Pensamiento
Toda convicción es una cárcel
Se atribuye a Nietzsche la sentencia de que «toda convicción es una cárcel», como padre del cuestionamiento de la verdad y el relativismo.
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«Toda convicción es una cárcel» es una sentencia atribuida a Nietzsche, algo que yo, en este momento, no puedo confirmar, ya que no cuento con memoria fotográfica y en el mundo de internet, a menudo, se atribuyen frases a filósofos que no las formularon. Dicho esto, el referido axioma bien podría haber sido expresado por el filósofo y filólogo alemán. Él es, en parte, el padre del cuestionamiento de la verdad y el relativismo que ha caracterizado el pensamiento del siglo XX.
Para Nietzsche la verdad no cuenta con un valor intrínseco, sino que representa el fruto de una voluntad de poder. Representa, de alguna manera, una herramienta interesada que sirve a la supervivencia de la raza humana. De ahí que Foucault, filósofo posterior influido por Nietzsche, hable de la verdad como aquello que es postulado desde el poder; la verdad sería, mayormente, aquello que conviene al poder. Nietzsche representa un hito en el proceso de desobjetivación (o subjetivación) de la verdad que domina la era moderna, muy particularmente desde que Kant elabora su teoría epistemológica en su Crítica de la razón pura (1781). En ese periodo, lo que antaño eran consideradas verdades absolutas comienzan a resquebrajarse, dejan de ser realidades últimas, al tiempo que son interpretadas como posiciones o interpretaciones subjetivas, grupales, personales.
Cuando decimos que toda convicción es una cárcel afirmamos que la creencia en verdades absolutas puede servir para encadenarnos a la hora de actuar y relacionarnos con el mundo. El mencionado proceso desobjetivador de la verdad ha sido, sin duda, liberador en muchos sentidos, aunque también cuente con su lado oscuro y genere dificultades varias, además de una ansiedad omnipresente. A pesar de la nueva libertad encontrada, el ser humano no deja de necesitar hallar una guía en ciertas creencias sólidas y fundamentales. Una convicción puede, sin duda, impedir que veamos ciertos aspectos y posibilidades propias de la realidad que nos rodea, y es por ello que un sano escepticismo (siempre y cuando no sea demasiado extremo) puede resultar muy apropiado para vivir.
La creencia en verdades absolutas puede servir para encadenarnos a la hora de actuar y relacionarnos con el mundo
En Nietzsche la muerte de dios, de la que habla con pasión, implica la muerte de una perspectiva única; idea muy prevalente en su tiempo, tanto como en siglos anteriores. Dios sería el ojo del mundo, quien comprendería y establecería la verdad única y última. Sin él, solo quedarían en el universo multitud de percepciones y perspectivas. También en Kant el ser humano no tendría acceso a la cosa en sí de los objetos y la realidad, de lo cual se deduciría la idea de una verdad aproximada y parcial de las cosas. De esta posición kantiana, por ejemplo, emana la concepción relativista cultural de antropólogos como Franz Boas, quien entendería que no solo cada sujeto cuenta con su verdad, sino que cada cultura representaría un sistema de creencias definido en conflicto con otros sistemas de creencias y valores, ninguno de los cuales sería mejor o más veraz que el siguiente. Este proceso de deslegitimación de las verdades absolutas, y, por ende, de las auténticas convicciones, se ha materializado por doquier. Es por ello que, a menudo, se habla hoy de ciertos fenómenos como «constructos culturales», entre los que encontramos las identidades sexuales, ciertos valores, patrones de género, costumbres, gustos estéticos, etc.
Muchos autores posmodernos son deudores tanto de Marx como de Nietzsche, pero más que posmodernos, podríamos referirnos a ellos como hipermodernos o ultramodernos. No representan una verdadera innovación con respecto a la modernidad previa, sino una aceleración o incremento de la misma. No dejan de ser también deudores de Locke, de Kant, de Boas, etc. La mayor parte de lo que afirman los posmodernos está ya presente en multitud de autores de los siglos XVIII, XIX y principios del XX.
Esta decadencia de las convicciones ha afectado también al mundo científico y a la disciplina conocida como filosofía de la ciencia. En este plano, las teorías de Popper, Kuhn o Feyerabend (este último el más extremista) han tendido a deslegitimar la noción de la ciencia como portadora de verdades incuestionables. Hoy uno solo tiene que atender al ámbito de los pódcast de divulgación científica para toparse con multitud de escuelas que, todas ellas muy bien informadas, entran en conflicto unas con otras al establecer gran número de verdades. Pero no solo eso, incluso las verdades en las que son defendidas y compartidas por todas ellas tienden, con el tiempo, a ser reemplazadas por otras.
Multitud de escuelas entran en conflicto unas con otras al establecer gran número de verdades
Este fenómeno es caracterizado en la clásica comedia de Woody Allen El dormilón (1973). Cuando el protagonista de la película despierta 200 años después de haber sido criogenizado, es preguntado por un médico cuál era su dieta. Él afirma que comía lechuga, verduras, etc. El médico pregunta iracundo: «¿No conocían ustedes el jamón?». Su ayudante, en ese momento, le comenta al oído que hacía 200 años la gente creía que las verduras eran comida sana. Y no hace falta haber dormido 200 años para percatarse de tales saltos en la validez de la verdad científica. Cuando yo era un niño pequeño en los años ochenta, la televisión hablaba constantemente de las bondades de la leche, de cómo el calcio fortalece los huesos, etc. Desde hace ya décadas, la leche ha dejado de ser estimada como idónea para la salud, una nueva convicción que no hace sino sustituir a otra previa.
De este modo, parece que los actuales habitantes del mundo estamos abocados a la libertad más absoluta, puesto que podemos gozar de muy pocas convicciones y creencias verdaderas, mecidos todos nosotros por un océano de indeterminación y escepticismo sin parangón.
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