Sociedad

Dañar y ser dañado

Vivir significa, en cierto modo, una convivencia inevitable con el dolor de la existencia. Las razones son infinitas: desde el dolor causado por la venganza y el simple enfado hasta el desamor o el asesinato a sangre fría.

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20
enero
2023

En el Mahābhārata, la epopeya india que comenzó a escribirse, como tarde, alrededor del siglo III a.C., aparece relatada una hermosa historia: en el origen, la vida era inmortal, si bien esta comenzó a reproducirse. Al cabo del tiempo, el peso de toda clase de seres imaginables –incluidos los humanos, los animales y las plantas– causaba un creciente dolor a la diosa de la tierra, que comenzaba a no poder soportar su peso. La diosa terrestre invocó al dios creador, Brahma. «Señor, no podré soportar mucho más tiempo el peso de la vida, haz algo para aliviar mi dolor», suplicó. La deidad suprema, conmovida, creó a partir de su ser a la diosa de la muerte: su existencia eterna consistiría en arrebatar la vida de otras criaturas. Pero la diosa, viendo el sufrimiento que sus actos causaban, comenzó a llorar. Al final, el dios supremo crearía el samsāra: la muerte sólo arrebataría la vida a aquellos seres que fuesen gravemente heridos en combate, estuviesen muy enfermos o algún rasgo de su destino convocase esta resolución. A cambio, estos seres regresarían a la vida bajo otra forma de existencia. No desaparecerían para siempre. 

Como le sucede a la diosa de la muerte de la tradición india, el dolor forma parte ineludible de nuestras vidas. Sufrimos la cólera de las enfermedades biológicas, pero también la violencia de los actos humanos. La verdad universal es que causamos dolor, en ocasiones por accidente, otras veces con ardor vengativo. Pero ¿sabemos qué es el mal que genera las desgracias ajenas? ¿Hacemos más daño a quienes conocemos y queremos o a quienes nos resultan indiferentes? De hecho, ¿es inevitable el mal y, en consecuencia, el dolor?

Mal y dolor: la pareja inevitable

Para ahondar en la cuestión es recomendable que nos sumerjamos en la ética. Las comunidades humanas construyen, como consecuencia de sus rasgos culturales, diferentes conductas morales. Una de las formas de dolor más sutiles es, precisamente, la que emana de la creencia de estar siendo ofendidos por una falta de dominio de los códigos de conducta. Además de los sociales, cada uno de nosotros, que somos un ser independiente y diferente a cualquier otro congénere, también desarrollamos con el tiempo nuestra propia manera de comprender el mundo (y, por tanto, nuestros propios códigos). Pero esta clase de malestar, incluso cuando tenemos constancia absoluta de que nuestro interlocutor nos intenta hacer daño fingiendo ignorancia, sólo depende de cómo lo afrontemos, pues no quiebra la piel ni pervierte el bienestar de los órganos de nuestro cuerpo: basta con comprender el contexto e imponer con suavidad, pero con firmeza, nuestra autoridad. Tomarse demasiado en serio cada detalle de la vida constituye, bajo cualquier prisma inteligente, un signo de estupidez. 

Las comunidades humanas construyen, como consecuencia de sus rasgos culturales, diferentes conductas morales

Desde su inicio consciente, el ser humano ha tenido que lidiar con la muerte, el dolor causado por la pérdida del ser querido, el asesinato de otros seres vivos para poder comer y el de semejantes, ya sea bajo las órdenes de líderes codiciosos o por instintos nada recomendables. El mal en cuanto disruptor del orden natural de la existencia fue asimilado por toda clase de creencias religiosas, reforzando la moral de la familia y de la comunidad más próxima al individuo. Para unos, atentar contra la naturaleza (quitar vida sin motivo o dañar a los semejantes bajo estrategias evidentes o sutiles) acabaría por despertar fuerzas de reequilibrio, proviniese de dioses o del propio orden del cosmos, como sucede en las mitologías indias o de la antigua China, por nombrar algunas. Para otras creencias, es Dios, representado como uno o como muchos, quien cobrará venganza contra el agresor. En el Libro de los Muertos, obra sapiencial clave para los antiguos egipcios, aparece destacada la fórmula de la negación que el espíritu del difunto debe poder atestiguar durante el Juicio de Osiris: si miente y el peso de su corazón supera el de la pluma Ma’at, la diosa de la Justicia, su existencia será aniquilada. 

