Opinión

El efecto ser humano

Los avances de la ciencia y la tecnología no dan respuesta a todas las preguntas que desde siempre se ha hecho el ser humano. Por eso, a las puertas del neohumanismo, queda reivindicar la imperfección y la fragilidad humanas.

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26
febrero
2024

Hace escasas semanas, Elon Musk –después de anunciar que Neuralink, empresa de la que es fundador, había implantado un chip inalámbrico en un cerebro humano– publicó en X, la red social de la que también es propietario, que el primer implante que permitirá controlar el teléfono o el computador, y a través de ellos casi cualquier dispositivo, con solo el pensamiento, se llamará Telepathy.

El objetivo de Neuralink –conectar cerebros humanos a ordenadores y alcanzar la simbiosis total entre el hombre y la inteligencia artificial– no es una novedad. Ya hace casi 20 años, en 2005, Ray Kurzweil, quien fuera director de ingeniería de Google, predijo en su libro, Singularity is near. When humans transcend biology, que el avance de la nanotecnología, la robótica y la genética sería tan rápido y tan profundo que permitiría la fusión entre ser humano y máquina, así como superar el envejecimiento, prevenir enfermedades, y extender la vida humana más allá de lo imaginable.

El sueño de la inmortalidad es un tema recurrente en la ciencia ficción y en la literatura fantástica, una quimera que no solo Kurzweil considera alcanzable.

El éxito en las plataformas de series como Altered Carbon (Netflix), cuya trama transcurre en el año 2384, en un mundo en que la mente individual puede almacenarse en un soporte digital y transferirse de un cuerpo a otro, pone de manifiesto el interés que genera la ilusión de vencer las limitaciones propias de la especie humana.

Sin embargo, ¿quién quiere ser inmortal cuando la propia esencia del hombre es precisamente la conciencia de su propia finitud y la angustia que la acompaña?

En 1959, el filósofo francés Gustave Thibon publicó Seréis como dioses (Ed. Didaskalos, 2020), «una ficción teatral» –como el propio autor la califica en el prefacio– que desarrolla una idea esencialmente metafísica y religiosa: la del destino del hombre individual en un mundo en que la inmortalidad ha sido conseguida.

¿Quién quiere ser inmortal cuando la propia esencia del hombre es precisamente la conciencia de su propia finitud y la angustia que la acompaña?

Amanda, la bella protagonista «con algo absorto e irreal en su mirada», confronta sus miedos e inquietudes con su amado novio, Helios, con el que en la escena II del Acto I mantiene una conversación donde brota el miedo frente a la certeza, el amor frente al poder, la sombra frente a luz («todavía no estoy acostumbrada a mi divinidad», le dice Amanda a Helios, «tropiezo un poco ante esta luz sin borde»).

En la escena III en la que entra Stella, amiga de Amanda, la conversación entre los tres no cambia de cariz. Amanda, ofuscada, rememora el tiempo en que existía la promesa, la espera y el misterio, y Helios y Stella se confabulan en liberarla de su aprensión motivada «porque los poderes alcanzados igualan a los deseos», «porque ya no hay nada que alcanzar».

Al igual que Helios y Stella, los padres de Amanda, Simón y Astrid, en la escena V, tratan de persuadir a la joven de que las ingenuas promesas que anunciaba la religión han sido vencidas por Bergman, quien hace cien años había descubierto cómo vencer a la muerte, aunque llegara tarde para que «el suero de la inmortalidad pudiera actuar en él».

Ya en el Acto II, también el doctor Weber trata de apartar Amanda de su aparente desatino «por la nostalgia de las edades oscuras, por el imprevisible azar de las cosas».

Pero, a pesar de todas las razones esgrimidas por quienes rodean y aman a Amanda, ella no se cura de la angustia, del «miedo de la certeza, del camino uniforme» y reniega «del rayo infalible que apaga la duda y la angustia».

En el fondo late en Amanda un profundo sentimiento religioso. Ante la pregunta de Stella «¿qué más queda por pedirle a Dios?», ella contesta: «Nada y todo. Lo que no tiene nombre». «Queda rezarle sin pedirle nada».

Amanda se siente atraída por «el silencio de Dios», por el misterio de la libertad, que «¡Él sí respeta! sin ajustar las almas como un relojero».

El tratamiento para curar a Amanda de «sus males» es ineficaz, porque ella no quiere existir sino ser, por eso y porque «es más fácil volverla a crear», el doctor Weber renuncia a curarla. Así, en la escena V del Acto VI aparece la doble de Amanda, «ella, exactamente ella, viva y pensante pero despojada de esa hemorragia invisible que nos ha robado la primera».

Sin embargo, la doble es rechazada por la madre de Amanda ya que «no eres la que llevé en mi seno, la que nutrí con mi amor» y por el propio Helios porque «las obras de Dios no son una parodia».

Finalmente (Acto VI), todos parecen contagiados por el mal de Amanda, puesto que sufren y los dioses no sufren.

Es pues el sufrimiento, el miedo y la duda, la esperanza y la muerte, el ansia y no la consecución de la eternidad, la pasión por abrirse camino ante lo incierto, frente a la seguridad, lo que constituye la esencia de lo humano, y que todos descubren, lo que es interpretado por Weber, como un delirio y una rebelión de los hombres-dioses que debe eliminarse de raíz.

Leyendo el drama de Thibon podemos llegar a comprender que los avances de la ciencia y la tecnología no dan respuesta a todas las preguntas que desde el principio de los tiempos y en todas las culturas se ha hecho el homo sapiens: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Preguntas todas ellas cuya respuesta no se encuentra en la mera prolongación de nuestra vida biológica y que tan solo barruntamos desde la duda. Y no una duda conceptual sino una duda vital, existencial, como pusieron de manifiesto desde Pascal a Unamuno, tratando de comprender el fenómeno religioso, no como revelación, sino como búsqueda y comprensión de la propia debilidad.

Que seamos seres frágiles, imperfectos, inacabados, llenos de contradicciones, solo determinados a medias, con capacidad de sobreponernos a las dificultades, de superar esas mismas contradicciones, de elegir el bien, es lo que nos hace humanos, y también lo que atrae al espectador de alguna serie como Historias del bucle (Prime Video), en que en un mundo distópico cobran valor la soledad y la pérdida –recurrente en varios episodios–, la amistad y el amor frustrados, o las aspiraciones no conseguidas.

Por eso, a las puertas del neohumanismo reivindico la imperfección y la fragilidad del ser humano, y como efecto, más que como causa, la religión y la ética, como constructos humanos para buscar y comprender nuestra propia debilidad y, a pesar de nuestras incoherencias, vivir y convivir en paz.

 

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