Siglo XXI

«La atención es un problema político y colectivo»

Fotografía

Elvira Megías
¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
31
marzo
2023

Fotografía

Elvira Megías

Investigador independiente, filósofo «pirata» (como él mismo se define), activista y editor. Amador Fernández-Savater (España, 1974) acaba de publicar junto con el artista Oier Etxeberria ‘El eclipse de la atención’ (NED Ediciones), donde reúne una docena de pensamientos y de pensadores alrededor de diferentes retos de nuestra época. Conversamos con él aprovechando esta ocasión corsaria.


Usted se define como un filósofo pirata, alguien que «aborda» la filosofía desde fuera de ella misma. ¿Puede existir algo que realmente esté fuera del radio de acción de la filosofía?

Nunca estudié filosofía en serio, aunque la filosofía siempre estuvo ahí. Mi acercamiento ha sido muy autodidacta: artesanal, muy precario, arbitrario, movido por pasiones del momento. Nunca sistemático, académico, global, lógico. Un «abordaje» desde algún tipo de intensidad que me tomaba: una pregunta, un acontecimiento, un problema. Ese abordaje implica también una «desenvoltura» en el uso mismo de la filosofía: nada solemne, riguroso, marcado por obligaciones de cita apropiada y formatos a priori como el paper. Un «servirse» de la filosofía, pero no servirla a ella (en tanto que institución, monumento, castillo de saberes autorizados). Luego se da cuenta uno de que los «grandes filósofos» han actuado a su modo también así en cierta forma y se siente más legitimado. El «pirateo» es constante en la historia de la filosofía, aunque esta se encargue de borrar sus huellas.

¿Puede prescindir dimensiones humanas prácticas, como la actividad política, del pensamiento abstracto?

Recuerdo una cita del filósofo Cornelius Castoriadis que leí hace décadas y siempre me vuelve. Decía que el militante político que se queja de las «abstracciones intelectuales» y remite a la «dura verdad de los hechos», reparte luego panfletos llenos de la peor metafísica, porque «lucha de clases», «revolución» o «socialismo» son conceptos que nacen en una tradición de pensamiento determinada que si no pensamos nos piensa. Es decir, las palabras no aluden directamente a cosas sólidas y concretas, hay maneras de pensar que ordenan y configuran realidades. Si no somos capaces de elaborar un discurso propio, sino que repetimos sin más lo adquirido estamos siendo pensados por otros que tal vez no nos conducen por donde nosotros queremos. El pensamiento es esta detención y esta pregunta por las maneras de pensar que constituyen objetos y maneras de mirar.

En 2020 publicó Habitar y gobernar, ensayo en el que defiende la importancia de que la filosofía salga a la calle. ¿Por qué tememos tanto al cambio? ¿Nos aterra lo desconocido? ¿Estamos preparados para convivir con la incertidumbre, que es parte esencial del acto de vivir?

Como ya digo, no se trata para mí de que la «filosofía salga a la calle», sino de que la calle se ponga a pensar. La calle, es decir, la vida. La vida puede echar mano para pensar de materiales y lenguajes de muy diverso tipo, incluyendo la filosofía. Tiene que haber un problema vital para que la referencia a los conceptos no sea puramente abstracta o académica. La cuestión es que todo pensamiento propio enfrenta límites. Límites que nos han sido impuestos y grabados en el cuerpo. Entonces pensar, como traspasar los límites, activa una angustia y un terror. A ser otros de lo que somos, a dejar de ser, a disolvernos. El filósofo argentino León Rozitchner describió esto muy bien. Pensar, si va en serio, es enfrentar angustias. Angustias no abstractas, sino límites materiales inscritos en el cuerpo por las instancias de poder que gobiernan. Más allá de esos límites, una posibilidad de locura. ¿Quién querría enloquecer? Pero un punto de locura es necesario para pensar, dar la voz a lo que se rebela contra los límites que nos asfixian y acotan lo posible.

¿Es necesario reconstruir la filosofía, retornarla a un fundamento socrático? ¿La filosofía «académica» es equiparable a la filosofía «libre», natural, la del filósofo que investiga el cosmos que le rodea desnudando sus ojos de prejuicios y saberes?

No tengo ni idea. Ya digo que no soy filósofo, ni tengo un discurso sobre la filosofía en general o lo que la filosofía en general debería hacer o dejar de hacer. A mí no me interesa nada de eso, me interesa pensar problemas situados y concretos, que pueden llevar, sin embargo, muy lejos. A una reevaluación de lo que es el mismo cosmos.

«El pensamiento es esta detención y esta pregunta por las maneras de pensar que constituyen objetos y maneras de mirar»

Acaba de publicar, en coordinación junto con el artista Oier Etxeberria, El eclipse de la atención, donde reúne a una docena de pensadores alrededor de diferentes retos. ¿Nos enfrentamos ante una pandemia de déficit de atención? ¿Cómo afecta su pérdida a nuestras vidas, tanto desde una perspectiva colectiva como individual?