¿Por qué cometemos afrentas de cualquier clase contra nuestros semejantes? Las razones pueden ser tan plurales como la experiencia sensible que nos rodea: acumulación de bienes, engatusar a otra persona, utilizarla para obtener alguna clase de placer, por venganza ante un daño recibido previamente y un largo etcétera que sigue haciendo las delicias de los narradores con duende. Sin embargo, los filósofos y sabios que investigaron para lograr el bien común de sus semejantes, se interesaron también por analizar la raíz del mal desde la reflexión. Si la naturaleza se rige por leyes comprensibles mediante la razón, el comportamiento humano también debería ser predecible (o, al menos, deducible). Sócrates señaló la ignorancia como causa de la falta de virtud: cometemos un mal porque no llegamos a comprender qué significa el mal que estamos cometiendo. Si lo supiéramos, sugirió también Confucio en el otro extremo del mundo, no lo cometeríamos; no podríamos, por ser contrario a la realidad que estamos siendo capaces de comprender en profundidad. Aristóteles fue más allá: la virtud podía ejercitarse, al igual que los defectos. Podemos aprender a ser «mejores» y en consecuencia preferibles, en tanto más buenos y justos, o peores y despreciables, si nos dejamos arrastrar por la costumbre contraria, como señaló en su Ética a Nicómaco. La ética, como disciplina universal, comenzó así a tomar un cuerpo racional casi indiscutible.

Cicerón, Séneca, Dante, Maquiavelo, Hobbes, Spinoza o Hannah Arendt son tan solo algunos de los pensadores que han abarcado la manera en que el «saber vivir», la vida en sociedad, la felicidad individual y la cuestión del bien y del mal condicionan no sólo la vida humana, sino el progreso común como especie. 

¿Qué sabemos?

Desde la psicología y la sociología sigue siendo una tarea difícil acotar cómo y por qué razones recibimos y provocamos daño. Partiendo de la metodología científica, los motivos son múltiples y muy variados, y su gestión responde a tres tipos de elementos: las circunstancias en las que se produce un mal, la salud mental de quien daña y la conciencia con la que lo hace. En el caso del daño psicológico, depende sobremanera del contexto y de cómo la persona gestione sus sentimientos y las situaciones que debe enfrentar. A este respecto, la madurez de la persona, entendida como una creciente gestión eficaz de sus circunstancias en función de su manera de ser, se convierte en un factor vertebral: ante un insulto, sin ir más lejos, podemos aprender a entenderlo como un intento de agresión que decidimos no darle significado. La manera en que se defiende la imagen, pública o privada, tiene mucho que ver con el desarrollo de habilidades sociales y dialécticas que permiten esquivar las afrentas sin que nos afecten lo más mínimo. 

Sócrates señaló la ignorancia como causa de la falta de virtud

De la misma manera, el contacto con nuestros semejantes nos hace estar más expuestos a la red de daño con la que nos interrelacionamos en sociedad. Así las cosas, en nuestra relación con seres queridos es más probable causar y sufrir alguna clase de dolor al convivir más tiempo entre sí. Se trata de una cuestión de simple contacto que se produce en cualquier ámbito suficientemente masivo y estrecho, como el laboral, el grupo de amigos o cualquier otro imaginable. De ahí que algunas de las novelas que abarcan el cariz oscuro del espíritu humano tengan lugar en pequeñas comunidades donde todos se conocen: desde La tía Tula, de Unamuno, hasta la narrativa de Dostoyevski o León Tolstói. Los autores rusos del siglo XIX fueron prolíficos en el esbozo analítico de la maldad: en pequeñas narraciones como El cupón falso, Tolstói relata cómo un engaño acaba causando un gran mal a personas desconocidas mostrando, además, de qué manera la sociedad, incluso cuando aspira a establecer mecanismos que garanticen la justicia, es fácilmente permeable a los efectos de la maldad. Dostoyevski, en Las noches blancas, alude a una forma de daño muy conocida, la que se produce en casos de enamoramiento, donde la soledad y la incomprensión de los individuos convergen en compañías imposibles que, en ocasiones, desembocan en la desesperanza o en nuevos recorridos vitales.

En esta línea se mueve buena parte de la psicología moderna: ver el daño como una oportunidad de renovación o de crecimiento. Como una vez recibido no nos es posible eludir sus efectos, debemos evitar el ánimo vengativo y tratar de extraer, si es que existe, algún aprendizaje del mal soportado.

Otro factor a tener en cuenta es el grado de afección de un mal: no es lo mismo el daño psicológico que el físico, así como tampoco lo es la intensidad con la que se le somete a una persona en uno u otro ámbito. Existen la tortura mental y la corporal, existen el dolor anímico y el físico. También existe, por supuesto, el dolor en búsqueda del placer, así como ese que surge mediante la preocupación o la elucubración excesiva. Mención aparte merece la guerra, que no sería otra cosa que la capitalización del mal y, en consecuencia, del dolor, en opinión de filósofos de distintas líneas libertarias como el propio Tolstói o incluso Bakunin. Se trata de distinciones que, de hecho, constituyen la base del Derecho. 

En cualquier caso, vivir es dañar y ser dañado. Ahora bien, si queremos aspirar a la felicidad personal y colectiva, es imprescindible abandonar las ansias privativas de virtud y dedicarnos a la práctica del bien hacia los demás: curar heridas (del cuerpo o del alma), apoyar a quien lo necesite y practicar la empatía.

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