Cultura

Ni locas de amor ni enfermas suicidas: las escritoras contra el mito de Ofelia

La imagen de la mujer suicida se popularizó en los siglos XVIII y XIX como símbolo de las pasiones amorosas desbordadas y la fragilidad de la psique femenina. Frente a este estereotipo, las escritoras decimonónicas denunciaron la violencia que abocaba a las mujeres de su tiempo a preferir la muerte.

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26
noviembre
2024
‘Ophelia’ de John Everett Millais. Google Art Project

«No estoy loca, estoy hasta el coño». Esta frase, viralizada a partir de un conocido meme surgido de la exitosa serie Paquita Salas, bien podría haber sido pronunciada por alguna de las protagonistas de las novelas que publicaron durante el siglo XIX escritoras como Rosalía de Castro, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Mary Ann Evans (más conocida por su pseudónimo, George Eliot), Kate Chopin o Marie d’Agoult, entre otras.

Coincidieron en abordar este asunto, el de la mujer suicida, desde una perspectiva que evidencia un malestar no solo con la imagen estereotípica de la loca por amor o de la mujer eternamente enferma, sino también con un discurso cultural que opacaba tras ellas toda una serie de violencias particularmente femeninas.

Ofelias suicidas

La imagen de la mujer suicida se popularizó en los siglos XVIII y XIX como símbolo de las pasiones amorosas desbordadas y la fragilidad de la psique femenina. Su éxito se debió, sobre todo, a que esta representación refrendaba el discurso médico que definía a la mujer como mentalmente inferior al hombre, particularmente sensible e irracional, a la vez que entendía el suicidio como el resultado de una enfermedad mental a la que ellas estaban más predispuestas.

Estas escritoras debieron enfrentarse a un imaginario que las prefería bellas y muertas antes que con voz propia. Si recurrimos a aquel mantra de que una imagen vale más que mil palabras, quizás la referencia a un cuadro de la más ilustre suicida nos permita reflexionar sobre cuál era esa imagen que las escritoras decimonónicas debieron revertir en sus obras literarias.

Me refiero al personaje shakesperiano de Ofelia, convertido en habitual inspiración pictórica a lo largo del siglo XIX. De entre todas ellas, una de las más conocidas es la firmada por el pintor prerrafaelita John Everett Millais en 1852.

La bella imagen de Ofelia, entregada a una muerte segura bajo las aguas, era un claro ejemplo de los riesgos que la cosificación y estetización de la imagen femenina tiene para estas (la poeta Elizabeth Siddal, modelo para el cuadro, enfermó gravemente en el proceso de posado). Además se convirtió en un icono estético que sublimaba la invalidez y la pasividad como atributos femeninos. Esta representación revela un cambio en la comprensión del suicidio como resultado de la inestabilidad mental.

Medicalizadas

En este periodo se propició una medicalización del suicidio que permitía comprender este acto como uno ligado a la locura. En consecuencia, se viró de la condena cristiana a visiones más empáticas que entendían a la suicida como una víctima. Me refiero a la suicida porque esta medicalización se vio acompañada por una feminización que venía a apuntalar las ideas médicas vigentes sobre la psique femenina. Así, se construyó una ficción en torno a la prevalencia del suicidio a pesar de que las estadísticas –ni las de entonces ni las de ahora– no apoyaran esta realidad.

Además, el cadáver femenino se convirtió en una suerte de fetiche para la imaginación masculina. Como ya dijera Edgar Allan Poe, «la muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo». Así lo refrendan las innumerables obras pictóricas que muestran a mujeres suicidas o la ubicua presencia de suicidas –reales o imaginadas– en la prensa del periodo y en las ficciones decimonónicas.

No faltan ejemplos en las letras del periodo de estas locas suicidas: el poema «The Bridge of Sighs», de Thomas Hood; Zenobia en The Blithedale Romance, de Nathaniel Hawthorne; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Amor de Perdição, de Camilo Castelo Branco, o El audaz, de Benito Pérez Galdós. De esta manera, se instauró un relato en el que la mujer no solo vivía por el hombre, sino que también moría por él.

Ellas las escriben

La representación del suicidio por parte de las escritoras decimonónicas dista mucho de reproducir esta imagen estereotípica. Al contrario, se aprecia una reacción frente al mito de la mujer loca y suicida que niega tanto la realidad médica del suicidio como la justificación amorosa de este acto.

Novelas como Dos mujeres, de Gertrudis Gómez de Avellaneda; La hija del mar, primer trabajo de la gallega Rosalía de Castro; El molino del Floss, de Mary Ann Evans; Valentia, de Marie d’Agoult, o El despertar, de Kate Chopin, coinciden en buscar una explicación para el suicidio femenino que va más allá de su mera consideración como resultado de la demencia.

Más que como consecuencia de una locura para la que están genéticamente predispuestas, la muerte voluntaria se constituye como una herramienta para desasirse de las violencias que las oprimen y obligan a desarrollar una existencia infeliz a la que no se le ve fin. Si el argumento amoroso sigue presente en estas narraciones, su operatividad va orientada a probar el papel de la sociedad patriarcal en naturalizar la opresión femenina. Así, estas escritoras hicieron de este supuesto tema poético uno esencialmente político.

Sin mediar relación alguna entre estas autoras, las protagonistas de sus novelas reivindican con su muerte la necesidad de poner fin a toda una serie de opresiones que sufren por el hecho de ser mujeres: desde el oprobio social ante unos estándares morales que impiden cualquier realización que vaya más allá del modelo del ángel del hogar, a la falta de libertad física y simbólica para las mujeres, así como una insuficiente educación o la opresión intrínseca a la institución del matrimonio, al que no acceden en igualdad.

El suicidio se describe, además, como una decisión en la que se muestran cuerdas, denunciando de esta manera cómo el discurso médico imperante reducía el descontento inherente a la opresión patriarcal a un problema de neurosis femenina, así como la simplista mirada hacia el suicidio como únicamente un asunto médico.

Edna, Valentia, Maggie, Esperanza y Catalina, protagonistas de estas ficciones sobre el suicidio, eligen con su propia muerte un destino aciago en el que se muestran dueñas de su decisión, quizás la única que pueden tomar libremente. Sus ejemplos literarios prueban la necesidad de contemplar un futuro en el que sus identidades no se construyan meramente a partir de sus relaciones con otros hombres, así como la urgencia de revertir los mecanismos que impiden una existencia digna para las mujeres.

Esta reivindicación une a estas autoras que, desde diversos puntos del globo, compartieron unos desafíos similares que impedían la escritura literaria para ellas y la denuncia política en un tiempo en que no eran sino ciudadanas de segunda. Leer y mantener vivas sus obras es la mejor forma de mirar qué hay detrás de la ofeliesca imagen de la loca por amor.


Juan Pedro Martín Villarreal es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Universidad de Cádiz. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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