Sociedad
Ser envidioso, ¿una ventaja?
En una sociedad en la que el éxito está determinado por la belleza, los bienes materiales, la posición social o las cualidades personales, la envidia es una consecuencia inevitable. Pero ¿y si no es tan mala como creemos?
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Para la mitología romana, la diosa Envidia encarnaba a la venganza y los celos en su expresión más oscura; no había piedad, solo mezquindad en Las metamorfosis de Ovidio. No es de extrañar que la religión católica se adscribiese a este relato sacando a (la) Envidia de su templo para convertirla en un pecado capital. «Es un amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos», afirmaba Dante Alighieri, y fue precisamente eso lo que llevó a Caín a ser mordido por las fauces de la envidia asesinando a su propio hermano.
Envidiar es una vía directa a la crueldad según la mitología o las religiones, pero para la psicología esta visión está sesgada. La ciencia entiende la envidia como una emoción tan natural como lo son la alegría, el miedo o la tristeza, con su propio proceso psicoevolutivo y una función adaptativa más necesaria de lo que Ovidio y Dante llegaron a imaginar.
En concreto, esta emoción hace su aparición estelar entre los dos y los cuatro años. No es un suceso casual, sino una consecuencia inevitable de la maduración cognitiva y psicológica del niño. A esa edad, aprendemos a diferenciar nuestro mundo interno del exterior y comprendemos de una forma muy primitiva nuestras carencias. Durante esta etapa, nuestro pensamiento es esencialmente egocéntrico, tal y como defendía el psicólogo infantil Jean Piaget.
Cuando negamos la envidia disminuye nuestra percepción de autoeficacia, es decir, la confianza que tenemos en nuestras capacidades
En otras palabras: es nuestro punto de vista el que prima. Así, si un compañero del colegio está jugando con un cochecito más grande, nos creeremos merecedores de tal honor. Es en esta etapa cuando podemos sentir una envidia similar a la que definió Dante: si tenemos que romper el juguete para que otro niño no disfrute, lo haremos. Sin embargo, la envidia se domestica a medida que aprendemos a socializar. Progresivamente, adquiere la función adaptativa de posibilitar la autocrítica y permitirnos cambiar para mejorar –aunque para ello necesitamos referentes–.
La base de la envidia es, por lo tanto, la comparación, un proceso estudiado especialmente por Leon Festinger, padre de la teoría de la disonancia cognitiva. Según el psicólogo social, los seres humanos tenemos un impulso innato a evaluar nuestras capacidades. Para ello, preferimos recurrir a medios no sociales y objetivos, por ejemplo, la nota en un examen o la distancia que marca la cinta de correr del gimnasio. Sin embargo, a veces necesitamos referentes sociales para propiciar nuestro crecimiento personal, pues el valor que le damos a sacar un cinco en un examen dependerá de si la mayoría ha suspendido o ha aprobado.
La envidia actúa entonces como una emoción movilizadora y, según Festinger, la suelen suscitar aquellos con los que guardamos cierto grado de semejanza. Es absurdo comparar tu nivel adquisitivo con el de Bill Gates o tu inteligencia con la Marie Curie, pero utilizar como referente a un familiar con un trabajo similar o a un compañero de la universidad con el que compartes horas de biblioteca, sí puede dar pie a un reto. Es ahí donde entra en juego un impulso unidireccional ascendente: a la hora de evaluar nuestras capacidades, optamos por fijarnos en personas con un nivel ligeramente superior al nuestro para que siempre exista cierto margen de mejora dentro de unos límites realistas.
Que una emoción nos haga sufrir no es malo, siempre y cuando saquemos de ella un aprendizaje
El problema surge cuando la envidia no es un medio, sino un fin. Envidiar es un aviso que no debemos desoír, pero la sociedad emocionalmente represora en la que vivimos ha condenado al ostracismo a cualquier sentimiento mínimamente desagradable. Cuando negamos la envidia, disminuye nuestra percepción de autoeficacia –el conocimiento y confianza que albergamos respecto a nuestras capacidades– y nuestra percepción de control –la influencia que creemos tener sobre nuestro comportamiento–.
Es decir, la envidia no es sana por defecto, pero tampoco es deseable en exceso. Aunque en momentos puntuales actúa como catalizador, es peligroso convertir la comparación social en nuestro único motor de crecimiento personal, pues nos puede llevar a desear lo que otros tienen solo por no poseerlo nosotros. Además, corremos el riesgo de obviar la inmensa lista de factores psicosociales que favorecen el éxito ajeno y que no siempre juegan a nuestro favor: el apoyo familiar, las facilidades económicas, las redes de contactos, el acceso a la terapia psicológica o haber vivido ciertas experiencias.
La clave es, por tanto, partir de una autoestima sólida y normalizar la envidia pese al malestar que produce. Que una emoción nos haga sufrir no es malo, siempre y cuando saquemos de ella un aprendizaje. Y es que, como también decía Dante, «el camino al paraíso comienza en el infierno».
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