Sociedad

¿Y si el origen de todo fuera un accidente?

Cicerón aseguraba que el azar –y no la prudencia– gobernaban la vida. Quizás el filósofo romano tenía razón y todo es el fruto de las casualidades.

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10
abril
2023

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Desde que el hombre dispone del lenguaje, las explicaciones a propósito del origen de la vida, del mundo o del cosmos han sido fecundas, ampliadas, matizadas y refutadas. La ciencia describe y resulta crucial para entender determinados procesos, pero como toda disciplina tiene sus límites. La teoría de la evolución esclarece el desarrollo y la formación de las diversas especies, pero esta hipótesis presupone a su vez la previa existencia de la vida, a la que no da respuesta. Las primeras narraciones que abordaban el inicio de todo fueron de tipo mítico y religioso, hasta la aparición de la filosofía, que encomendó a la razón la ardua tarea de encontrar el porqué primero.

En la tradición más extendida en occidente, la judeocristiana, se concebía el origen de la vida como un acto de creación divina, bien de una tacada, bien realizada de forma más o menos continua, lo que explicaba la generación espontánea. Esta segunda opción admitía encuadrarse en un modelo mecanicista o reduccionista (que atribuía a las causas naturales y azarosas la organización de la materia y, por tanto, excluía la acción de un ser superior). El filósofo Demócrito, en el siglo V a.C., imputaba a la casualidad el origen de la vida. Así el también poeta Lucrecio, en el I a.C., en La naturaleza de las cosas, asegura que «nada puede ser creado de la nada por la voluntad de Dios», sino que el surgimiento de la vida se explica por las diferentes combinaciones de las partículas materiales. También Epicuro atribuyó aleatoriedad a los átomos y, por tanto, a la formación de la vida.

Aristóteles, con su teoría hilemórfica, consagra la necesidad de un principio formal ajeno a la materia. Su famoso motor primero, que monopolizó, hasta casi la llegada de la modernidad, el discurso. Tendríamos que esperar a Galileo y Descartes para que se afianzase la posibilidad de entender los fenómenos vitales como respuestas a leyes mecánicas. El modelo del animal-máquina (que La Mettrie extendió al hombre) excluía la trascendencia de cualquier ser vivo. Vuelve el azar, como concatenación de accidentes, a explicarnos, pese a que la complejidad de los organismos vivos se use como argumento para revitalizar las concepciones organicistas (el universo es un todo, sostenía el filósofo Comte), vitalistas (el origen de la vida tiene una explicación más allá de la física y la química, como aseguraba Canguilhem) y animistas (teoría representada por Tylor, que propone un principio vital en cada ser vivo). Ni siquiera la teoría celular puso fin a la disputa.

Con los datos científicos, parecería que todo es puro accidente. Hace 13.800 millones de años, se produce el Big Bang, el capricho fortuito por excelencia. De él brotan los ingredientes necesarios para la constitución del universo: las constantes de la naturaleza (como la velocidad de la luz o la fuerza de la gravedad). Si la cantidad de materia oscura que circula por el universo hubiera sido un poco mayor de que la hubo, el universo se habría expandido tan rápidamente que la materia nunca hubiese podido unirse para crear las estrellas, vivero esencial de todo átomo complejo y necesario para formar vida.

Tal vez Cicerón tenía razón cuando firmó que el azar, y no la prudencia, es lo que gobierna a vida

Durante millones de años apenas había oxígeno en el aire. Las bacterias se alimentaban de dióxido de carbono y otros gases. Pero surgió un nuevo tipo de bacteria capaz de crear energía a través de la fotosíntesis, expulsando oxígeno en su proceso. Sin ellas, la vida animal no hubiera prosperado.

Hace 2.700 millones de años, la única vida en la Tierra era unicelular. Algo ocurrió. Dos células se unieron y, en vez de morir, formaron un híbrido que originó animales y plantas. Hace 65 millones de años, los dinosaurios poblaban el mundo. Un asteroide de unos nueve kilómetros chocó con la tierra. Su impacto pudo ser equivalente a mil millones de bombas de Hiroshima. Dejó a oscuras el planeta y aniquiló a la mayor parte de dinosaurios y de vida vegetal. Si no hubiera ocurrido esta catástrofe, los pequeños mamíferos similares a lémures o musarañas, ancestros de los primates y de los humanos, quizás no hubieran sobrevivido.

Hay accidentes demasiado precisos. En la segunda mitad del XX encontramos numerosos científicos adentrándose en postulados filosóficos. Uno de ellos, Premio Nobel de Medicina en 1965, Jacques Monod, escribió un ensayo que aún sigue siendo una referencia inexcusable, El azar y la necesidad. En él sostiene que el universo nace a partir de mecanismos de puro azar, que se van organizando en las estructuras vivientes. Y añade que, al igual que el cosmos, el hombre queda bajo el dominio del azar, por lo que la historia humana es absolutamente impredecible. Algo similar mantiene el astrofísico Stephen Hawking en El gran diseño: «El hecho de que nuestro universo parezca milagrosamente ajustado en sus leyes físicas para que pueda haber vida no es una demostración concluyente de que haya sido creado por Dios, sino que sería resultado del azar».

La cuestión es que, a día de hoy, el azar explica más bien poco, ni siquiera rige cuando nosotros lanzamos los dados al aire (la física newtoniana podría predecir el resultado teniendo la información necesaria) ni los sistemas de criptografía generados por las computadoras para proteger la información son puro azar. Completamente accidental o azaroso, hasta la fecha, solo se conoce la «aleatoriedad cuántica», el movimiento impredecible que ocurre a niveles subatómicos. Tal vez Cicerón tenía razón cuando firmó que el azar, y no la prudencia, es lo que gobierna a vida.

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