Sociedad

Escrito en los huesos

En ‘Escrito en los huesos’ (Capitán Swing), Sue Black relata cómo nuestro esqueleto nos define: en él se encuentran las experiencias y las historias más íntimas de nuestras vidas.

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16
noviembre
2022

Los recuerdos de nuestra vida no solo se plasman en el cerebro. El esqueleto humano adulto está formado por más de doscientos huesos, y cada uno tiene su propia historia. Algunos la cuentan por voluntad propia a cualquiera que se lo pida; otros la custodian celosamente hasta que un investigador hábil y persistente los convence de que la revelen. Los huesos son el andamiaje de nuestro cuerpo y sobreviven hasta mucho después de que la piel, la grasa, los músculos y los órganos se hayan fundido de nuevo con la tierra. Están diseñados para ser robustos, para mantenernos erguidos y para darnos forma, así que es lógico que sean los últimos guardianes de nuestra vida mortal capaces de dar testimonio de cómo la vivimos.

Estamos acostumbrados a ver los huesos como algo seco y muerto, pero cuando estamos vivos ellos también lo están. Sangran si los cortamos, sufren si los rompemos, e intentarán repararse a sí mismos para recuperar su forma original. Crecen con nosotros, adaptándose y cambiando a medida que nuestro estilo de vida evoluciona. El esqueleto humano es un órgano vivo y complejo que necesita alimento y cuidados; recibe ambos de los nutrientes que le llegan desde el intestino a través de la extensa red arterial que lo rodea, mientras que las redes venosas y linfáticas, igualmente complejas, retiran sus desechos. Minerales como el calcio y el fósforo, y oligoelementos como el fluoruro, el estroncio, el cobre, el hierro y el zinc, se modelan y remodelan sin cesar para dar solidez y rigidez a nuestra estructura ósea viva. Como los huesos serían muy propensos a fracturarse si estuvieran formados únicamente por materia inorgánica, también tienen un elemento orgánico, el colágeno, que les aporta elasticidad. El colágeno es una proteína que recibe su nombre de la palabra griega para «pegamento», y su función es precisamente mantener unidos los minerales del hueso mediante una compleja amalgama que maximiza su dureza y flexibilidad.

En clase de Biología, en el colegio, solíamos llevar a cabo un experimento que demostraba la función de cada uno de estos dos elementos básicos. Tomábamos dos huesos, normalmente fémures de conejo (muchas veces de los que cazaba mi padre), y quemábamos el primero en un horno para eliminar la parte orgánica. Lo que nos quedaba era la parte mineral del hueso libre de los elementos elásticos que lo mantienen unido: básicamente ceniza. El hueso conservaba la forma un instante, pero en cuanto lo levantabas se deshacía y no quedaba más que polvo. El segundo hueso lo metíamos en ácido clorhídrico, que lixiviaba los elementos minerales. El resultado era una figura como de caucho con forma de hueso, desprovista de los minerales que le conferían rigidez. Si la estrujabas con los dedos, parecía una goma de borrar, y podía doblarse por la mitad de manera que ambos extremos se tocaran sin romperse. Ninguno de los dos elementos, ni el orgánico ni el inorgánico, cumple su función por sí solo; juntos, cooperan para formar el pilar de la evolución y la existencia.

El esqueleto humano es un órgano vivo y complejo que necesita alimento y cuidados

A pesar de que los huesos parecen muy sólidos, al abrirlos se ve que están formados por dos partes bastante distintas. La mayoría lo sabemos por los huesos animales de la carne que comemos, o los que mordisquean nuestros perros. La gruesa capa exterior (hueso compacto o cortical) tiene un aspecto denso, marfileño, mientras que el delicado entramado interno (hueso esponjoso o trabecular) parece un panal de abeja. Los huecos están rellenos de médula ósea, una mezcla de grasa y células que producen sangre. Aquí es donde se crean nuestros glóbulos rojos, nuestros glóbulos blancos y nuestras plaquetas. Y es que los huesos son mucho más que un simple armazón al que se amarran los músculos. También almacenan minerales, producen componentes de la sangre y protegen los órganos internos.

Los huesos se remodelan sin cesar a lo largo de la vida; se cree que el esqueleto humano prácticamente se renueva cada quince años. Algunas partes se reemplazan más rápido que otras: el hueso esponjoso se sustituye con mayor frecuencia, mientras que el hueso compacto tarda más. A lo largo de los años podemos sufrir muchas microfracturas en el hueso esponjoso: alguno de los puntales que lo forman puede romperse y debe reponerse enseguida, antes de que todo el hueso se quiebre. En general, este mantenimiento continuo del esqueleto no afecta a la forma original del hueso. Sin embargo, cuando hay partes dañadas se producen modificaciones, y la edad también influye en cómo se renuevan esas partes, de manera que el aspecto del esqueleto sí va cambiando a lo largo de la vida.

