Opinión

Mi padre alemán

En ‘Mi padre alemán’ (Libros del Asteroide), una obra a medio camino entre el ensayo y la no ficción, Ricardo Dudda investiga el pasado familiar en una historia donde se entrelazan temas como el desarraigo, la culpa, la vejez y la muerte.

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12
septiembre
2023

Canta un ruiseñor en El Hoyo. Creo que es un ruiseñor. Mi padre dice que no, que es un mirlo. «El ruiseñor canta a otras horas.» No sabía que pudiera distinguir el canto de un ruiseñor del de un mirlo, tampoco que conociera sus horarios. Se ha quedado soltero, dice. «Normalmente tiene una pareja que habla con él, pero ahora no le contesta nadie.» También tiene fichadas a las tórtolas, a los pinzones y a una golondrina que lo viene a visitar y se posa en el aparato del aire acondicionado. «Con la edad, me acuerdo de los nombres de los pájaros en alemán.» ¿Y esta faceta tardía de ornitólogo? Es nueva. Supongo que es porque aquí no se puede hacer mucho más. Escuchar a los pájaros. Mirar el mar. Esperar a que llueva. Y como no llueve, salir a regar. Comprobar si el viento es de Poniente o de Levante. Revisar el barómetro. Dormir una siesta después del desayuno y otra después de comer. Pasear hasta la rambla con pasos muy cortos por la carretera que va junto al mar. La vida de mi padre en El Hoyo es sencilla.

Mi padre llama El Hoyo a esta casa porque así la conocen los ancianos de la zona. La dirección oficial es otra, igual de ambigua: si preguntas por Diseminado Ifre Parazuelos o Paraje de Parazuelos nadie te sabrá decir exactamente dónde está. El cartero llega, pero Amazon no. Cuando mi padre hace un pedido online recibe siempre el mismo mensaje: el repartidor llegó al destino y no había nadie en casa. Pero es mentira, estaba mi padre esperándolo en la puerta de la finca, sentado en una silla de plástico junto a la carretera. (Antes de que existiera Google Maps, cuando mi padre invitaba a alguien a El Hoyo dejaba el coche en la carretera con las luces de emergencia puestas.)

Mi padre compró El Hoyo en 1982. Fue durante décadas la casa de vacaciones de la familia hasta que se convirtió en la única (y última) casa familiar. En 2004, mis padres cerraron su empresa de publicidad y cambiaron el barrio madrileño de Ciudad Lineal por esta antigua casa de pescadores entre Mazarrón y Águilas, en Murcia. Mi padre ya estaba en edad de jubilarse. Mi madre rescató su título de filología francesa y empezó a dar clase en un instituto en Mazarrón. Y mi hermana y yo, con diez y doce años, pasamos de ser niños de ciudad a ser niños de ciudad en el campo: a ella creo que le costó más que a mí, que cumplí finalmente mi sueño de estar todo el día en chándal con un palo en una mano y la correa del perro en la otra. Luego mis padres se divorciaron, mi hermana y yo nos volvimos a Madrid a estudiar, mi madre se mudó a Murcia y en El Hoyo se quedó mi padre. Aunque rehizo su vida sentimental y su nueva pareja, Conchita, se mudó con él, la casa permaneció durante años casi intacta, un yacimiento arqueológico de la familia: desde las vajillas hasta los imanes en el frigorífico. Con el tiempo, empecé a ordenar los recuerdos repartidos en maletas, álbumes, cajas, bolsas, latas de galletas danesas. Lo que allí había no solo contaba la historia inmediata de la familia, sino que se remontaba mucho más atrás.

«Mi habitación de adolescencia se convirtió en el despacho de mi padre. Es la zona cero del archivo familiar»

Mi habitación de adolescencia se convirtió en el despacho de mi padre. Es la zona cero del archivo familiar. Está llena de trastos. Una radio de hace cincuenta años, que enciende solo para ponerle música a Cira, cuya caseta está al otro lado de mi ventana; así no se siente sola por las noches. Su trombón, un atril, partituras, un teclado Yamaha. Mi bajo eléctrico y un amplificador. Las grandes bolsas de pienso de los perros: aparte de Cira están Rufo y Nea. Libros de El Barco de Vapor y de mis años universitarios. Cajas de tomates llenas de cables, facturas, tarjetas de visita, folletos, lienzos de cuando le dio por pintar, móviles antiguos, un maletín que sí se puede abrir y otro que no, una caja de vinos tan viejos y podridos que son casi aguardiente. Retratos de sus padres: Frieda y Richard. Y muchas fotos y documentos sin catalogar, de mi infancia pero también de la suya.

