Sociedad

Kant, Weil y Baha’u’lláh: ética y gracia en la política internacional

La incógnita más sobrecogedora del pensamiento actual se puede resumir así: si la humanidad dispone de los conocimientos y medios para resolver los problemas que la afligen ¿por qué no los aplica? Es una pregunta se hace especialmente evidente en los fracasos de la política internacional.

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08
marzo
2024

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La incógnita más sobrecogedora del pensamiento actual se puede resumir así: si la humanidad dispone de los conocimientos y medios para resolver los problemas que la afligen, ¿por qué no los aplica? Es una pregunta que se hace especialmente evidente en dos fracasos recientes de la política internacional: el fracaso de la COP28 y de la ayuda humanitaria en Gaza.

La ciencia económica ha proporcionado respuestas a los problemas de la desigualdad y pobreza global. El desarrollo sostenible se ha estudiado hasta el detalle, y se sabe qué políticas de redistribución global son necesarias o qué sectores son clave para generar conocimiento y cadenas productivas de valor. Las ciencias ambientales informan con precisión de las medidas a tomar para la mitigación del cambio climático sin dejar de crecer. La tecnología dispone de los medios para aplicar tales soluciones. Y el Derecho Internacional regula extensamente las relaciones, desde las leyes de la guerra a los derechos humanos, pasando por los derechos laborales, comerciales o territoriales. En todos los debates actuales hay propuestas factibles de resolución pero no se aplican; existen los medios pero no la motivación para su aplicación. ¿Por qué?

Kant diría que los líderes del mundo deben tomar conciencia de los imperativos categóricos de la racionalidad y descubrir sus deberes de actuación.

¿Y qué deben hacer? «Obrar solo según aquellas máximas que quieran convertir en leyes universales» y «obrar de tal modo que se trate a la humanidad siempre como un fin; nunca como medio». Dos sencillas reglas ampliamente conocidas que han influido en todos los ideales que fundamentan los tratados y normas internacionales.

Como consecuencia, todo líder sabe, por ejemplo, que su deber es prevenir la muerte de civiles en los conflictos armados; erradicar la pobreza y la desigualdad extrema; o aplicar las soluciones tecnológicas para que la producción económica no dañe al medio ambiente. ¿Por qué no actúan si saben que es su deber?

En todos los debates actuales hay propuestas factibles de resolución pero no se aplican; existen los medios pero no la motivación para su aplicación

A la pregunta «¿por qué actuar según mi deber?» la capacidad racional no ha podido proporcionar una respuesta. Pero hay una enigmática figura que formuló una explicación. Se trata de la filósofa Simone Weil: «Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia», afirma Weil. «El objeto de una acción y el grado de la energía que la alimenta son distintas cosas. Es preciso hacer tal cosa. Pero ¿de dónde sacar la energía?».

Para ella, la energía que mueve nuestras acciones proviene de la gravedad: de la inercia, contingencia, coyuntura, objetivos y deseos personales. Cuanto más coyuntural (o bajo, diría Weil) sea el objetivo de nuestras acciones, más energía obtendremos de la gravedad (o inercia) humana. El ejemplo más claro son las necesidades instintivas y biológicas para las cuales nos resulta fácil obtener energía: «Una misma acción resulta más fácil cuando el móvil es bajo que cuando es elevado. Los móviles bajos encierran más energía que los elevados».

Así, incluso si se quiere vivir según los imperativos de Kant, si el móvil es el deseo de reconocimiento, beneficio y comodidad o, en el mejor de los casos, la satisfacción de haber cumplido con el deber, se fracasa porque la energía proviene de la gravedad, pues los fines –aun siendo éticos– siguen siendo contingentes.

El problema que descubre Weil es que la energía que se obtiene de la gravedad no es suficiente para llevar a cabo las acciones más éticas o elevadas aunque queramos realizarlas. Esto se debe a que –siguiendo con la metáfora– la masa de esos fines más elevados es menor y, por tanto, la gravedad de nuestra voluntad ejerce menor fuerza respecto a ellos.

El problema es: ¿cómo transferir a los fines elevados la energía reservada para los móviles bajos? Para Weil, la fuerza para efectuar esa transferencia se encuentra en la otra ley de la voluntad humana, no influida por la gravedad: la gracia.

