Diversidad

El arte de la convivencia

Saber convivir adecuadamente es un arte que deberíamos cultivar más y mejor. ¿Qué rasgos lo hacen posible?

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13
octubre
2023

Desapercibida en la rutina diaria, parte del acervo común y de las normas básicas que hemos aprendido desde la infancia. La convivencia con nuestros semejantes es un bien que de tan básico y fundamental nos parece algo propio, natural e inviolable del ser humano. Son conocidas las palabras que dedicó Aristóteles en su Política a quienes desean apartarse de sus semejantes: o se trata de seres superiores al propio ser humano o de bestias, porque para el filósofo griego somo animales políticos, es decir, que necesitamos vivir en sociedad.

Sin embargo, la buena convivencia no es innata. Se aprende por imitación y en función de la educación aprendida. Depende, también, de los rasgos culturales de cada sociedad. No obstante, los principios universales de la ética, accesibles mediante el esfuerzo reflexivo, permiten trazar una serie de principios y conductas generales que facilitan la convivencia entre las personas, sean cuales sean las diferencias étnicas. ¿Cómo se ejercita el arte de convivir? ¿Qué rasgos hacen posible una buena convivencia?

La Real Academia de la Lengua Española (RAE) tiene un par de acepciones preciosas para el verbo «convivir». Ambas resultan, de hecho, clarividentes para determinar en qué consiste este arte ancestral. La primera de ellas describe la acción como «vivir en compañía de otro u otros». La segunda, que transige con una mayor abstracción del concepto, afirma que consiste en «coexistir en armonía».

Vivir en compañía de otras personas y coexistir en armonía. El primer gran reto que se repite en cada ser humano consiste en encontrar la común humanidad dentro de la natural diferenciación del semejante. Ningún ser humano es idéntico a otro, pero todos compartimos las características de nuestra especie, que nos permiten un primer reconocimiento. Desde la infancia, aprendemos la primera norma de la convivencia: para poder coexistir en paz y bienestar con nuestros semejantes necesitamos aceptar la personalidad de quienes nos rodean. Este hecho implica, por un lado, interés por los demás, y por otro, indiferencia. Durante nuestro periplo vital encontraremos personas que nos resultarán interesantes, otras afines, y seguramente la mayoría nos parecerán indiferentes, ridículas, insoportables y un largo etcétera de impresiones. La convivencia, por tanto, implica escoger entre aquellas personas que vamos encontrando a lo largo de nuestra existencia y respetarlas al margen de nuestras preferencias.

Saber estar para saber (con)vivir

Este proceso conlleva otra práctica que hoy en día es exótica en su presencia: la resignación. Aprender a resignarnos es clave para tejer buenas amistades y relaciones de pareja duraderas. También para poder soportar el día a día en los micro grupos en los que nos movemos, como en el trabajo, por ejemplo. Como cada quien tiene una forma de ser aparecerán igualmente defectos y maneras de enfrentar problemas y desafíos con los que no estaremos de acuerdo. Sin embargo, estos modos de hacer las cosas, mientras sean éticos y logren una finalidad correcta, serán válidos. Intentar no cambiar a los demás y no ejercer liderazgos abusivos, que persigan coartar a los demás, es fundamental para una correcta convivencia.

Intentar no cambiar a los demás y no ejercer liderazgos abusivos es fundamental para una correcta convivencia

Un último aspecto radica en la práctica de la bondad. La civilización se fundamenta en el refinamiento de las artes de convivencia. O lo que es lo mismo, en alcanzar un equilibrio entre encajar de la mejor manera posible aquellos aspectos que no nos complacen de los demás y aspirar a un estado lo más parecido a una feliz tranquilidad siendo nosotros mismos. Pero podemos obrar de diversas maneras acorde a nuestra naturaleza. Hacer el bien y ayudar al prójimo cuando necesita auxilio es un aspecto fundamental en la construcción de toda civilización. Ninguna cohesión en una comunidad puede sostenerse en la desconfianza o en un control mediante la ley que es ficticio, pues los preceptos obran a posteriori, nunca apriorísticamente, es decir, cuando se ha producido el delito o el acto intolerable. No es tan fundamental la impronta del poder disuasorio de las leyes como ser capaces de evitar hacer el mal a los demás y crear vínculos duraderos con quienes nos rodean.

Es, precisamente, en el ejercicio de la bondad en el que se teje la confianza y las dinámicas que permiten una convivencia equilibrada y reducir el efecto de los sinsabores del contacto con otras personas que no nos agradan. Por tanto, aprender a respetar nuestra integridad, a escoger nuestro círculo y a tratar a nuestros semejantes con la mayor bondad posible –lo que implica no dejarse avasallar por el otro, pero tampoco faltarle al respeto ni intentar someter su voluntad de algún modo–, constituye el armazón sobre el que se edifica todo el arte de la convivencia.

De la sociedad plural a la sociedad humanística

La mayoría de los principios de convivencia están lejos de formar parte de un manual sobre cómo moverse en sociedad y tratar a los demás. Los modales y valores son las carcasas conceptuales de estos fundamentos. Normalmente se transmiten en el seno familiar, a través de la escuela y en el vínculo que establecemos desde la infancia con nuestros compañeros. Luego, estas normas básicas de convivencia dan lugar a una cosmovisión y a una idea moral que varía en función de nuestro conocimiento de la realidad, circunstancias y forma de ser.

La práctica de la convivencia no puede ser sustituida por ningún otro artificio

Las sociedades desarrolladas albergan una nutrida pluralidad de personas de diversa procedencia y costumbres desde la antigüedad, pero este respeto por lo diferente no puede forzarse mediante ningún mandamiento ni educación sin correr el riesgo de convertir a la sociedad en un teatro hipócrita de máscaras donde las personas aparentan respetar a sus semejantes mientras piensan y se comportan de forma opuesta. Por eso mismo, la práctica de la convivencia, que obliga a un esfuerzo por el entendimiento de los demás, no puede ser sustituida por ningún otro artificio. La sociedad plural abre paso así a la sociedad humanística, una donde los derechos humanos son respetados y defendidos sin ningún menoscabo, la vida –incluyendo a todos los seres vivos– adquiere un rol vertebral y las diferencias son entendidas como una riqueza del patrimonio existencial humano, y no como un motivo para construir muros y calcular distancias entre las personas.

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