aunque demasiada repetición pueda llegar a hastiarnos, nos gusta lo que conocemos.

Por otro lado, el gusto por objetos pertenecientes a distintas categorías está sesgado por nuestras preferencias. De modo que la categoría preferida establece el rasero por el que evaluamos ambos objetos. Es decir, elegimos por comparación entre la respuesta por defecto y su alternativa.

Factores contextuales

Las diferencias individuales explican la diversidad en el gusto entre la gente. Y cómo se articula la valoración modula el gusto según las circunstancias. Nos gustan cosas diferentes en momentos diferentes. Entonces ¿cómo desarrollamos preferencias? Las entidades físicas relevantes para la supervivencia se asocian con propiedades sensoriales específicas. Esto nos permite aprender a detectar peligros y ventajas. Es el principio básico por el cual generamos preferencias. Sin embargo, resulta insuficiente para explicar por qué nuestros gustos varían. Una razón es que las valoraciones son sensibles al contexto.

La mayoría de sistemas cognitivos desarrollan mecanismos que permiten considerar además otra información relevante; información referida al estado, necesidades, objetivos y expectativas del sistema, y a las condiciones de valoración. Así, a las hembras de peces guppies les gusta un macho rechazado previamente si ven a otras hembras persiguiéndolo.

Las expectativas, la fisiología y el ambiente influyen considerablemente en la valoración. Afectan al modo en que los sistemas perceptivos, cognitivos y emocionales actúan sobre ella. Por ejemplo, cuando tenemos hambre, ingerir algo dulce suele resultar muy placentero. Al irnos saciando, va disminuyendo el placer de comer, hasta el punto de aborrecer nuestros alimentos favoritos en ciertos momentos.

Sistemas de valoración

En síntesis, el valor hedónico no es inmanente al objeto. No puede predecirse únicamente en base a sus características. Depende de la neurobiología individual y los recursos computacionales involucrados. Lo cual no implica que las valoraciones sean arbitrarias. Si lo fueran, tendrían escasa utilidad biológica. Muy al contrario, los mecanismos cerebrales han evolucionado para proporcionar respuestas flexibles en un entorno cambiante.

El mismo estímulo puede adquirir un valor radicalmente opuesto según la coyuntura. Puede ser beneficioso para un individuo y perjudicial para otro; beneficioso bajo unas circunstancias y perjudicial en otras. Por tanto, los sistemas de valoración son adaptativos, no prescriptivos. Sirven mucho mejor a la supervivencia al predecir el valor de los objetos en situaciones concretas.

Para entender por qué nos gusta lo que nos gusta, es necesario considerar dos aspectos esenciales. Primero, los sistemas de valoración constituyen una organización compleja de nodos computacionales que interactúan dinámicamente. Y segundo, esta incluye necesariamente al sujeto y su contexto.

La percepción no es un registro pasivo de las propiedades de los objetos. Es el medio por el cual un sistema cognitivo activo intenta dar sentido al mundo. Y lo hace evaluando continuamente la experiencia, objetivos y expectativas asociadas a los mismos. Nuestra visión del mundo nunca es ingenua. Percibimos y valoramos a través de una lente individual y situada; la lente de nuestra experiencia, conocimiento, intereses, necesidades, objetivos y expectativas. Nos gusta lo que nos gusta porque somos quienes somos, aquí y ahora.The Conversation


Ana Clemente es postdoctoral researcher in cognitive neuroscience, Universitat de Barcelona. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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