Cultura
Mi vida con Alberti
Tras la muerte del poeta universal Rafael Alberti en 1999 se levantaron en torno a su vida numerosas polémicas centradas en los casi veinte años junto a su esposa María Asunción Mateo –estrella Altair, en sus poemas–. Hoy es ella quien por primera vez nos desvela en ‘Mi vida con Alberti’ (Editorial Berenice, 2023) la intimidad de su feliz convivencia.
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COLABORA2023
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Ebria de amor y música celeste / bajó Altair, aquella alta noche, / de su constelación, / volviendo de la tierra / embriagada de amor, / de música y de vino.
Durante mis primeros viajes a Madrid para ver al poeta, quedábamos en el VIPS de la popularmente llamada plaza de los Cubos –por la escultura de Gustavo Torner que allí se erige–, prolongación del edificio de Princesa en donde vivía. Yo dormía en casa de mis más que amigos María Pilar y Paco, únicos y desconcertados testigos de mis citas albertianas. Los teléfonos estaban en su dormitorio y en el despacho.
Rafael, que se despertaba al alba, nunca se planteó que llamar a un domicilio ajeno a las ocho de la mañana los fines de semana no era lo más adecuado, al menos en España. Sí, yo sabía que en Alemania Bertold Brecht lo citó un día para reunirse a las siete de la mañana para hablar de teatro, pero mis amigos no eran germanos ni ninguno de ellos Bertold Brecht, que yo supiera, sino tolerantes receptores de sus llamadas matutinas. Y es que Rafael era terriblemente impaciente, cuando quería algo debía ser en el momento y, si no, cuanto antes, algo a lo que me tuve que acostumbrar porque más que un capricho era un rasgo definitorio de su carácter.
Nuestros primeros encuentros en la intimidad no llegaron hasta septiembre y fueron maravillosos, entre otras cosas por el atractivo, el encanto que suponía la clandestinidad en el serrallo –así lo llamábamos humorísticamente–, el apartamento 1730 en el piso diecisiete de Princesa 3 duplicado. ¿Quién iba a imaginarnos allí, en las alturas, en aquel estrecho sofá gris que tantas veces nos servía de cama o en el propio parqué sobre el colchón trasladado desde su dormitorio, repleto de paquetes y libros?
Yo nunca había vivido una relación con esas características, difícil de clasificar, no sé si de aventuras, de novela decimonónica o más bien de película francesa de la nouvelle vague, sobre todo por el actor protagonista con el que era difícil avanzar por la calle sin que la gente lo reconociera, se detuviera a pedirle un autógrafo, el dibujo de una paloma o una fotografía a su lado, algo a lo que él nunca se negaba.
En las horas y días vividos allí el ‘marinero en tierra’ fue desembarcando apasionadamente toda su artillería lírica amorosa
Me resulta muy difícil reflejar la intensidad de las horas y días vividos allí, en donde el marinero en tierra fue desembarcando apasionadamente toda su artillería lírica amorosa, desde El cantar de los cantares, pasando por los Cancioneros, los místicos, los románticos, los modernistas… hasta su poema más reciente, dedicado a mí. Para una persona como yo, una letraherida que se pasaba la vida leyendo, no resultaba nada fácil sustraerse a la fascinación que suponía escuchar de su voz, con perfecta dicción, los versos de amor más sublimes que se habían escrito («Yo no nací sino para quereros / mi alma os ha cortado a su medida / por hábito del alma misma os quiero / cuanto tengo confi eso yo deberos / por vos nací / por vos tengo la vida / por vos he de morir / y por vos muero»). Era como dejar a una niña golosa con una caja de bombones en las manos.
Rafael, yo sabía que aquellos versos y muchos más se los habrías recitado, quizás con idéntico embeleso, a otras mujeres de tu vida, pero eso no me importaba. Para mí salían de tus labios por vez primera y por primera vez los compartíamos en absoluta soledad. Cualquier verso de amor –divino o humano– parecía escrito para aquellos encuentros en los que entre dulces caricias, fresas, uvas y chocolates, los excelsos poemas de Garcilaso y san Juan se reunían en tu voz para convertirte en el más entregado y rendido de los amantes.
También sabía que no era la primera malmaridada –pero sí la última– a quien repitieras con emoción…
La bella malmaridada,
de las más lindas que vi,
acuérdate cuán amada
señora fuiste de mí.
Lucero resplandeciente,
tiniebla de mis placeres,
corona de las mujeres
gloria del siglo presente,
extremada y excelente
sobre todas cuantas vi,
acuérdate cuán amada,
señora fuiste de mí.
La reiteración de ese vi, con el impulso singular que le imprimías al pronunciarlo, lo llevo grabado en mi oído como si estuvieras ahora a mi lado recitándome ese poema que Lope de Vega transformaría después en comedia.
Y comenzaron a llegar a mi casa de Valencia, a inundarme, poemas por correo, cartulinas con dibujitos aludiendo a nuestros encuentros íntimos, a nuestras conversaciones. Todos los sobres recibidos, al margen de su contenido o tamaño, tenían en común una cosa: los sellos de urgencia, pegatinas rojas de URGENTE, URGENTE, URGENTE, y con más cantidad de sellos de los requeridos para el franqueo, con la absoluta convicción de que así llegarían antes a mis manos. Tu impaciencia habitual se reflejaba aquí más que nunca, no conservo un solo sobre en el que no vaya ese URGENTE, en ocasiones escrito a mano y subrayado. Entre ellos también he encontrado alguno mío enviado a Princesa 3 duplicado, con sello de urgencia, naturalmente.
Es la única vez en su poesía que Alberti utiliza un pseudónimo para enmascarar la identidad del ser amado
Esta correspondencia, casi unilateral, no eximía de las inacabables charlas que manteníamos por teléfono, en las que a menudo también me leías un poema que acababas de escribirme y que más tarde se reunirían en la publicación Canciones para Altair (algunos de cuyos versos abren los capítulos de este libro). Esa estrella perteneciente a la constelación Águila era de las más jóvenes y la de mayor y resplandeciente brillo, según me explicaste. Yo te correspondí, además de con mi total entrega, regalándote un atlas del cielo, de Aguilar, de gran tamaño, en el que aparecía la cantada estrella, cuyo nombre estaba acorde con mi estatura, «alta Altair», junto a otras como Aldebarán, Orión, que me sirvieron para responder a tus misivas con el mismo ardor celeste. Todavía lo conservo con la dedicatoria que te escribí: «No hay nada comparable a las estrellas, a las constelaciones… Quizás, porque aunque a veces se nos acercan, nunca podemos hacerlas nuestras del todo. Altair, 16-12-84».
Es la única vez en su poesía que Alberti utiliza un pseudónimo para enmascarar la identidad del ser amado –como Machado hizo con Guiomar, Pilar de Valderrama–, un hermoso recurso literario que convirtió Altair, palabra llana, en aguda por preferencias fonéticas del poeta que le dio vida.
Extracto del libro ‘Mi vida con Alberti’ (Editorial Berenice) escrito por María Asunción Mateo.
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