Cultura

Los testamentos traicionados

Gabriel García Márquez, Franz Kafka, Silvia Plath o Alejandra Pizarnik son ejemplos de autores con obras publicadas después de su fallecimiento. En muchos casos, quienes dedican sus vida a la escritura manifiestan su deseo de que su trabajo no vea la luz. ¿Cuán lícito es optar por transgredir su decisión?

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23
mayo
2024

«La voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado su madre tres días antes de morir». Esta frase aparece en las primeras páginas de la obra póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos (2024). La novela se publicó tras el consentimiento de los hijos de Gabo, quienes hicieron caso omiso al deseo de su padre: «Me dio instrucciones de destruirlo», aseguró Gonzalo García Barcha en una entrevista para The New York Times en la que justificaba la decisión de publicar asentándose en la demencia que padecía García Márquez. «Gabo perdió la habilidad de juzgar su libro», comentó.

Y es que es precisamente esa palabra, la voluntad, es clave a la hora de publicar libros de autores o autoras que han fallecido dejando indicaciones fehacientes de que no desean que sus trabajos vean la luz. Cuando Franz Kafka murió en 1924 había mostrado de forma clara a Max Brod, su amigo y editor, que todos sus manuscritos inéditos debían ser quemados. Sin embargo, Brod no atendió a la petición de Kafka y se encargó de que vieran la luz escritos tan importantes como El proceso o El castillo.

Por su lado, Vladimir Nabokov insistió a su mujer en que quemara su novela El original de Laura. Ella no le hizo caso y la guardó durante 30 años en la caja fuerte de un banco suizo, hasta que en 2005 el hijo de la pareja decidió publicarla.

La pregunta, entonces, parece clara: ¿está justificado contrariar los deseos de escritores o escritoras que han fallecido, aduciendo como motivo su «valiosa aportación al universo literario»? ¿Se puede considerar esto traición? ¿El interés de impulsar esas publicaciones es humanista o lucrativo? Son preguntas que, probablemente, no sabremos responder.

¿Está justificado contrariar los deseos de escritores o escritoras que han fallecido por su «valiosa aportación al universo literario»?

También existen algunos casos confusos, como el de Emily Dickinson. La poeta estadounidense pidió a su hermana Lavinia Dickinson, poco antes de morir en 1890, que quemara todos sus escritos. Su hermana solo le hizo caso en parte, echó al fuego toda su correspondencia, pero no los 2.000 poemas que Dickinson había escrito en cuadernos y hojas sueltas porque consideró que estos no estaban incluidos. ¿Cómo habríamos conocido la obra de esta prodigiosa autora sin la ayuda de su hermana?

Ante estos interrogantes también podríamos pensar en otra cuestión importante: cómo conciben los autores o autoras su obra. En muchas ocasiones, se publican diarios, reediciones, reimpresiones, se publican poemas inéditos, pero, ¿realmente esos textos estaban conclusos? ¿Ese material, como en el caso del diario, estaba escrito para ser publicado, o sencillamente se trataba de una actividad expresiva?

Resulta habitual que familias, agentes literarios o amistados intervengan, recompongan, censuren partes y alteren los manuscritos, no solo suprimiendo nombres o referencias a terceras personas, sino también censurando al propio escritor o escritora: lo que llega a manos de quien lee puede ser un texto reconstruido para el mercado y, en muchos casos, adaptado a la ideología de la editorial.

Patricia Venti lo ha puesto de manifiesto en el caso de los diarios de Alejandra Pizarnik. Una sospecha que también se cierne sobre los hilos movidos por Ted Huges después del fallecimiento de Sylvia Plath y la publicación de sus poemas póstumos.

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