¿Qué es la gracia? En cierto modo, un misterio. Para ella es la fuerza mística que actúa sobre el ser humano otorgándole la capacidad de conectarse directamente con lo divino: «la gracia es el contacto del alma con Dios. Está en todas partes, pero uno debe tener la disposición de recibirla».

Weil la define como un estado en el cual la voluntad humana se despoja de sí misma. Se podría identificar con una fe, consciente y voluntaria, en la trascendencia. Al ser un estado emocional que todos hemos experimentado alguna vez, constituye una experiencia posible, cuyo origen se halla en una conexión profunda entre la persona y aquello que trasciende su tiempo físico.

Ha habido líderes que, en la historia reciente, lo han ejemplificado impulsando cambios sociales y políticos sin precedentes. Sus decisiones fueron efecto de la experiencia de gracia. Sus motivaciones, además de las ideológicas, venían de más allá de sus intereses y su realidad. Es de ahí, según cuentan ellos mismos, de donde consiguieron obtener, en momentos de dificultad o de flaqueza moral, la energía necesaria para realizar esas acciones de renuncia. Quizá los mayores iconos sean Gandhi y Mandela, que llegaron a renunciar incluso a su integridad física. También los promotores del proyecto europeo como Schuman y Monnet.

Si no se experimenta la gracia, como motor para atender de forma sacrificada y enérgica a las necesidades de la gobernanza global, no hay incentivos para deshacer los nudos de la política internacional. El concepto opinio iuris se refiere a que uno es consciente de cómo debe actuar en conformidad con el Derecho o con lo que es correcto, aunque no siempre es «capaz» de movilizar la energía para hacerlo. Solo el sentimiento de la gracia puede motivar a los líderes al autosacrificio y la renuncia en detrimento del interés coyuntural e inercial de sus naciones.

Bahá’u’lláh, fundador del pensamiento Baha’i hace dos siglos, combina principios prácticos con la experiencia de la gracia, de manera que sea accesible desde la cotidianidad de la vida actual. Un ejemplo es el cultivo de la actitud de reverencia y recogimiento, mediante la práctica de la oración, justo antes de disponerse a deliberar.

Propone que los foros de toma de decisiones incorporen este elemento para identificarse con una trascendencia que une a las partes implicadas y supera sus identidades y motivaciones individuales. Ello fortalecerá su capacidad de concesión y renuncia, indispensable para alcanzar consensos profundos y duraderos.

Sobre esto, Toni Comín apunta: «Sin embargo, esta recuperación de lo religioso para revivificar los derechos humanos como ideal universal solo tiene sentido en la medida en que sirve de fundamento motivacional (…) en favor de la justicia y de los derechos de los ciudadanos más débiles de la ciudad global».

En una carta a la Reina Victoria de Inglaterra y los miembros del primer Parlamento moderno, Baha’u’lláh escribió que, antes de deliberar, volvieran «su mirada al Supremo Horizonte» y dijeran: «¡Oh mi Dios! Te pido, por Tu gloriosísimo Nombre, que me ayudes en lo que haga que prosperen los asuntos de Tus siervos y que florezcan Tus ciudades». Pues «cuando uno suplica a su Señor, se vuelve hacia Él y busca la generosidad de Su Océano, esta súplica trae luz a su corazón (…). Aunque al principio permanezca inconsciente de su efecto, sin embargo, la virtud de la gracia que le ha sido concedida debe necesariamente ejercer tarde o temprano influencia sobre su alma».

Y les indicó que la gravedad de las motivaciones coyunturales es el impedimento para que los líderes curen, cuales médicos, las aflicciones globales de hoy: «¡Oh vosotros, los representantes elegidos del pueblo en todos los países! (…). Considerad al mundo como el cuerpo humano que (…) ha sufrido, por diversas causas, graves trastornos y enfermedades (…) puesto que cayó en manos de médicos ignorantes (…) dando rienda suelta a sus deseos personales, (…) su motivo ha sido su propio provecho, lo haya declarado o no; y la indignidad de este motivo ha limitado su poder para curar o sanar».


Darío Arjomandi es investigador del Global Governance Forum. 

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