Cultura
Alexander Solzhenitsyn: 50 años del Nobel del terror
Su figura como afamado literato no podría separarse de su encarnación política como disidente de la URSS: ocho años de trabajos forzados cimentaron su fuerte oposición a la represión en los ‘gulags’ y la crítica a las democracias occidentales.
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El aspecto bíblico de Alexander Solzhenitsyn no parece algo accidental: una larga barba gris, un cráneo carente de cabello, una estrecha y escrutadora mirada y una ropa especialmente austera forman la figura de uno de los escritores con mayor importancia dentro de la literatura rusa del siglo XX. Toda su obra, de hecho, trasciende a la literatura, alcanzando una connotación política difícilmente comparable en la actualidad: la literatura creada por Solzhenitsyn no se entiende sin sus marcadas visiones políticas (y viceversa).
El autor nace en 1918 –hijo de la Revolución de Octubre (1917) que lleva al poder a los bolcheviques– en la ciudad rusa de Kislovodsk, cercana a la región caucásica, y no es hasta 1945 cuando, muy a su pesar, su figura comienza a adquirir notoriedad. Es en ese mismo año, tras servir durante la guerra como oficial de artillería en el ejército soviético, cuando es arrestado por unas cartas privadas en las que no solo realizaba una lastimosa comparación entre las condiciones de los campesinos soviéticos y los de la Europa central, sino que también vertía diversas críticas sobre Iósif Stalin, por entonces aún el hombre al mando de la Unión Soviética. Es en ese contexto marcado por la confrontación política y la escalada armamentística, cuando se empezará a gestar una de sus obras más reconocidas internacionalmente.
Paradójicamente, y en concordancia con sus ideales cristianos, su obra más famosa, Archipiélago Gulag, solo fue posible gracias al sufrimiento experimentado de primera mano en su condena a ocho años de trabajos forzados –cuya crudeza se vería posteriormente reducida al ser trasladado a unas instalaciones con condiciones menos extremos, debido a su licenciatura en matemática y física-. En una entrevista con el escritor alemán Daniel Kehlmann, poco antes de su muerte, afirmaba que «la suerte que corrí en el gulag –un campo de concentración de la antigua Unión Soviética– tuvo un gran efecto en mis opiniones y mis creencias a lo largo de los años. Me aportó una clara visión de todo lo que era el bolchevismo, el comunismo soviético y me dio la posibilidad de penetrar, muy profundamente, en las condiciones de nuestra existencia».
El concepto de ‘gulag’ queda hoy ligado a Solzhenitsyn, responsable de mostrar la magnitud del horror a las sociedades occidentales
En la época en la que se publicó Archipiélago Gulag, 1974, casi treinta años después del arresto, Leónidas Brezhnev estaba al mando. «La palabra clave para definir este contexto fue la distensión: dos superpotencias trataron de coexistir pacíficamente entre sí, reconociendo la existencia de las respectivas zonas de influencia», explica Álvaro Ferrary, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Navarra. Dentro del país, sin embargo, se producía un estancamiento tanto político como económico, alcanzando incluso a la esfera cultural de toda la URSS, donde los tímidos pasos dados durante el mandato de Nikita Jruschov en torno a una cierta apertura se congelaron. «Cuando se le concedió el Nobel, ya era un novelista experimentado y afamado. También un conocido disidente en un momento en el que la opinión pública occidental era particularmente sensible a la disidencia que se estaba desarrollando en la Unión Soviética desde mediados de la década de 1960», prosigue el experto.
El Nobel llegaría a manos del autor ruso en 1970, cuatro años antes de la publicación de su obra. «Las razones de la concesión del premio fueron dobles: políticas, en atención a la condición de disidente de Solzhenitsyn, y literarias, dada la indudable calidad literaria del autor. Es verdad que, sin su activismo político, la concesión del premio seguramente no hubiese tenido lugar… al menos ese año», señala Ferrary. Es por ello que, indica, su talento literario no fuese un obstáculo para que «su figura también fuera utilizada políticamente para criticar a la URSS».
No obstante, su gran triunfo no fue tanto fruto del propio premio como por el hecho de haber conseguido publicar Archipiélago Gulag. El concepto de gulag queda hoy ligado a su figura: él fue el responsable de mostrar la magnitud del horror a las sociedades occidentales. «Los que van allí a morir, como usted y yo, mi querido lector, deben pasar forzosa y exclusivamente por el arresto. ¡El arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos?», reza el comienzo de la obra de Solzhenitsyn. En ella se detalla la vida en las duras instituciones penales de la URSS –a partir de la experiencia del propio autor y de los testimonios de más de 200 prisioneros–, pero también se relata con precisión la desesperanza que podía llegar a impregnarlo todo.
