Opinión

Que todo siga su curso

Hemos entronizado las ideas de flexibilidad, adaptabilidad y plasticidad, pero ¿qué resultado podemos esperar de un sistema educativo que no deja de cambiar?

Ilustración

Eugenia Loli
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13
septiembre
2022

Ilustración

Eugenia Loli

Ya no se comienza el curso. Lo digo porque yo, que soy docente y tengo hijos escolarizados, llevo experimentando tantos cambios de leyes educativas, con la consiguiente variación de contenidos, la introducción de innovadoras metodologías y la implementación de nuevos de sistemas de evaluación, que me cuesta trabajo atisbar si hay algún curso a seguir. Cuando algo se determina como un curso, ya sea el curso de un río o un curso escolar, se da por sentado que existe un camino diseñado a recorrer. Se entiende que, si todo fluye bajo condiciones normales, los acontecimientos desembocarán en el resultado esperado. 

Pero ¿qué resultado podemos esperar de un sistema educativo que no cesa de variar su curso? Séneca se enorgullecía al reclamar como discípulo a Lulicio: «Si el hortelano se complace en el árbol que ha llegado a fructificar, si el pastor siente placer por la cría de su rebaño, si nadie vuelve la mirada al pupilo que cuida, sino para considerar como propio su crecimiento, ¿qué crees que acontece a quienes educan las almas y, habiéndolas modelado en su tierna edad, las contemplan de repente en su madurez? Te reclamo para mí».

Es una buena pregunta: ¿qué nos acontecerá a los educadores cuando, dentro de unos años, contemplemos el fruto de nuestro trabajo?  

«El diseño de las últimas leyes subordina la labor educativa a las veleidades de un mercado que confunde progreso con productividad»

Parece que nos empeñamos en que ya nada tenga un curso definido. Nos hemos rendido al discurso de la incertidumbre. Hemos entronizado las ideas de flexibilidad, adaptabilidad o plasticidad, proyectándolas hacia todos los sectores implicados en la configuración social, ya sea el trabajo, la política, la educación… y, en especial, en la edificación de la identidad. Usando una falacia naturalista, hemos asumido que, solo desde una disposición erigida en la ligereza y la maleabilidad seremos capaces de afrontar el futuro con éxito.

A veces me pregunto qué sucedería si eligiésemos la opción contraria. Esa que dispone un imaginario de futuro concreto, que diseña el curso a seguir y, en lugar de estar tentados de bifurcarnos por otros caminos, persiguiendo novedades, optásemos por seguir el curso trazado hasta llegar al final. En este sentido, apelo a la diferencia que Javier Gomá hace entre realidad y actualidad. La realidad sigue su curso, la actualidad carece de uno.

Creo que el diseño de las últimas leyes educativas está preñado de actualidad. Rehúye de la persistencia de lo real y, turbado por las soflamas de fluctuación, subordina la labor educativa a las veleidades de un mercado que confunde progreso con productividad.  

Me aterra pensar que nuestros jóvenes, condicionados por la maleabilidad de su educación, asuman que no hay ningún curso a seguir. Cada cambio de ley educativa lo percibo como una confirmación de estos designios agoreros que atisban un futuro umbrío donde no existen referentes ni ejemplaridad, y donde todo se subordina a una política del «hazlo tú mismo» (self-made). 

Prueba de ello es que ya nadie pasa de curso ni repite curso: bajo el manto del rendimiento, ahora se promociona. Y basta acudir al diccionario de la Real Academia Española para encontrar que promocionar solo tiene una acepción: «Elevar o hacer valer artículos comerciales, cualidades, personas, etc». Visto lo visto, el único curso que parece cobrar sentido es el de marketing. 

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