Tiene una relación extraña con los recuerdos que acumula: guarda con el mismo cuidado, o la falta de él, un calendario de un taller y una foto de su padre desactivando bombas en la posguerra mundial. Una carta desde Nueva York de una de las hijas de su primer matrimonio, del 20 de octubre de 1990: «Querido papi: Acabo de llegar de Méjico y me lo he pasado genial. Han sido tres semanas supergeniales». Y al final, tras la despedida, un par de números de teléfono de Murcia, que anotó mi padre décadas después. En un pequeño baúl lleno de monedas extranjeras, una carta de su tía Liesbeth, con quien escapó de Elbing, su ciudad natal, en enero de 1945.

No es solo indiferencia. Hay algo intencionado en su desdén. No es fetichista y tampoco le gusta regodearse en el pasado. La vida es quemar etapas y no mirar atrás. Cuando hablo con él de su pasado no se pone nostálgico. No se emociona recordando a los amigos y familiares que murieron o desaparecieron de su vida, las parejas que fracasaron, el drama de la guerra y la posguerra. Su vejez no ha ido por ese camino. Ha ido por otros igual de transitados: las manías, la vulnerabilidad, la enfermedad, los pequeños miedos. Si yo no le preguntara por su pasado, creo que no pensaría mucho en él. Cuando charlamos, da la misma importancia a una anécdota de hace cuarenta años que a una de ayer. Tampoco tiene nostalgia política. Nunca se lamenta de cómo han cambiado las cosas, de que los jóvenes hoy hacen esto y lo otro y en mi época había más respeto y la gente se saludaba y estaba bien piropear a las mujeres… Nada. Tiene ochenta años y vive en el presente. No lee libros de historia, lee la prensa. Es el primero en enterarse de la construcción de un nuevo tramo de carretera que pasará cerca de casa, va al ayuntamiento a informarse de un plan urbanístico, se alegra cuando abre una nueva empresa en la región. Está siempre al día y le gusta descubrir palabras: «He aprendido un nombre nuevo. Nerd. Salió en una entrevista en Die Welt. Very interesting fandango», me escribe por WhatsApp.

«No le gusta regodearse en el pasado. La vida es quemar etapas y no mirar atrás. Cuando hablo con él de su pasado no se pone nostálgico»

En el salón las cosas están más ordenadas que en su despacho. En una encimera, un modesto altar a la Virgen del Rocío con una vela, que enciende cuando le digo que estoy pasando por una mala racha o cuando mi hermana tiene una entrevista de trabajo. Es un luterano bastante heterodoxo. En las paredes, se mezclan cuadros sin carisma, que podrían decorar un apartamento de alquiler, con fotos y cuadros de Elbing. En el mueble de la estantería, en el hueco donde debería ir la tele, hay un pequeño memorial vanidoso. Un retrato en el que posa con la mano en la barbilla, como un autor en la solapa de su libro. Una portada de la revista Anuncios de 1989 en la que aparece él. Una foto con el alcalde de Mazarrón de cuando dio el pregón de las fiestas. Y una foto de la familia Dudda en 1944. Está hecha en un estudio fotográfico de Viena. Mi abuelo viste el uniforme de la policía y mi padre está vestido de domingo y tiene un tupé a lo Tintín o Titeuf.

En las estanterías, una biblioteca caótica donde se mezclan, como en su despacho, lo importante con lo superfluo, y lo que es suyo con lo que fue de mi madre o mío: novelas de aeropuerto, románticas, un libro pop-up titulado Picardías de la Belle Époque, guías de viajes, Mil ideas de Ganchillo, El Tao de la mujer de hoy, ejemplares de la revista Licencias Actualidad (la «revista internacional del mundo de las licencias y productos licenciados»), una biblia quemada (lo único que sobrevivió al incendio de su casa en Pozuelo del Rey) conservada en una pequeña vitrina, y una cajita con las cenizas de Luna, la mastina que murió hace unos años. Y entre las páginas de los libros, más recuerdos. «Muchas veces para no perder una cosa la meto en un libro», me dice. Permanecen ahí años. Hay fotos de mi infancia, fotos de su infancia, algún documento importante, los regalos que le hacíamos por el día del padre. Muchos libros tienen dedicatorias. Dentro del libro The Group, de Mary McCarthy, esta frase: When love is true, it’s forever. Es de su primera mujer. «No fue para siempre», le digo. «No, solo doce años», me responde. En otro libro, otra dedicatoria: «Para mi poeta favorito».

No me habla nunca de su vida sentimental, que me está vetada. No supe el nombre de su primera mujer hasta que lo vi en uno de sus viejos documentos. Cuando le pregunto por su primer divorcio, que dice que fue el número 53 de Madrid (le suelo decir que parece que hizo cola en junio de 1981, cuando se aprobó la ley), me responde: «¿A ti no te interesaba la guerra?». Vale, vale. Pero ¿y la historia de la cupletista Olga Ramos que te llamaba «mi general alemán»? ¿Estuviste liado con ella? ¿Y eso que cuentas a veces de que en tu primera boda te casó un «cura etarra» porque era el único que se ofreció a casar a un luterano con una católica? «No te despistes.» A veces parece un político y me dice que lo que me va a contar es off the record.

«No me habla nunca de su vida sentimental. No supe el nombre de su primera mujer hasta que lo vi en uno de sus viejos documentos»

Como un agente de la Stasi registrando el domicilio de un disidente, busco reliquias entre las páginas de sus libros de John Grisham, Frederick Forsyth, Noah Gordon y Tom Clancy. También entre los álbumes de fotos de mi infancia y en aquellos que conserva de sus años de noviazgo y matrimonio con mi madre. En uno de 1991, dedicado en exclusiva a una fiesta de cumpleaños de su hermano Ekkehard, y lleno de fotografías anodinas y desenfocadas en las que aparece gente con los ojos cerrados o la boca abierta, encontré un documento viejo y amarillento de mi abuelo Richard. Está mecanografiado en inglés y alemán por una cara, y en el reverso está escrito en ruso y a mano.

El portador del presente, Mr. Richard Dudda, Hauptwachtm.d.Schutzpolizei de Plötzkau, trabaja como policía de este distrito. Su deber es custodiar el suministro de alimentos en este distrito y realizar otras acciones en relación con su profesión. El alcalde está obligado a proporcionar asistencia al portador de este presente. Sus órdenes deben ser cumplidas. El no cumplimiento de esta orden será penalizado por ley. Bernburg, 26 de junio de 1945.

No es el documento más importante que guarda. Hay otro más antiguo que conserva con celo y que no está a la vista. Está escondido dentro de la vitrina donde está la biblia chamuscada, en la estantería del salón. Es el Polizei Dienstpass, o pasaporte policial, de mi abuelo. Tiene lo que parecen manchas de sangre y una gran esvástica. En su interior, todos sus destinos policiales y militares, de antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre lo conserva ahí, imagino, no por orgullo sino para que no se pierda, para que no se pierda de verdad, no como lo que guarda entre las páginas de los libros. Es decir, a pesar de su antifetichismo, es consciente de su importancia. Creo que no se lo ha enseñado nunca a nadie, comprensiblemente. Prefiere contar otras historias más amables de su pasado lejano: la huida épica de los rusos, el hambre, cuando su madre le regaló una naranja por Navidad, la vida en los campos de refugiados, su mudanza a Burgos en 1963 con una maleta y un trombón. Por eso cuando digo que nunca habla de su pasado miento un poco. Lo reserva para ocasiones especiales. Y lo adorna como el publicitario que siempre ha sido.


Este es un fragmento de ‘Mi padre alemán’ (Libros del Asteroide), por Ricardo Dudda.

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