¿Artista o disidente?
Su primera novela fue una de las mayores concesiones de la URSS a la vida cultural, si bien las publicaciones de algunos autores como Boris Pasternak seguían prohibidas. Publicada en 1962, Un día en la vida de Iván Denisovich constituía un vivo relato sobre veinticuatro horas en la vida de un obrero en uno de los campos de trabajos forzados estalinistas. Su nombre comenzó a escucharse en Occidente, a la vez que su causa como disidente político despega. Junto con Andréi Sájarov y Roy Medvedev, Solzhenitsyn empezó a convertirse en una de las principales figuras que se oponía públicamente al poder soviético. Así los definía el historiador Robert Service en Historia de Rusia en el siglo XX: «Todos llegaron a la conclusión de que un entendimiento con el Politburó [máximo órgano ejecutivo] no funcionaría. Eran disidentes típicos de los años setenta, que compartían el rasgo de sacar energía espiritual de la aceptación de sus condiciones de vida y trabajo. Contaban con la ventaja de creer firmemente en lo que decían y estaban dispuestos a soportar los castigos que les infligía el Estado».
No todos los disidentes promovían el mismo tipo de ideales, más allá de sus convicciones individuales. Mientras que Sájarov centraba sus ideas en las creencias democráticas, Medvedev se declaraba como un comunista reformista radical que no veía error en el leninismo. Solzhenitsyn, en cambio, se convirtió en el disidente más polémico por la fuerza de su obra y por la radicalidad que, poco a poco, fueron adquiriendo sus ideas. Como explica Service, «el anterior anti-leninismo matizado de Solzhenitsyn –afirmaba que era algo ajeno a toda virtud y tradición rusa– dio paso a ataques estridentes no solo contra el comunismo, sino contra prácticamente toda variante de socialismo y liberalismo, e incluso rehabilitó la memoria de los últimos zares».
A los ojos del autor, todo quedaba subordinado frente a la nación
Según Ferrary, «Solzhenitsyn se integra en la tradición mística de progenie cristiano-ortodoxa, que es tan importante en la literatura rusa». El misticismo religioso, así como el nacionalismo, serían dos de los grandes pilares sobre los que se sustentaría el intelectual. Sus rutinas demuestran el particular ascetismo que invadía su vida: cuando Solzhenitsyn empezó la relación con su esposa en la universidad, le advirtió de que tan solo podrían quedar durante una hora y, además, las citas tendrían lugar tan solo después del cierre de las bibliotecas». Toda la ideología del intelectual se puede resumir en la cita que dejó en una entrevista al diario ABC, donde afirmaba que «el orden social es extremadamente importante, aunque el orden moral todavía lo es más».
La concepción que Solzhenitsyn tenía de Rusia era la de un ente histórico particular único, lo que le llevaba a perseguir un triunfo político cercano a «lo ruso», algo que, en realidad, ya había sido discutido por intelectuales decimonónicos, como Lev Tolstoi o Ivan Turgenev. A los ojos del autor, nada convencido de los sistemas democráticos liberales, todo quedaba subordinado frente a la nación. Cabe recordar, en este sentido, que el propio Solzhenitsyn declaró en 1976, un año después de la muerte de Franco, estar sorprendido por las libertades que se disfrutaban en España.
Solzhenitsyn, en parte, consideraba que las sociedades occidentales estaban llenas de mediocridad. En su obra, El colapso de Rusia, llegaba a afirmar que «no tengo ninguna esperanza en Occidente y ningún ruso debería tenerla. La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón». Su refugio lo encuentra, en el cristianismo ortodoxo, razón por la cual llega a afirmar que la única esperanza moral es «una elevación en torno a la religión». Una vuelta a la tradición que no se ha cumplido –salvo en términos simbólicos– en Rusia.
A pesar de convertirse en un símbolo de lucha por la libertad, hoy Vladimir Putin reivindica su figura. De hecho, en 2018 inauguró una estatua conmemorativa Solzhenitsyn en Moscú y no dudó en afirmar que el escritor, ante todo, profesaba un «amor sin fronteras» a su patria. Sin embargo, es más allá de sus ideas donde se encuentra su verdadera herencia: Archipiélago Gulag es la obra que nos obligó a mirar dentro de las sombras más densas.
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