Medio Ambiente
No todo lo ‘bio’ es ‘eco’: viaje por un laberinto de etiquetas
Muchas compañías se esfuerzan por ser más ‘ecofriendly’, pero otras esconden las prácticas habituales bajo etiquetas como ‘orgánico’. ¿Cómo podemos saber qué productos son realmente responsables con el medio ambiente, los animales o las personas?
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2021
Artículo
La sostenibilidad «está de moda» y muchas compañías usan el denominado greenwashing –disfrazarse de ecologista aunque se mantengan prácticas dañinas– para llamar la atención del consumidor. Las etiquetas «bio», «eco» u «orgánico» son ya habituales en los supermercados y otros establecimientos de alimentación, llegando a confundirlas en muchas ocasiones. Sin embargo, no todo lo que se vende como «biológico» es necesariamente «ecológico».
La diferencia fundamental entre las dos categorías es la que señala el reglamento europeo sobre producción ecológica, cuya primera modificación data de 2007, mientras que la última, aprobada en 2018, ha entrado en vigor este mismo año. La normativa, así, considera como alimento ecológico aquel que ha sido cultivado en un suelo aprobado para dicho uso con la utilización exclusiva de fertilizantes naturales, dejando fuera las modificaciones genéticas y los pesticidas para el control de plagas; es decir: no se pueden usar fertilizantes nitrogenados, pero sí aquellos que encajan en la categoría de biodinámicos.
Algo parecido ocurre con la llamada ganadería ecológica, que obliga a mantener unas determinadas formas de alimentación, ciertos tratamientos médicos animales y unas particulares condiciones de vida. En España, no obstante, son las Comunidades Autónomas las que otorgan el certificado a través de la oficina específica que exista en sus respectivas consejerías de agricultura (o consumo).
El sello «bio» o el sello «orgánico» simplemente modulan las consideraciones de la etiqueta «eco»: el primero se limita a restringir las modificaciones genéticas o de biotecnología que haya podido sufrir el producto, mientras el segundo certifica que no se han producido intervenciones químicas de ningún tipo para su cultivo. Por tanto, se puede ser «ecológico» y, a su vez, poco sostenible
Esta clasificación también tiene sus detractores. Por ejemplo, las manzanas procedentes de Chile o los kiwis de Nueva Zelanda cuentan hoy con el certificado «eco» en muchos países de la Unión Europea, cuando es evidente que tan solo su traslado desde sus países de origen ya tiene un considerable impacto ambiental en relación a la emisión de gases de efecto invernadero. Otra crítica que se le plantea, aunque es un debate que excede a este artículo, es que se prohiba el uso de técnicas de mejora genética como los transgénicos y CRISPR.
Aumentar el cultivo considerado «ecológico» por la UE aumentaría el precio de los alimentos y emitiría más gases de efecto invernadero
Lo cierto es que algunos estudios –como el publicado por Nature en 2019 sobre los métodos «orgánicos» en la agricultura de Inglaterra y Gales– apuntan a que aumentar el tipo de cultivo que hoy se considera «ecológico» por parte de la UE no solo aumentaría el precio de los alimentos –una transición ecológica justa es una de las principales preocupaciones de Bruselas–, sino que paradójicamente también emitiría más gases de efecto invernadero.
En España, expertos como José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología en la Universitat Politècnica de València, han apuntado a que el sello «ecológico» o similares obvian dos de las bases de la dieta sostenible: el consumo de proximidad y el de productos de temporada. Xavier Simón, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Vigo, escribía lo siguiente en Más allá del plato: «Analizando la dieta alimentaria de mi entorno, esta parece apuntar a que el sector agrícola tiene graves efectos en la biodiversidad y la emisión de gases de efecto invernadero por la vía de la deslocalización, que también abunda en la desigualdad económica –productoras familiares arrinconadas por grandes corporaciones– y sanitaria –nunca hemos producido tanta y al mismo tiempo tenido tantas carencias nutricionales–».
Irónicamente, esta es una estrategia que coincide con la aprobada por el Consejo Europeo –aunque luego algunos de los reglamentos de la UE la contradigan–, la cual ha sido bautizada como De la granja a la mesa; una estrategia, esta, que busca potenciar la soberanía alimentaria en los países miembros y la promoción de una dieta sana y sostenible basada en los productos propios de cada zona.
La alimentación sostenible, por tanto, se encontraría sencillamente en un consumo responsable basado en respetar los ritmos de la propia naturaleza y los productos de cercanía. Es decir que, en realidad, es mucho más respetuoso con el entorno comprar fruta y verdura de temporada a un productor local que comprar algo –envuelto en plástico– que contenga el sello «bio» o «eco» (y que puede proceder, además, del otro lado del mundo).
COMENTARIOS