Cultura

La unicidad de la obra de arte en la era digital

El arte en la era digital abre nuevos retos: cabe preguntarse qué ocurre ahora con la condición única de la obra. Puede que el boom de los NFT intente abordar este punto, pero ¿lo hace de un modo artificial?

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10
marzo
2023

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¿De qué hablamos actualmente cuando hablamos de arte? En un ensayo titulado Lo que viene, el urbanista, visionario y crítico de la modernidad Paul Virilio reconocía hace dos décadas que esta cuestión se había convertido en algo cada vez más difícil de contestar. En su búsqueda de respuestas, citaba una frase del poeta romántico A. W. Schlegel: «el arte es como una moneda que debe permanecer en circulación», con la que tal vez se inauguraba simbólicamente la reciente vinculación del arte con ciertos activos digitales llamados NFT, de los que Virilio, fallecido en 2018, no pudo ocuparse, aunque sí intuir cuando se preguntaba qué lazos de autenticidad pueden aún unir el valor de la mercancía de nuestros objetos de arte a su presencia plástica y, sobre todo, qué podría unirnos todavía a nosotros con ellos.

En la misma época en que Virilio hacía estas reflexiones, el monje y antropólogo catalán Lluis Duch constataba con su extraordinaria lucidez que desde finales del siglo XVII un lenguaje muy concreto, el técnico-económico, se ha impuesto en todos los ámbitos de la existencia humana, y ello –denunciaba– en detrimento del resto de expresividades que caracterizan el polifacetismo humano. Hoy, en efecto, podemos confirmar que vivimos bajo el dominio de un empobrecedor monolingüismo economicista que no solo tendría su reflejo en la ineludible correspondencia de la obra de arte con su valor monetario, sino que estaría también presente en la propia afirmación de Schlegel, cuyo carácter metafórico albergaría una profunda contradicción, dado que por su naturaleza singular la obra de arte sería una moneda no fungible, esto es, una moneda que –paradójicamente– no sería reemplazable.

Sí serían, en cambio, reemplazables monedas virtuales como el bitcoin, construidas a partir de la tan conocida como ignorada tecnología blockchain. Los bitcoins se pueden definir como activos digitales que, además de ser inalterables y transferibles, son fungibles, esto es, intercambiables, con la propiedad añadida de que su valor no es fiduciario, sino producto del cómputo necesario —el minado— para crearlos. Con la misma tecnología blockchain es posible fabricar otro tipo activos digitales, también inalterables y transferibles, pero que, a diferencia del bitcoin, son no fungibles, esto es, únicos: se trata de los llamados NFT (del inglés non fungible token), cuyas propiedades los hacen idóneos para vincularlos a una obra de arte, aunque con ello surge también de manera ineludible la pregunta por la unicidad de la propia obra de arte.

La obra de arte digital, aun siendo única en virtud de su configuración, es binariamente reducible

En tanto que expresión de la permanente ambigüedad humana, la obra de arte no admite una definición clara y unívoca, de ahí que sean los propios creadores quienes mejor pueden expresar lo que el arte es. En ellos se apoya Virilio, en concreto en Rainer Maria Rilke y Paul Klee, cuando afirma que lo que al primer vistazo distingue a la obra verdadera es su «infinita soledad» (Rilke): el enigmático atractivo de una unicidad que ofrece, paradójicamente, la multiplicidad de sus adecuaciones sensibles a los que «al mirarlas hacen la mitad de sus cuadros» (Paul Klee). Aunque toda obra de arte sea susceptible de esa multiplicidad de adecuaciones sensibles, lo cierto es que hoy no podemos decir lo propio de la unicidad, que se ha visto fracturada por la irrupción de la obra de arte digital.

La unicidad de la obra de arte plástica –con la pintura y la escultura como representantes más destacadas– radica en su naturaleza absolutamente inconmensurable, que tal vez podríamos vincular con la infinita soledad que le atribuye Rilke; por contra, la obra de arte digital, aun siendo única en virtud de su configuración, es binariamente reducible. La obra de arte plástica es un acontecimiento único, epifánico, cuyo soporte es la materialidad que forja la atmósfera perceptiva que permite establecer la conexión con un objeto en un espacio físico. El soporte espacial de la obra de arte digital, en tanto que virtual, es materialmente inexistente, delegando las condiciones de la manifestación artística a la mediación de una pantalla que no tiene ninguna relación con lo representado, anulando así la unicidad propia de lo tangible. Podríamos decir que la obra de arte plástica remite, en última instancia, a la metafísica, mientras que la digital lo hace a información numérica; la una es un símbolo que apunta al misterio, la otra un signo que se reduce a datos.

Un abismo separa, por tanto, la materialidad de la obra de arte plástica de la virtualidad de la obra de arte digital. Entre ellas se sitúa a medio camino la fotografía analógica, que supuso un hito para la imagen, acrecentado posteriormente por el cine. En ambos casos, pese a que sigue existiendo un vínculo con la materialidad del papel y la película, la obra puede copiarse, pero con la particularidad de que la copia está controlada por la posesión del negativo. Quien controla el acceso a una obra de arte es su propietario, si bien con una diferencia esencial entre la obra de arte plástica y la digital. La unicidad material de la primera facilita que el propietario determine quién puede contemplarla mediante el acceso al espacio que ocupa. Esta unicidad garantiza tanto el control a su acceso como la propiedad. Ahora bien, la unicidad binariamente reducible de la obra de arte digital resulta problemática, tanto para garantizar la reproducibilidad como la propiedad.

El arte es experiencia, y sin la participación de la mirada, que es parte indisociable de la propia creación, no hay arte

La vinculación de un archivo NFT a cualquier tipo de contenido digital con el fin de decretar su unicidad y, con ello, certificar posteriormente a su propietario, ha dado lugar a todo tipo de situaciones esperpénticas, como que un inversor pagase 2.9 millones de dólares por la primera publicación de Twitter; o que se vendiese por otra elevada suma un píxel de color gris, ambos convenientemente certificados. Llevadas estas prácticas al mundo del arte, sería posible crear una copia digital –mal llamado gemelo– de cualquier obra u objeto histórico y aplicarle un sello NFT. Es lo que hizo la Casa de Alba con una de las cartas que envió Cristóbal Colón a Isabel la Católica; y lo que hizo también un coleccionista privado que creó una copia digital de una obra de Frida Kahlo, con la delirante diferencia de que después la quemó, no sin antes emitir 10.000 copias certificadas con NFT que pretendía vender por un precio mayor del que tendrían, según pensaba el artífice de la macabra operación, si existiese la obra original. El resultado de la performance perpetrada el pasado 30 de julio de 2022 fue que, ante el fracaso crematístico, el proyecto ha mutado en una supuesta colecta de fondos caritativos.

Al margen de esperpentos y especulaciones, nos preguntamos qué aporta en última instancia el NFT a la obra de arte digital. A nuestro entender se trata, consciente o inconscientemente, de un intento de forzar en la obra de arte digital la unicidad propia de la obra de arte plástica. Pero si la unicidad de esta última es intrínseca y propia de su naturaleza, en el caso de la obra de arte digital la unicidad es forzada, esto es, no emana de su interior, sino que es fijada exteriormente a través del cómputo. Esta unicidad artificial no tiene más recorrido que el que deriva de las transacciones comerciales y del efectismo publicitario, y nada puede aportar a la experiencia vinculada a la mirada que conecta el interior del artista con el interior del que contempla su obra. Pero el arte es experiencia, y sin la participación de la mirada, que al decir de Klee es parte indisociable de la propia creación, no hay arte. Y es precisamente en esta participación, en la inconmensurabilidad del sujeto y el objeto que se funden, donde reside la unicidad de la obra de arte, y donde nunca podrá penetrar la frialdad computacional.

El arte es una manifestación esencial de la conciencia humana. Si observamos, por ejemplo, el tratamiento que el arte ha dado al espacio y al tiempo en distintas épocas, comprobaremos que hay una estrecha correspondencia con los resultados que ofrecen la ciencia y otras expresiones de nuestra conciencia, con la diferencia de que el arte sería, tal vez, una manifestación más temprana, primaria e inconsciente. Si finalmente, como algunos gurús pronostican, los NFT terminan por instalarse definitivamente en el seno de la obra de arte, estaríamos ante una mala señal, que supondría un capítulo más del triunfo de lo cuantitativo frente a lo cualitativo. El mayor peligro –ya palpable– seria que el propio activo NFT reemplazase a la obra de arte, como realmente hemos podido constatar en el caso de la malograda obra Frida Kahlo. Los NFT estarían certificando, ante todo y en última instancia, tanto el fin de la experiencia como el fin de la obra de arte hasta ahora conocida. Y es que, frente al delirio emergente, quizás convenga, aunque sea para agitar conciencias, ser también apocalíptico, porque este sello criptográfico del que hablamos no solo se imprime en la obra de arte, sino que es al mismo tiempo un síntoma de la dinámica que opera en nuestro interior, esto es, en la propia conciencia humana.

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