Cuando Europa aprendió a sonreír
La Ilustración puso de moda la sonrisa y mostrar los dientes, algo que hasta entonces no se estilaba –o no se veía socialmente bien– en una Europa en la que la salud dental aún no se había generalizado.
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Casi se podría decir que era lo que se esperaba de todos los Salones que año tras año se fueron celebrando en París y que mostraban lo más –lo último– del arte: que apareciese un cuadro maravilloso, que se viesen las más nuevas tendencias y que se produjese algún gran escándalo. En el Salón de 1787, Élisabeth Vigée-LeBrun fue tanto el gran escándalo de la muestra como la evidencia de un gran cambio. Su autorretrato –en que el que aparece con su hija Julie– la mostraba sonriendo a quien mira, y su sonrisa dejaba entrever sus dientes.
Sonreír a cámara es hoy el hábito casi por descontado. Aunque el cuánto se sonríe y a quién varía según las culturas –ahí están todos esos reels de personas estadounidenses que se sorprenden de que nadie les devuelva la sonrisa en Europa–, se asume que una sonrisa es el estado por defecto para las imágenes para el recuerdo. Sonreímos en las de los encuentros familiares, en las de la orla de la facultad o hasta en la que irá al DNI, con la resignación de saber que posiblemente saldremos mal. Y, por supuesto, se sonríe en los cientos de selfies que se sacarán a lo largo del año. Una pose seria en una fotografía de vacaciones llevará a quien la ve a preguntarnos qué nos pasaba.
Sin embargo, sonreír para la posteridad es algo bastante reciente, algo que, como explica en The Smile Revolution in Eighteen Century Paris el historiador Colin Jones, tuvo un momento de éxito, apogeo y desaparición en la Europa de la Ilustración. Fue en el mundo ilustrado cuando Europa aprendió a sonreír, aunque dejó de hacerlo con la Revolución Francesa y el mundo posterior. De ahí que Vigée-LeBrun estuviese capturando una revolución social y haciendo también su canto de cisne.
Por supuesto, no se trata de que nadie sonriese antes o que se desconociese la sonrisa. Lo que cambió fue, como explica el profesor Jones, cómo se veía socialmente el gesto, y también quién y dónde podía sonreír. Esto estuvo muy conectado a los cambios sociales en la visión de las personas y su lugar en el mundo (y la filosofía de la Ilustración), pero también a algo tan prosaico como la evolución de la odontología en el París del siglo XVIII.
Espectáculo dentista
Hasta el siglo XVIII, la odontología era más espectáculo que ciencia. Los dientes dolían, se picaban y había que quitarlos, pero quienes lo hacían no eran necesariamente expertos médicos. O lo que ya entonces se entendía como tal.
Los dentistas convertían la extracción de dientes en casi espectáculos circenses e iban acompañados por elementos llamativos (por ejemplo, un zoo) que capturaban el interés de la ciudadanía. «Uno de esos individuos era conocido porque extraía un diente con una mano mientras con la otra disparaba una pistola al aire, mientras tenía su cabeza en un saco», escribe el historiador.
Hasta el siglo XVIII, la odontología era más espectáculo que ciencia
Las cosas cambiaron en el París del Siglo de las Luces, cuando la odontología se visualizó de forma científica y se produjeron grandes avances en el tratamiento de los problemas dentales. Los dentistas escribían tratados con un lenguaje científico y, aunque seguían usando reclamos para llegar al mercado masivo (como publicar guías sobre salud dental o vender productos de limpieza y estética), se asentaron como una profesión seria y médica. Igualmente, se avanzó en áreas como la creación de dentaduras postizas e implantes.
Sonreír deja de estar mal visto
En paralelo, apunta Jones, se estaba también modificando la visión de la sonrisa. Si nos fijamos en los grandes retratos de la clase alta de los siglos previos se verá que lo habitual era presentarse al mundo con un rictus serio. El historiador pone como ejemplo uno de los más populares retratos de Luis XIV. El monarca no sonríe y el propio artista capta la forma de una boca marcada por la ausencia de no pocos dientes (la salud dental del rey era atroz). Esa expresión seria era lo que se esperaba de un gobernante y la ausencia de sonrisa suponía gravitas y un aire digno.
Incluso se asociaba una cara «en reposo» con un alma «calmada». Se evitaba la sonrisa y nunca, bajo ningún concepto, se mostraban los dientes (en el arte, pero también en los encuentros sociales). Sonreír mostrando los dientes no era «decente» y era «plebeyo». En los cuadros, solo sonreían abiertamente la clase baja o quienes han perdido el control de la razón, apunta el experto.
Además, el protocolo de la corte de Versalles implicaba mantener un semblante serio. Primero, porque el protocolo impuesto por Luis XIV –y que fueron manteniendo sus descendientes– era rígido y abominaba de la sonrisa. Segundo, porque, en verdad, tampoco podrían permitírsela: para mantener los estándares de belleza cortesanos y su palidez absoluta necesitaban embadurnarse la cara con una pasta blanca que, si sonreían, se craquearía.
En resumidas cuentas, no se sonreía en público –ni para el recuerdo– para ocultar unos dientes terribles y porque no era lo esperado.
Esto no ocurría en el París ilustrado, recuerda el historiador, donde se iba persiguiendo cada vez más una «belleza natural» y donde se empezó a asentar la idea de que la sonrisa era una ventana a la verdadera naturaleza de la persona. El choque de ideas entre la corte y el universo de los pensadores ilustrados llegaba hasta la sonrisa.
Al mismo tiempo, había cambiado la sensibilidad. El XVIII era el momento de éxito de la llamada comédie larmoyante –la obra de teatro que te quiere hacer llorar–, y en las novelas los personajes clave sonríen –y en su sonrisa transmitían la esencia de su humanidad–, lo que impacta en las propias personas que consumían esos productos, que querían sonreír como la Julie de Rousseau. Aparece un culto a las emociones como una manera sincera de mostrarse y, con ello, la sonrisa se altera. «La sonrisa ha cambiado realmente. Y esta nueva sonrisa tiene dientes», escribe Jones.
Aparece un culto a las emociones como una manera sincera de mostrarse y, con ello, la sonrisa se altera
Si en la corte de Versalles siguen llevando su pesada base de maquillaje, en París se intenta mostrar un aspecto natural: mejillas sonrosadas y dientes blancos. Todos, hombres y mujeres, sonríen. Y de ahí la sonrisa –y sus dientes– llegan al arte.
La Revolución Francesa y su contexto suponen un freno para la emergencia de la sonrisa, que se empieza a ver como banal frente a cosas más serias. Europa no dejó de sonreír, cierto es, pero, como apunta Jones, sus sonrisas abiertas desaparecieron de las representaciones públicas. Existe un cuadro de la reina Victoria sonriendo y mostrando los dientes, pero fue, puntualiza, creado para consumo único de su marido. En el arte, la ausencia de sonrisa vuelve a ser clave para presentarse al mundo como alguien de peso, lo que se traspasará a la fotografía. La edad de oro de la odontología parisina se acabó con el cambio del siglo (en el XIX los buenos dentistas eran los estadounidenses) y los dientes perdieron brillo.
Sonreír abiertamente no volvería hasta el siglo XX –y en algunos contextos, como las imágenes públicas de la clase política, hasta muy entrado el siglo XX–, cuando el cine y las imágenes de sus estrellas volvieron a reintroducir como deseable la sonrisa con todos los dientes.
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