Sociedad
El síndrome del hombre en la Luna
Los doce astronautas que consiguieron pisar el territorio lunar tuvieron serios problemas para volver a la vida normal, algo que muchos solucionaron a través de diversas excentricidades e incluso de la adicción alcohol.
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El 20 de julio de 1969, la nave Apolo 11 aterrizó en el único satélite natural de la Tierra. Al día siguiente, los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin se convirtieron en los primeros seres humanos en caminar sobre la superficie de la Luna. Un tercero, Michael Collins, no se bajó de la nave. Más de 500 millones de personas siguieron atentamente la hazaña, retransmitida por televisión (en España, narrada por el periodista Jesús Hermida).
A su regreso, los tres astronautas fueron recibidos como héroes. Cuatro millones de neoyorquinos abarrotaron las calles para mostrarles su admiración y, de paso, el entusiasmo en plena Guerra Fría por aventajar al enemigo ruso en la carrera espacial. Visitaron 25 países y se reunieron con embajadores, presidentes y monarcas de todo tipo: todo el mundo quería saber de primera mano qué sintieron, cómo fue y qué ocurrió. La misión, al fin y al cabo, contaba con un elevado porcentaje de fracaso. De hecho, Nixon tenía preparado un discurso en el que dirigirse a la nación para mostrar sus condolencias por si la tripulación no podía volver o sufría un percance trágico.
Sin embargo, que alguien cometa la proeza de pisar la Luna no significa que tenga la capacidad de resolver las contingencias o problemas de la vida cotidiana. Es lo que se conoce como «síndrome del hombre en la Luna», que designa los casos en los que alguien es capaz de hacer algo extraordinario y, sin embargo, se desenvuelve con cierta torpeza a diario.
Aldrin asumió su condición de superhéroe, aunque volver a la cotidianidad le reportó una profunda depresión que sazonó con grandes dosis de alcohol
Algo así les sucedió a su regreso a estos hombres que viajaron más allá de la magnetosfera terrestre. Los doce hombres que fueron a la Luna tuvieron serios problemas para «volver a la vida normal», tal y como relató Andrew Smith en su libro Lunáticos (Berenice). Unos más que otros. Armstrong, un tipo tímido, introvertido y sencillo, ingeniero y veterano de la Guerra de Corea, ya había experimentado una vivencia extrema: la muerte de su hija de dos años a causa de un tumor cerebral. Nunca quiso ser famoso: no soportaba que le parasen por la calle, que le interrumpieran su almuerzo o que le pidieran autógrafos para venderlos después a precio astronómico. El astronauta llegó incluso a denunciar a su peluquero, al que acusó de vender mechones de su pelo. Se divorció de su esposa, después de 38 años juntos, para casarse con una joven 15 años menor que él. Armstrong apenas concedió entrevistas, terminando por recluirse en una granja en Ohio, donde daba clases en la Universidad de Cincinnati. Que su familia subastase una generosa muestra de objetos personales cuando murió no le habría hecho pizca de gracia.
Aldrin, de los pocos que siguen vivos, no soporta que le recuerden haber sido el segundo hombre en pisar la Luna. «Es degradante», afirmó en una entrevista, al tiempo que recomendaba ser presentado como «miembro del primer equipo humano que pisó la Luna». Como Amstrong, arrastraba su propio drama: el suicidio de su madre y el de su abuelo. Él sí asumió, ufano, su condición de superhéroe, aunque volver a la cotidianidad le reportó una profunda depresión que sazonó con grandes dosis de alcohol. Una vez recuperado, acudió a cuantos medios de comunicación le convocaban, sobre todo para relatar cómo tomó la comunión en la superficie lunar. Aldrin también escribió un libro (Magnificent Obsession) y se separó de su mujer tras veinte años de vida en común. A día de hoy vive en Florida, en un pueblo costero llamado, pareciera que irónicamente, Satellite Beach.
Y así como hay un astrofísico cuyos restos fueron esparcidos en la superficie lunar (Eugene Shoemaker), hubo un astronauta que, al volver, se convirtió en pintor: Alan Bean, que viajó en el Apolo 12. Apenas salió de su estudio. Dedicó su vida a pintar lo que vieron sus ojos: un lugar yermo, de blancos, grises y negros. Algunos de sus lienzos se venden por medio millón de dólares. Aseguraba que, entre los pigmentos, había polvo lunar.
Más espiritual fue Edgar Mitchell, tripulante del Apolo 14, que sintió que las células de su cuerpo venían «de estrellas antiguas», como él mismo comentó en una entrevista. Dejó la NASA –y también a su esposa– para fundar el Instituto de Ciencias Noéticas, ganándose el enojo de sus antiguos compañeros al afirmar que existía vida extraterrestre, de la que la NASA ocultaba pruebas, y que la telepatía –de la que él aseguraba tener el don– era posible.
James Irwin, octavo hombre en pisar la Luna, pasajero del Apolo 15, regresó iluminado, abandonó la NASA y fundó la congregación Altos vuelos, cuyo propósito era encontrar el Arca de Noé. Para ello, organizó numerosas expediciones al Monte Ararat, en Turquía, donde la Biblia sitúa sus restos. En uno de sus viajes, la caída en un glaciar le causó severas lesiones en las piernas y en la cara. Nunca encontró restos de la nave que supuestamente encaró el Diluvio Universal.
Charles M. Duke, el más joven de los astronautas que fue a la Luna, con 36 años, en la misión Apolo 16, regresó para convertirse en un déspota con su mujer, a la que casi conduce al suicidio. Después tuvo una epifanía, se convirtió al cristianismo y sirvió a Dios (fundando una iglesia pastoral con su propio nombre) y a los hombres (creando una empresa de distribución de cerveza).
Harrison ‘Jack’ Schmitt fue el último hombre hasta la fecha en pisar la Luna al descender del Apolo 17 y el primer científico en el espacio exterior. Llevó una vida discreta hasta hace unos años, cuando formó parte del equipo de Donald Trump y se empeñó en convencer al mundo de que el calentamiento global es una farsa y que los niveles crecientes de carbono pueden ser beneficiosos para la humanidad.
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