Salud

Comer por ansiedad (o ansiedad por no comer lo suficiente)

A la estrella de cine mudo Clara Bow le preguntaban por qué no podía ser tan delgada como sus cejas cada vez que ganaba peso. Aunque ha pasado un siglo desde aquello, la cultura de dieta sigue permeándose a la relación con la comida, como lo hace la mala gestión de las emociones. «Comer sano» se ha convertido en un campo de minas.

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Eugenia Loli
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22
febrero
2023

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Eugenia Loli

Con perdón al sexo y el descanso, la alimentación es la necesidad fisiológica que más malestar emocional suscita. Muestra de ello es el auge de trastornos de la conducta alimentaria que se observa en los últimos años: en 2020, se incrementó la tasa de ingresos en Unidades de Trastornos de la Conducta Alimentaria (UTCA) en un 35% según los datos de la Universidad de Zaragoza.

Sería ingenuo afirmar que se desconoce el origen de este fenómeno. Los trastornos de la conducta alimentaria son la punta del iceberg, pero muy por debajo de la superficie se encuentran dos grandes bloques de hielo: la mala gestión emocional y la restrictiva cultura de la dieta, las verdaderas bases del problema.

La mala gestión emocional está íntimamente ligada a la alexitimia, definida como una dificultad a la hora de sentir, identificar y expresar las emociones. Un ejemplo perfecto lo encontramos en las frases «estoy bien» o «estoy mal» a la hora de comunicar lo que uno siente, pues implican ignorar el amplio abanico de emociones que puede albergar un ser humano. Al no lograr ponerles nombre, tiene lugar la siguiente etapa de una reacción en cadena: no identificar el detonante. Si no sabemos qué nos causa ansiedad, aburrimiento, vacío o vergüenza, difícilmente seremos capaces de gestionar estas emociones de un modo efectivo. Tampoco seremos capaces de buscar apoyo, recurriendo a menudo a la comida para acallar el malestar, pues es lo que tenemos más a mano.

Es entonces cuando entra en juego la cultura de la dieta, un fenómeno que nace en el siglo XX de la mano de las estrellas de la gran pantalla. La actriz Clara Bow, considerada la primera it girl, escuchaba la frase «¿por qué no es tan delgada como sus cejas?» cada vez que ganaba peso. Colleen Moore, también artista de cine mudo, seguía la dieta habitual de las flappers: nada de carbohidratos para mantener una esbelta figura. Barbara La Marr, actriz de teatro, guionista y cabaretera, falleció con 29 años por una adicción a las drogas que llevaba tiempo apreciándose en su cuerpo, pero nadie cuestionaba su salud porque era delgada y eso estaba en boga.

La moda perduró hasta los años 90, cuando se popularizó el término heroin chic para adular a todas las celebridades que paseaban su extrema delgadez por las alfombras rojas. Desgraciadamente, los medios de comunicación no abordaban los trastornos de la conducta alimentaria como un problema de salud pública. Al contrario, promovían las dietas extremas que habían conducido a más de una modelo, actriz o cantante al hospital.

La mala gestión emocional y la restrictiva cultura de la dieta son las verdaderas bases del problema

Pese a la desestigmatización de la salud mental, la mentalidad anorexígena sigue vigente en la actualidad. Podemos encontrar artículos recomendando dietas hipocalóricas o completamente restrictivas en pleno 2023, pero a mayores nos enfrentamos a la (des)información de las redes sociales. A diario, estamos expuestos a influencers –algunos de ellos expertos en nutrición– que demonizan la comida mediante actos tan sencillos como fomentar el contaje de calorías en menores de edad o adultos sin problemas de salud, compartir fotos del carro de la compra de desconocidos para mofarse de sus hábitos o animar a sus seguidores a ayunar para compensar después de un día de excesos.

Estos actos aparentemente triviales avivan el círculo vicioso de la mala gestión emocional: te ves desbordado por tus emociones y recurres a la comida para canalizar el malestar, pero inmediatamente después, te sientes culpable porque las redes sociales te han metido en la cabeza una idea sesgada sobre lo que significa «comer sano», así que aumentan las emociones desagradables. Durante unas horas o días –lo que tu cuerpo y mente aguanten–, intentas practicar esa restricción que los influencers recomiendan. Poco a poco, crece el apetito, pero también la culpabilidad por sentir ansia hacia la comida, y cuando no puedes reprimirla más, comes como si no fueses a volverlo a hacer, reiniciándose la paradoja circular.

La mala gestión emocional y la cultura de la dieta se ven a su vez reforzadas por ciertos mitos interiorizados en la conciencia colectiva. El primero es creer que nuestra salud mental no influye en nuestra salud física. La ansiedad puede reducir la cantidad y calidad de horas de sueño, la hostilidad es predictora de enfermedades coronarias y la tristeza puede alterar por completo nuestros patrones de alimentación. En definitiva, lo que sentimos –y lo que sufrimos– tiene un impacto directo e indirecto en nuestras funciones fisiológicas.

El segundo es creer que solo «nos pegamos» atracones para canalizar emociones desagradables. Comemos cuando sufrimos, pero también cuando estamos alegres. Muestra de ello es lo que pasa cuando celebramos un cumpleaños con amigos, cuando disfrutamos de una cena navideña o cuando quedamos para ver un partido de fútbol: ingerimos más de lo que nuestra señal de saciedad nos indica, pero no nos sentimos culpables por ello porque lo vemos como un suceso esporádico. En cambio, cuando la alimentación va ligada a la ansiedad, la tristeza o la ira, utilizamos el término «atracón» como castigo y lo convertimos en un rasgo definitorio de nuestra identidad: ya no es algo esporádico, sino un hábito que nos supera, que no podemos cambiar y que reduce nuestro valor como personas.

El tercer y último mito es creer que, para comer sano, es necesario evitar ciertos alimentos en todo momento y a cualquier precio. Dicho planteamiento encaja más con la ortorexia nerviosa, una problemática que se caracteriza por una selección exclusiva de ingredientes considerados saludables y una preocupación obsesiva ante situaciones que implican exponerse a «alimentos prohibidos» –generalmente procesados de composición compleja–. Como evitar dichos alimentos es insostenible en el tiempo porque los seres humanos tenemos compromisos sociales en los que no controlamos los ingredientes de los platos, así como apetencias idiosincrásicas en lo que a comer se refiere, pueden aparecer conductas compensatorias como ayunar, aislarse para evitar tentaciones u obsesionarse con las aplicaciones para contar calorías y macronutrientes.

Si se combaten estos mitos, se estará un paso más lejos de la cultura de la dieta y un paso más cerca de entender nuestras emociones. ¿Los siguientes retos? Aprender a respetar las corporalidades no normativas y convertir la alimentación en un recurso para nutrir nuestra salud física y mental, no para castigarla.

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