Lo primero es cuestionar los presupuestos y salir de los estereotipos. En este caso, la idea de una «falta de atención», de un «déficit de atención». Nosotros preferimos plantear que el problema es un «eclipse de la atención», en el sentido de que nuestra atención está siendo «ocultada» o «taponada» por un poder saturador. Está la famosa «economía de la atención» que persigue la captura de nuestra percepción y de nuestro tiempo a través de una multiplicación de los signos de consumo. Está la tendencia a la «protolocolización» de la sociedad, que supone una delegación de la atención es todo tipo de automatismos que supuestamente van a pensar y decidir (bien) por nosotros. Está la inflación, no de las imágenes en general, sino de los clichés y los estereotipos, que son sentidos empaquetados y percepciones predefinidas que vienen a decir: «las cosas son así». El eclipse tiene todas estas formas de captura, de hechizo, de explotación de la atención. La distracción, contra lo que se piensa, puede ser hoy una rebelión: desviar la atención de los lugares que la quieren capturar y someter, ponerla en otros sitios imprevistos, dejarla flotar. Cuando todo conspira para que estemos hablando a la vez del mismo vídeo de YouTube, la distracción es sana rebelión.

A lo largo de las páginas del libro se abarcan situaciones muy presentes y, por tanto, extraordinariamente sensibles en nuestros días. Por ejemplo, el auge del TDHA en las aulas. ¿La educación se está degradando? ¿Está bien planteada? Y si no es así, ¿cómo debiera estructurarse, en su opinión?

El trabajo de Marino Pérez Álvarez y José Ramón Ubieto, en torno al TDHA, me parece impecable. Ese diagnóstico –omniabarcador, impreciso y patologizante– tiene el problema de reducir la cuestión de la atención a un daño cerebral a reparar con medicamentos. Adiós entonces a una reflexión sobre el contexto vital de la persona en cuestión (escolar, familiar, etc.). Adiós a una respuesta también contextual que pase por formas de acompañamiento. El problema se abstrae; es decir, se reduce complejidad y se localiza biológicamente. Los dos autores cuestionan esta reducción, esta lógica clasificatoria incapaz de escuchar la singularidad de cada persona, este bloqueo del pensamiento sobre los factores sociales (las formas de vida, las diferentes «velocidades» que marcan los caracteres). Creo que ahí hay una reflexión general sobre la infancia y la escuela. En lugar de pensarla y medirla según criterios a priori de lo que «debiera ser» haríamos mejor en ejercitar una escucha de lo que es, de lo que hay y de lo que ya está siendo. Muchos problemas de la escuela actual tienen que ver con la idea de que los chicos tienen que adaptarse a sus programas y funcionamientos, caiga quien caiga y cueste lo que cueste, en lugar de dotarse de una plasticidad capaz de escuchar y acompañar la pluralidad de las vidas singulares que componen un aula.

«La denuncia de la tecnología se ha convertido en un fetiche y todos la practicamos a diario como desahogo, pero no nos lleva muy lejos»

León Tolstói, en su ensayo El reino de Dios está en vosotros, ya predijo los siglos XX y XXI: los capitalistas invadirían los gustos, la construcción familiar y la vida privada. Con las redes sociales y las nuevas tecnologías, ese asalto a la vida privada amenaza con volverse totalitario. ¿Son las tecnologías digitales un caballo de Troya para dominarnos por dentro? Ahora comienza a ser realidad la integración entre el cuerpo humano y estructuras mecánicas, implantes de microchips que prometen terapias novedosas, etc.

Creo que la denuncia de la tecnología se ha convertido en un fetiche. Todos la practicamos a diario como desahogo, pero no nos lleva muy lejos. Pienso que hay en primer lugar una cuestión de deseo: lo que escasea es el deseo, que no es capricho volátil, sino fuerza, motor, proceso. Ese debilitamiento del deseo encaja con la proliferación de automatismos que nos gobiernan, entretienen y deciden por nosotros, pero sin nosotros. Pero el problema es de deseo, no de las tecnologías. La tecnología, en segundo lugar, es un «campo de batalla». El movimiento hacker, por ejemplo, propone una relación con la tecnología (concepto ya equívoco que habría que dividir) a través del aprendizaje, del uso y del conocimiento compartido, más que de la crítica. Hacernos capaces, en lugar de «ser críticos». Me parece más interesante. El dominio totalitario de la tecnología (en alianza con el mercado, porque estamos hablando de tecnologías que pasan a través del mercado) es posible gracias a la debilidad de las alternativas de deseo y saberes autónomos.

En el libro defiende la práctica de los cuidados, el pensamiento crítico y la serenidad, en busca de ejercitar la atención, contra un mundo acelerado que nos convierte en «máquinas». ¿Nos estamos dirigiendo hacia una sociedad salvaje, despiadada e individualista? ¿Por qué necesitamos tanto defender nuestra faceta humana como cuidadores los unos de los otros?

El asunto es que la atención no es una cuestión individual, sino colectiva. La atención no es «mi» atención, sino un entorno de atención compartido con otros. Una verdadera ecología. Esa trama es lo que hay que cuidar. Es muy sencillo de entender. Pensemos en una simple conversación. ¿A qué estamos atentos? ¿Solo a lo que yo quiero decir? Entonces resultará una jaula de grillos, un choque de monólogos infernal. La buena conversación requiere una atención expandida al «entre», a lo que pasa entre los que están ahí. Escuchar, ceder la palabra, preguntar. Y eso no es posible si no hay buenas condiciones de atención. Pensemos en los sanitarios hoy en lucha, ¿por qué? No tienen buenas condiciones para atender a cada persona que se presenta. No tienen tiempo para escuchar. Hay un problema de recursos. Se ven obligados a aplicar automatismos. No pueden atender, no porque ellos hagan mal su trabajo, sino por una cuestión de entorno y condiciones. La atención es un problema político y colectivo.

 

ARTÍCULOS RELACIONADOS

Simone Weil: Pasión y autenticidad

Santiago Íñiguez de Onzoño

La pensadora intentó conciliar el cristianismo con las tesis de Platón e incluso con algunos planteamientos marxistas.

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME