El soberanismo

Fuertemente asociado al concepto de nación, su importancia ha vuelto a repuntar desde hace pocos años tanto entre la izquierda como entre la derecha.

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12
septiembre
2023

Desde El Panóptico contemplo con curiosidad el ameno baile de los conceptos de «nación» y «soberanía» a lo largo del tiempo.  «Soberanía» comenzó designando el poder absoluto del soberano, la cima del poder independiente. Cuando cayó la monarquía absoluta, la «soberanía» la hereda el «pueblo», o, para ser más exactos, los ciudadanos, dotados de sus derechos humanos, es decir, universales. Se constituye así la «república de los ciudadanos». Convertida en adalid de esos derechos universales, Francia se lanza a la guerra para expandir el nuevo evangelio político. Pero apoyar la arquitectura política en los derechos individuales era a la vez necesario e imposible. Para poder obedecer a la «voluntad general» era imprescindible que el pueblo hablara con una voz única, pero lo que lo que se escuchaba al preguntarle era una algarabía. Eso no fue un obstáculo. Hacía falta una voz única y se encontró: era la voz de la Nación. Pero había un problema. La voz es algo individual, personal. No importa, se convierte la nación en una persona y así puede tener una voz propia, capaz de indicar al pueblo su destino. Desde El Panóptico eso se ve como un juego de magia, en el que de un sombrero sale un conejo. Pero funcionó.

Seguían apareciendo problemas. Los derechos humanos en que se fundaba la democracia eran individuales. Tampoco importa. Como la nación es una persona, tiene sus propios derechos. Más aún. Ha heredado los derechos de una persona muy especial: el rey, el soberano. Ha aparecido la «soberanía nacional». La nación había ocupado el trono del monarca absoluto. ¡Un momento! ¿Y qué ha pasado con los derechos humanos que habían servido para oponerse al absolutismo?  ¿Dependen de la nación soberana? Entonces volvemos a las andadas: si el ciudadano recibe los derechos de la nación, no puede rebelarse contra ella si es necesario. Pues…vamos a arreglarlo como podamos. Ya se sabe que la historia es chapucera. Sale del paso como puede.

Solución: los derechos son universales, pero el disfrute de ellos es nacional. ¡Hum! Espere, que no lo entiendo. Pues está muy claro. El derecho a la ciudadanía, a la educación, a la sanidad, al trabajo son universales, pero solo se pueden ejercer dentro de una nación. Es decir, solo pueden disfrutarlos los nacionales. Los inmigrantes no pueden apelar a sus derechos universales, porque no pasan por la aduana de la nacionalidad.

Como ha señalado Fukuyama en Identidad, la izquierda creyó que abanderar los movimientos proletarios resultaba anacrónico

Convertir la Nación en la administradora de los derechos fue una decisión desastrosa. Llevada a sus últimas consecuencias, esa idea condujo al absolutismo de la nación (Hitler), al absolutismo del Estado (Mussolini) o al absolutismo del partido (Stalin). Todos dijeron lo mismo: fuera de esa trinidad abstracta (Nación, Estado, Partido) no había salvación. Es decir, no había derechos. Creo que la escaldada Hannah Arendt fue la primera en darse cuenta: «La Revolución francesa había combinado los derechos del hombre con la soberanía nacional, lo que implicaba una contradicción puesto que la nación estaría simultáneamente sujeta a leyes universales, pero, al ser soberana, no se sometería a nada superior a sí misma. El resultado fatal de esta contradicción fue que los derechos humanos fueron reconocidos e implementados sólo como derechos nacionales». Les dije que desde El Panóptico el baile de los conceptos era muy ameno, pero en realidad se ha convertido en la danza de la muerte.

Tras los excesos del régimen nazi, la nación se convirtió en un concepto proscrito. «El nacionalismo –escribió John Dunn– es la vergüenza del siglo XX, la más imprevista mancha política de ese siglo». La idea de nación no desapareció del todo, pero, como las fuerzas de izquierdas eran internacionalistas, quedó en manos de la derecha y de la ultraderecha. Así ocurrió hasta la caída del muro de Berlín, cuando hubo una contradanza. Despertaron los viejos nacionalismos en los países integrados en la URSS y los trágicos sucesos de la antigua Yugoslavia demostraron con qué facilidad se pasa del nacionalismo al odio y a la violencia. Pero la música hizo extraños compañeros de baile. El desencanto por las instituciones europeas, las crisis económicas y los desmanes de un neoliberalismo fuera de control, produjo un cambio en los pensadores de izquierdas, que comenzaron a ver el Estado nacional como la única defensa posible contra el cosmopolitismo, al que veían como una rendición al poder de las multinacionales. La izquierda, desorientada, renegó de su internacionalismo y, en Francia, propuso un «nacionalismo republicano de izquierdas». La inmigración agravó el problema. Como ha señalado Fukuyama en Identidad, la izquierda creyó que abanderar los movimientos proletarios resultaba anacrónico (de hecho, en Francia dejó el voto obrero al Frente Nacional) y se centró en la defensa de las «identidades» –por ejemplo, de los colectivos discriminados–, y ya en este camino acabó defendiendo también la «identidad nacional». En España, es el caso de Podemos. Esto suponía acercar posiciones a la ultraderecha: el «soberanismo nacional» lo une todo.

Desde El Panóptico resulta tragicómico ver cómo las actitudes y las ideas se repiten. Ya en el siglo XIX se pensaba que el comercio internacional acabaría con el nacionalismo. En el Manifiesto comunistaMarx escribe: «Las diferencias nacionales y los antagonismos entre los pueblos se desvanecen de día en día, debido a la libertad de comercio, al mercado mundial, a la uniformidad en el modo de producción y a las condiciones de vida que corresponden a ese proceso». No sucedió así.

El actual «soberanismo a la francesa» piensa que hay que atrincherarse en la nación. Ahora no es la conjura judía, sino la del capitalismo mundial la que amenaza la libertad del ciudadano. Para defenderla, hay que enrocarse. El movimiento de Onfray resume todas las tesis del «soberanismo». Aspira a ser un «populismo combatiente contra los populicidas». Cree que la diferencia entre derechas e izquierdas es anacrónica, sus grandes enemigos son la hidra neoliberal, la Unión europea que destruye la identidad de los pueblos, y la defensa del nacionalismo cultural francés contra el ataque del islamismo y la invasión de los inmigrantes. El euro ha sido una artimaña para someter a Europa al yugo alemán. Para oponerse a un «frente populicida», que busca el triunfo de un capitalismo planetario post-nacional, quiere organizar un «frente popular» que restaure la divisa de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. «La libertad sin igualdad es la propuesta de la derecha. La igualdad sin la libertad, es la propuesta de la izquierda. Ambas caen en una tiranía. Es preciso añadir la fraternidad, capaz de armonizar la libertad y la igualdad».

Fundar el nacionalismo en los «derechos históricos» es enzarzarse en una pugna sin solución: la «nación española» también puede enarbolar sus propios «derechos históricos»

Los soberanistas del Frente Popular no se toman el trabajo de demostrar que la pertenencia a la Unión Europea ha sido liberticida. Onfray se limita a afirmar que conseguirá «eliminar las catedrales y las bibliotecas en beneficio de los supermercados y McDonald». La Unión Europea, al reducir la soberanía de la nación, acaba destruyendo el alma de los pueblos. Es una crítica, evidentemente, de trazo grueso. El análisis no les interesa mucho. En el último número de la revista intentan demostrar la peligrosidad de George Soros, y con el énfasis que ponen en criticar su defensa de la Sociedad Abierta acaban por convertirlo en un benefactor de la humanidad.

Por debajo de exageraciones apasionadas, el soberanismo democrático plantea un problema real que hace falta debatir. Defiende como última razón de la política conseguir la libertad y la autonomía del individuo, defender los derechos humanos, y respetar la voluntad general como guía de la acción política. Lo importante es saber cual es la organización política más eficaz para conseguir esos objetivos. En el caso francés, la alternativa es nación o Unión Europea, y los soberanistas se inclinan por la nación. En España, la alternativa sería mas completa: Unión Europea, nación española o nacionalidades independientes. Conviene recordar que no se trata de lo que es mejor para la nación –una entidad abstracta– sino para los ciudadanos, que son entidades concretas y reales. ¿Cuál será la mejor solución, teniendo en cuenta la complejidad de la situación? ¿Cuál será la mejor solución en este momento? El nacionalismo catalán o vasco tampoco son dados al análisis. Se han movido por emociones y reivindicaciones con frecuencia vagas. Un ejemplo: fundar el nacionalismo en los «derechos históricos», es enzarzarse en una pugna sin solución, porque la «nación española» también puede enarbolar sus propios «derechos históricos». ¿Cuáles son los más fuertes? Además, los «derechos históricos» son predemocráticos y es difícil fundar en ellos una democracia. Ya se discutió en los debates constitucionales españoles.

Lo lamentable es que el planteamiento conflictivo impide tratar con seriedad un problema real: el hecho de que una parte de los catalanes o de los vascos quiere independizarse y otra parte no, y el hecho de que el resto de ciudadanos, no catalanes, afectados por una eventual secesión, también debe ser tenido en cuenta. Todos tienen derechos individuales que les avalan. Hasta ahora nos hemos instalados en el conflicto, sin decidirnos a encarar el problema ¿No sería posible enfrentarse al problema sin apasionamientos, victimismos y patriotismos –y antipatriotismos– ardorosos, eliminando la dialéctica del conflicto –donde lo importante es ganar– e implantando la dialéctica heurística de encontrar soluciones?


Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’.

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