Lo que ingerimos para alimentar nuestros huesos es esencial para permitir que el cuerpo siga funcionando de manera óptima. Se considera que la densidad ósea alcanza su nivel máximo en nuestra cuarta década de vida. Durante el embarazo y la lactancia, las madres hacen un uso intenso de esos recursos, y, a medida que envejecemos, todos recurrimos a ellos, lo que va drenando los huesos y hace que el esqueleto sea cada vez más quebradizo. Esto es especialmente patente en las mujeres posmenopáusicas, cuando el efecto protector de los estrógenos desaparece debido a la disminución de hormonas en el cuerpo. A medida que se agotan los estrógenos, se abren las compuertas: la parte mineral del hueso se va drenando y no se repone, así que los huesos se vuelven más frágiles. Esto puede provocar osteoporosis, que nos hace más susceptibles a las fracturas, sobre todo en las muñecas, la cadera o la columna, aunque pueden producirse en cualquier parte del cuerpo debido a una caída o cualquier tipo de traumatismo. No es necesario que sea fuerte: la causa de la fractura puede ser un simple mal gesto.

Lo que ingerimos para alimentar nuestros huesos es esencial para permitir que el cuerpo siga funcionando de manera óptima

Nos conviene asegurarnos de que acumulamos la mayor cantidad posible de elementos minerales durante la infancia y la juventud. Cuando crecemos, la leche se considera la mejor fuente de calcio, el mineral más importante para nuestros huesos. Por eso, tras la Segunda Guerra Mundial, en los colegios británicos se comenzó a ofrecer leche de forma gratuita; en la actualidad se sigue haciendo en la etapa infantil, hasta los cinco años.

El otro ingrediente esencial para tener unos huesos sanos es la vitamina D, que nos ayuda a absorber el calcio y el fósforo que necesitan. La vitamina D puede obtenerse de los lácteos, los huevos o el pescado graso, pero la mejor fuente son los rayos solares UVB, que transforman el colesterol presente en la piel en vitamina D. Su carencia puede provocar diversas dolencias. En los niños resulta especialmente evidente: los bebés que están siempre envueltos en mantas o los niños pequeños que no salen al aire libre pueden desarrollar trastornos como el raquitismo, que se traduce en huesos blandos o quebradizos, cuya expresión más clara es el arqueamiento de las extremidades inferiores hacia dentro o hacia fuera.

Nuestras experiencias, nuestros hábitos y nuestra actividad pueden dejar huella en casi cualquier parte del cuerpo, tanto en el tejido blando como en el duro. Solo hay que saber qué herramientas usar para recabar las señales, descodificarlas e interpretarlas. Por ejemplo, la adicción al alcohol deja cicatrices en el hígado; si es al cristal, en los dientes («boca de metanfetamina»). Una dieta muy grasa deja su impronta en el corazón y los vasos sanguíneos, e incluso en la piel, el cartílago o los huesos, cuando el daño causado hace que el cirujano tenga que acceder rápidamente al corazón a través de la pared torácica.

El esqueleto guarda muchos de estos recuerdos: una dieta vegetariana queda marcada en los huesos y una clavícula reparada puede ser un souvenir de aquella vez que nos caímos de la bici. Todas las horas dedicadas a levantar pesas generan una mayor masa muscular, y por lo tanto un mayor desarrollo de los puntos de inserción del músculo en los huesos. Quizá no se trate de recuerdos como los definiríamos normalmente, pero juntos conforman una sincera y fiable melodía de fondo para la banda sonora de nuestras vidas. En la mayoría de los casos jamás se escuchará, a no ser que acabe expuesta al escrutinio de otros, por ejemplo en radiografías o ecografías, o si fallecemos de forma repentina y nuestros restos deben ser examinados por alguien que debe averiguar quién éramos en vida y cómo hemos muerto. Esta tarea requiere personas que hayan recibido formación para identificar dicha música. Puede que no sea realista aspirar a extraer la pieza musical completa, pero a veces solo hace falta un fragmento de la melodía, como en esos concursos en los que hay que reconocer una canción a partir de las notas iniciales.

La labor del antropólogo forense consiste en leer los huesos del esqueleto como si fueran un disco, recorriéndolos con una aguja profesional en busca de esos breves segmentos reconocibles de memoria corporal que forman parte de la canción de su vida, y sonsacándoles fragmentos de la melodía que se grabó en ellos mucho tiempo atrás. Por lo general, se trata de una vida que ha llegado a su fin. Lo que nos interesa es cómo era esa persona y cómo vivió. Buscamos experiencias que hayan quedado reflejadas en los huesos y nos ayuden a contar su historia, y quizá a devolver al cuerpo su nombre.


Este es un fragmento de ‘Escrito en los huesos‘ (Capitán Swing), por Sue Black.

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