Opinión
Fascismo: una advertencia
Madeleine Albright fue embajadora en Naciones Unidas y la primera mujer en convertirse en secretaria de Estado de EE.UU. En su aclamado libro ‘Fascismo. Una advertencia’ (Paidós), recurre a experiencias de la infancia en una Europa devastada por la guerra y a su dilatada carrera para poner al siglo XXI frente al espejo y recordarle los trágicos errores del pasado.
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A la gente le gustan las películas en las que el protagonista es un héroe que busca justicia, y la razón es muy sencilla. En estos filmes, un ciudadano respetuoso con la legalidad es herido de algún modo –asesinan a su amante, secuestran a su hija, sufre una violación que la justicia no persigue– y la policía no puede brindarle ninguna solución. Por eso nos identificamos con agentes vengadores como los que encarnan en la pantalla Liam Neeson, Bruce Lee, Jodie Foster o Batman cuando dan rienda suelta a su furia y salen en busca de su objetivo, que saben no será nunca procesado. Cuando acaban con el villano, todos lo disfrutamos. Es un tipo de reacción que está en nuestra naturaleza, o al menos en una parte de ella.
«Incluso los que llegan a la vida política con las mejores intenciones pueden acabar sucumbiendo a los abusos de poder»
En las naciones, no es necesario que la ira personal esté tan arraigada para que se despierte el deseo de soluciones inmediatas. Mussolini y Hitler explotaron la angustia vital de sus ciudadanos tras la matanza de la Primera Guerra Mundial. Kim Il-sung se presentaba como el guardián y guía en un país traumatizado por cuarenta años de lucha. Miloševic y Putin se aprovecharon de la furia nacionalista tras la Guerra Fría. Chávez y Erdogan llegaron al poder en medio de una crisis política y económica que estaba dejando a la clase media sin su sustento financiero y condenándola a la pobreza. Orbán y sus compañeros de viaje de la derecha europea prometieron a sus votantes protegerlos de la diversidad religiosa, cultural y racial que golpeaba sus conciencias. Muchísimo tiempo antes, los antiguos israelitas se hallaban rodeados de sus enemigos y para hacerles frente suplicaron al profeta Samuel que les diese un rey: «Así seremos como las otras naciones, con un rey que nos gobierne y que marche al frente de nosotros cuando vayamos a la guerra». El profeta les dijo que debían pensárselo bien, porque el monarca haría luchar a sus hijos, pondría a sus hijas a su servicio y se quedaría con sus viñas, campos, ovejas y sirvientes para satisfacer sus propias necesidades. Como seguían diciendo que sí, que pese a todo eso querían tener un rey, el profeta se lo concedió. Cien años después, su reino estaba dividido y caminaba hacia la destrucción.
[…] El poder, como es sabido, crea adicción y, con el tiempo, conlleva abusos. Incluso los que llegan a la vida política con las mejores intenciones pueden acabar sucumbiendo a esa tentación. Por eso sería muy conveniente que prestáramos atención antes que nada a ciertas tendencias que no son en absoluto recomendables, por ejemplo, cuando pedimos soluciones fáciles para los grandes problemas a los que se enfrenta nuestro país y que son cualquier cosa menos sencillos. Recordemos cómo explicaba Hitler en 1936 su propia popularidad: «Yo le diré cuál ha sido la fuerza que me ha elevado a la posición que ocupo. Nuestros problemas políticos parecían complicados; el pueblo alemán no podía hacerles frente. […] Yo, por mi parte, […] los reduje a términos más sencillos. Y las masas se dieron cuenta y me siguieron».
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